Con el confinamiento hemos echado de menos y apreciado más que nunca los espacios verdes en la ciudad. Es el momento de mejorar su accesibilidad e interconexión. Todos deberíamos vivir a en proximidad a un área verde.
El 24 de mayo se celebró “virtualmente” el Día Europeo de los parques, organizado por la federación Europarc. Este organismo federal se ha implicado, desde su creación en los años 70, en la protección de los parques naturales. Ahora, con la pandemia que nos ha privado temporalmente del uso de los parques, se programa gradualmente cómo devolver esos espacios a los ciudadanos. Una oportunidad, no solo para volver a la “normalidad”, sino también para pensar en algo más ambicioso que permita, literalmente, devolver la “naturaleza” a la ciudad.
La relación con la naturaleza es uno de los aspectos claves del desarrollo de las ciudades. No podemos entender los asentamientos humanos sin reconocer las relaciones, condiciones y ventajas de su primigenio espacio de soporte, su base geográfica y su entorno. Si hablamos de espacios abiertos, destinados al disfrute colectivo en las ciudades, es obligatorio referirnos a cómo aparecen los parques en la ciudad.
En el siglo XIX, tanto en Europa como en Estados Unidos, en concordancia con el movimiento higienista y en pleno desarrollo de la Revolución Industrial, se realizaron parques urbanos concebidos como lugares para el desahogo, la contemplación, el recreo o el disfrute comunitarios. “Recintos” de naturaleza en la ciudad, espacios para fomentar un modelo de vida más saludable.
En el origen del urbanismo de los parques, la preocupación principal era dar alivio a los millones de pobres que malvivían en los barrios victorianos. Sin embargo, vale la pena recordar, como dice P. Hall, que también existía el temor a la violencia y la insurrección urbana y, por lo tanto, los espacios verdes debían cumplir con otra función: ser lugares para proporcionar calma, descanso y tranquilidad.
En la preocupación por introducir pulmones verdes para el bienestar físico y psicológico en las ciudades, fue significativa la apertura de espacios existentes como los jardines del Palacio del Retiro (Madrid 1767) o de los parques Bois de Boulogne y Bois de Vicennes (París 1852 -1866), así como el nuevo proyecto del Birkenhead Park de J. Paxton (Liverpool 1843).
En Nueva York, el Central Park fue el primer parque público de Estados Unidos (F. L. Olmsted paisajista; C. Vaux arquitecto, 1858), que evocaría el espíritu de los grandes parques europeos. En este recorrido por los grandes parques vale la pena recordar el Tiergarten de Berlín, que abre al publico como zoo o “jardín de los animales” en 1740, o el gran Parque de Chapultepec de Ciudad de México, un espacio sagrado que se abre en 1895.
Notables espacios que hoy forman parte de la historia e identidad de cada ciudad y que, sin embargo, también producen en algunos casos aislamiento o fragmentación en el tejido urbano por los cerramientos que los envuelven.
Valdría la pena preguntarse, entonces, si fuera posible pensar para las ciudades contemporáneas en una red más articulada de espacios verdes urbanos que se encargue de garantizar una mejor permeabilidad de los parques, aumentar su proximidad y garantizar mayor integración con otros espacios y mejor accesibilidad para todos los ciudadanos.
En estos días hemos visto imágenes de muchos animales salvajes que han llegado a visitar áreas urbanas y periurbanas. Como los jabalíes en el casco urbano de Barcelona, que se internaron en la ciudad porque la barrera de la presencia humana ya no existía.
Y también hemos asistido a fenómenos de renaturalización de la ciudad por la falta de “mantenimiento” del verde debido al confinamiento. A través de la fauna en la ciudad, hemos constatado, como si fuera la primera vez, el valor de nuestro hábitat “urbano”. Un hábitat del que se han apropiado, momentáneamente, las distintas especies de flora y fauna, evidenciando la necesidad de mayor convivencia y de más “naturaleza” en la ciudad.
Las ciudades actuales están viviendo una crisis sistémica que, como decía B. Secchi, se puede resumir en dos grandes asuntos: la segregación socio-espacial y el desequilibrio medioambiental. El efecto de esta crisis es un desigual acceso de los habitantes a unas buenas condiciones urbanas y un impacto negativo sobre el medioambiente.
A pesar de las muchas políticas de incremento de espacios verdes, estamos todavía lejos de una mejora significativa. De hecho, la crisis por la insuficiencia de estas áreas impulsó el origen de indicadores de calidad de vida urbana, propuestos por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Estos indicadores sugieren destinar de entre 10 y 15 metros cuadrados a área verde por habitante, y se aconseja que esta relación pueda llegar a valores entre 15 y 20 metros cuadrados de zona verde efectiva y útil.
No sólo la cantidad de zonas verdes es importante, sino cómo de cerca o lejos están unas de otras. Sería necesario fortalecer una red de estos espacios que sea accesibles a no más de 15 minutos a pie desde cada vivienda. En este sentido ya hay propuestas que apuestan por el incremento del verde en la ciudad a partir de la mejora de lo existente y de hacerlo más accesible a todos los vecinos: propuestas como las supermanzanas y los nuevos ejes verdes en Barcelona o la Ciudad de los quince minutos para París.
Son ejemplos de cómo, a través de la limitación del uso del automóvil en la ciudad, no solo podemos llegar a promover nuevos espacios verdes, sino también interconectarlos. Así lo plantea la propuesta de una red urbana de refugio climático para Barcelona de los arquitectos autores de este texto, que parte del reconocimiento e identificación de la arborización urbana y las condiciones ambientales, para promover una red de refugio climático con los diversos espacios colectivos de la ciudad comenzando por los centros escolares.
El verde urbano no es solo un lugar de esparcimiento sino que también cuida y cura: favorece la purificación del aire, la mitigación del ruido o la biodiversidad. Una red de espacios (públicos, colectivos o también privados) debería incluir no solo las áreas verdes periféricas, los parques urbanos o los jardines de barrio, sino también los paseos, los bulevares y las calles donde los árboles conforman una red verde ya existente.
En general se trata de fortalecer procesos ya en curso, y aprovechar la crisis sanitaria actual y el proceso de desconfinamiento, para hacer que las urbes se parezcan más a un un parque o a un gran jardín, un “mosaico territorial”, complejo, diverso, extenso, difuso y en continua interacción.
Desde una visión más contemporánea, G. Clement ha formulado el concepto de jardín y lo prioriza y enfatiza respecto al de paisaje. Habla del “jardín en movimiento” y del “jardín planetario”, para hacernos ver con conciencia los procesos ecológicos vinculados al verde, la dinámica natural de apropiación y transformación del espacio y, también, su correlación entre sistemas de espacios en diversos tamaños y radios de influencia. Para él “todos los habitantes de la tierra somos jardineros, sin saberlo, pero lo somos. Todo lo que hacemos tiene consecuencias sobre el aire, el agua, el suelo, los sustratos que permiten la vida.”
Miguel Y. Mayorga Cárdenas, Profesor de Urbanismo, Universitat Politècnica de Catalunya – BarcelonaTech y María Pía Fontana, Profesora Investigadora Asociada, University of Girona
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.