En cualquier manual de educación cívica, democracia es definida como un sistema de gobierno donde todos pueden elegir y todos pueden ser elegidos. Eso supone que tanto el dependiente de la ferretería, el inspector de colegio y el criador de animales, saben perfectamente que no es bueno gastar más de lo que se tiene, que viajar en primera clase con un viático diario de 500 dólares es un exceso, y que tener costosas embajadas en países de Centroamérica es innecesario. Algo que los políticos profesionales parecen haber olvidado.
Hace una semana comenzamos el ciclo de elecciones más importante e intenso que hayamos visto en la historia reciente. En las últimas elecciones, con todas las maquinarias partidarias desplegadas, la participación electoral alcanzó apenas un 3% del padrón electoral.
Es correcto argumentar que no eran elecciones decisivas, y en buena parte del país hacía mucho calor. Pero las estructuras políticas hace rato muestran su cansancio, marcado por una grave y prolongada desconexión con las bases.
La falta de representatividad de los “representantes del pueblo soberano” es, por definición, uno de los índices más preocupantes sobre la calidad de una democracia. Y pese al mal pronóstico que depara, en Chile lo venimos sabiendo desde hace más de dos décadas, haciendo poco y nada para mejorarlo.
La mayoría de las personas que leerán esta columna, han visto u oído de Borgen, la extraordinaria serie de televisión danesa que muestra, con bastante fidelidad, los principales rasgos operativos de una democracia parlamentaria “nórdica”.
[cita tipo=»destaque»]La ansiada “democracia escandinava” combina una de las legislaciones laborales más liberales y flexibles del mundo con una alta tasa impositiva (cerca de un 50% del PIB), una Constitución de 150 años, y la sana costumbre de aparecer, año tras año, en los primeros lugares del índice de transparencia mundial, confirmado por niveles de corrupción extraordinaria y ejemplarmente bajos.[/cita]
Pero pocos saben que esa ansiada “democracia escandinava” combina a la vez una de las legislaciones laborales más liberales y flexibles del mundo, con una alta tasa impositiva (cerca de un 50% del PIB), una Constitución de 150 años, y la sana costumbre de aparecer, año tras año, en los primeros lugares del índice de transparencia mundial, confirmado por niveles de corrupción extraordinaria y ejemplarmente bajos.
Como recordatorio e incordio a revolucionarios y principalistas, Dinamarca tiene también una iglesia nacional y una monarquía hereditaria, ambas generosamente valoradas por la mayor parte de la población.
¿Cómo se logra lo anterior? En parte, por la cercanía de los parlamentarios a sus bases.
El Parlamento danés no es uno de elites, sino todo lo contrario. Ni siquiera es un Parlamento educado (probablemente sea el grupo de representantes menos ilustrado y más “antielite” de Europa).
En cualquier manual de educación cívica, democracia es definida como un sistema de gobierno donde todos pueden elegir y todos pueden ser elegidos. Eso supone que tanto el dependiente de la ferretería, el inspector de patio de colegio y el criador de animales, saben perfectamente que no es bueno gastar más de lo que se tiene, que viajar en primera clase con un viático diario de 500 dólares es un exceso, y que tener costosas embajadas en cada uno de los países de Centroamérica es innecesario. Algo que los políticos profesionales parecen haber olvidado.
Pese a ello, en Chile por años ha primado la idea contraria: es necesario que una minoría de ciudadanos de “ideas ordenadas” defienda “las bases de nuestra civilización” frente a la mayoría. En clave constituyente: lograr 1/3 para detener al otro 2/3.
Esa postura, además de paternalista, autorreferente, básica y acrítica, es profundamente antidemocrática.
Será muy difícil construir confianza y legitimidad para el “nuevo Chile” mientras buena parte de la política nacional consista en que los “mejores” (generalmente elegidos de los cuadros de los partidos y habitantes de las seis comunas) sientan el deber de ir a colonizar las provincias y barrios del país, premunidos de afiches retocados y sobres con abundante dinero.
Dentro de ese grupo, muchos de los candidatos a constituyentes se quejan del sueldo que recibirán. Es verdad que hay incompatibilidades y prohibiciones exageradas, que el de los diputados es tres veces superior y, sobre todo, que el sistema acordado impedirá a la mayoría independiente del país aportar legitimidad al proceso. Pero un sueldo de 2,5 millones de pesos es, para la gran mayoría del país, una cifra “nórdica”.
Sé que puedo estar siendo demasiado optimista, y que ello puede ser un exceso.
De hecho, ayer comentaba estos temas con dos buenos amigos constitucionalistas que, pese a compartir mis ideas, me decían que “lo de Borgen solo era posible en un país de 5 millones de habitantes”.
Y quizá tengan razón.
Pero en una época en que todo nos vuelve hacia lo local, hacia lo comunitario y a lo colaborativo, ¿para qué tener unidades políticas de más de 5 millones de habitantes?