La inclusión es discutida en varios ámbitos, pero poco entendida en las conversaciones cotidianas. Planteamos aquí que ésta intenta reorientar la responsabilidad de la participación en la sociedad desde el individuo hacia el contexto. Esto implica transformar a las instituciones que componen el tejido social para que den respuesta actualizada a las necesidades de las personas.
Ahora, transformar las instituciones promoviendo reformas legislativas que normen la inclusión no basta. Hoy en día el desafío más grande es lograr que las políticas de la inclusión -que promueven entornos capaces de adaptarse a la diversidad y el cambio– se transformen desde ser una teoría, a prácticas que acojan universalmente, con o sin el etiquetado de trastornos o discapacidades. Esta es la única forma en que podemos alcanzar la meta y la visión internacional de una educación para todos y todas.
Chile por años ha adscrito las políticas de inclusión desarrolladas por la ONU, a través de normativas instaladas desde la década de los noventa, así como se han establecido los derechos de acceso e inclusión social para personas en situaciones de discapacidad. Aunque la legislación juega un papel clave en la creación de instituciones más justas, lograr ambientes educativos flexibles y que den respuestas a las necesidades de todos, no se llevará a cabo solo porque haya sido establecido por una norma. Esto solo ocurrirá cuando la mayoría de nosotros, incluyendo a los que no estamos inmediatamente implicados en los debates de la inclusión en educación, nos animemos para aportar al bienestar común, entre otras cosas, porque en la incorporación de nuevos saberes y puntos de vista únicos, se encuentran soluciones creativas e innovadoras para lidiar con las crisis mundiales contemporáneas.
La práctica de la inclusión parte desde un compromiso con los estudiantes más marginados. En Chile, el 7% de los jóvenes tiene una discapacidad reconocida . Los 40.000 jóvenes chilenos con discapacidad reconocida se tienen que repartir entre los 782 colegios públicos y tres privados especializados en atender variadas discapacidades. El 91% de estos colegios se encuentran en zonas urbanas, y la mayoría solo atienden a jóvenes en situaciones de discapacidad hasta que egresan de la Enseñanza Básica, lo cual contribuye a que sólo un 50% de ellos se matriculen en la Educación Media.
Se suman a estos 20.000 jóvenes chilenos que no pueden continuar su Enseñanza Media, los otros estudiantes que, por tener que luchar con fenómenos tan distintos como la tartamudez, embarazo adolescente, o violencia intrafamiliar, son considerados dentro de la categoría de Necesidades Educativas Especiales (NEE). Los profesionales especialistas subvencionados por Programas de Integración Escolar (PIE), están, teóricamente, a cargo de ellos. Pero los PIE se encuentran mayormente en colegios municipales, y sus cupos son limitados a solamente siete estudiantes por curso, lo cual frecuentemente no cubre la demanda de servicios especializados. Además, según la OCDE, el 75% de los niños chilenos que acceden a estos servicios se ubican en los niveles socioeconómicos de menores ingresos.
Si la discapacidad en sí es transversal en las clases sociales, la sobre-representación de necesidades especiales permanentes dentro de los quintiles más pobres de la población (y en los colegios con menos recursos) nos debería llevar a pensar que lo que se aborda a través de los PIE es, más que nada, la falta de recursos materiales y apoyos sociales que afectan a las familias en situaciones de precariedad.
Este año, gracias a la iniciativa Súmate del Hogar de Cristo, se dio a conocer que alrededor de 222.000 jóvenes chilenos quedan excluidos académicamente por la (supuesta) deserción o el (supuesto) abandono escolar. Incluso, un estudio de este año del Centro de Investigación Avanzada en Educación (CIAE) de la Universidad de Chile señaló que, a nivel nacional, solamente alrededor de 54% de los estudiantes que empezaron el primero básico en el 2005 egresaron exitosamente del 4to medio en el plazo esperado de 12 años. La marginalidad es un fenómeno que también escapa a lo designado por las políticas como NEE.
El problema es cómo incluir a estos jóvenes, y para eso es necesario promover una perspectiva de la inclusión que tome en cuenta la construcción bio-socio-cultural y temporal de las NEE. Por ejemplo, es un hecho reciente que los ambientes educativos no consideren el ser zurdo como una discapacidad; antes se obligaba a trabajar con la mano derecha. Hoy en día, los marcos educativos no tienen cómo explicar cómo un niño aparentemente hiperactivo en el aula, pueda luego tener un buen comportamiento en la casa de su abuela. No se plantea que las diferencias no existen entre nosotros, solo que los mecanismos institucionalizados y muchas de las perspectivas establecidas no abarcan a las diferencias que naturalmente se dan a luz durante los procesos de aprendizaje.
Para cumplir con el deber colectivo de la educación, es fundamental entender que más allá de la discapacidad y de las NEE, todas las personas manifiestan limitaciones según su contexto (entendido como el entorno y el tiempo histórico donde se habita). Todos como sociedad nos beneficiaremos de sistemas flexibles, adaptables, y que den respuestas a la diversidad. Pensar que si no tenemos discapacidades estamos aislados de estos problemas es una falacia, pues cada individuo está atado al colectivo. Al impulsar la inclusión de estudiantes que están excluidos de los beneficios de una educación adecuada a sus necesidades, estaremos potenciando la capacidad de los actores de la educación (estudiantes y profesores, tanto como legisladores e investigadores) para abordar cualquier desafío. Así se podrá desarrollar la capacidad máxima de la sociedad en general para enfrentar las complejidades tecnológicas, humanas y ecológicas que vienen en el nuevo siglo.