La universidad necesita cambiar, transformarse y adaptarse a poblaciones tradicionalmente no esperadas y a los jóvenes del siglo XXI. Esta transformación debe ser curricular, metodológica y, sobre todo, inclusiva.
La democratización del acceso a las universidades es un asunto que concierne, en mayor o menor medida, a todos los países y sistemas de educación superior.
El número de estudiantes que comenzaron a acudir a las universidades a partir de los años 60 creció exponencialmente. Esto modificó la forma de entender esta institución.
Su razón de ser ya no se encontraba únicamente en una elite de estudiantes, sino que se deducía del papel que debía jugar en la construcción de las sociedades democráticas e inclusivas. Sobre todo, a partir de la reforma del Espacio de Educación Europeo (EEES).
Esta modificación dio lugar a que prácticamente en todas las universidades haya proliferado el desarrollo de políticas, oficinas y servicios para la atención a la diversidad.
Los resultados han sido muy desiguales de unas universidades a otras, pero casi siempre han imperado las orientaciones normativas o de obligado cumplimiento relacionadas con el género y la atención a la diversidad funcional. Sin embargo, la pregunta permanece en el aire: ¿unidades especiales o cambios profundos del sistema?
El marco del sistema económico actual ha instalado una lógica cada vez más meritocrática y credencialista en las universidades. Los estudiantes se han convertido en clientes, el profesorado en recursos, los proyectos en productos y las horas de clase en créditos. En “el mercado de la inclusión” queda pendiente definir cuál es el papel de la Universidad.
En general, imperan los relatos pragmáticos que instrumentalizan la diversidad y la necesidad imperiosa de colocarse en este o aquel ranking, olvidándonos de la gran pregunta: ¿Cuál es el papel que ocupan las universidades en sociedades inclusivas? ¿Hacia dónde deben cambiar las universidades para dar acogida a un estudiantado cada vez más diverso o para adaptarse a poblaciones tradicionalmente no convencionales, tales como estudiantes de origen migrante, de minorías étnicas o con distintas capacidades cognitivas?
En el trabajo de investigación Atención a la Diversidad y Educación Inclusiva en la Universidad. Diagnóstico y Evaluación de Indicadores de Institucionalización (2018-2021) se apuesta por subrayar la función social de la educación superior y por la propuesta de una Universidad inclusiva. El estudio apunta a cambios profundos del sistema en su conjunto, del currículo, de las metodologías de enseñanza, de los modelos de gestión que, en un sentido amplio, van más allá de la respuesta pedagógica impregnando la cultura organizativa y la comunidad educativa en general.
Estos cambios han de traducirse en la implantación de políticas y prácticas inclusivas e integrales. De no ser así, el riesgo que corren las universidades representa una amenaza a las raíces mismas de la vida en común, la democracia auténtica, el progreso económico y social y, desde luego, la propia legitimidad del sistema universitario.
En el año 2007 el periódico The New York Times publicó la esquela sobre el fallecimiento de Martin Trow en la que recordaba que su mayor contribución al mundo académico fue su descripción de la transición de una educación universitaria desde el privilegio de élite a producto masivo.
Sin embargo, sigue existiendo un aire de melancolía de que los estudiantes antes eran mejores, cargando la exigencia adaptativa sobre el alumnado como sujeto con “necesidades específicas de aprendizaje”.
Con menor frecuencia se examinan los factores institucionales o los modelos de gestión que se implementan, pues a pesar de la imagen inclusiva que trata de proyectar la Universidad, sigue siendo bastante homogénea en términos de su profesorado o en los modelos de gobernanza.
Todo ello bajo la premisa de dejar intacta una estructura universitaria que se resiste a los cambios que le son naturales a las sociedades democráticas modernas.
Una Universidad que pretenda ser inclusiva debe basarse en otras formas de enmarcar el problema y de articular las actuaciones que vaya más allá de la culpabilización del alumnado, que llega a la Universidad como carente de nivel, de conocimientos previos, de competencias básicas para el aprendizaje, etc.
El concepto excelencia suele estar vinculado a la captación de talento, a la investigación o a servicios específicos y no al conjunto de los procesos generales de gestión universitaria.
Los cambios profundos deberán concretarse en múltiples niveles de política e institucionalización de un paradigma inclusivo en la Universidad para promulgar la “Universidad comprometida”, que combina el impacto social y el desarrollo humano, entre otros.
O la Universidad se transforma o ¿cómo puede transformar la sociedad que le rodea? Queda un largo camino en la construcción de universidades inclusivas que suponen la creación de oportunidades de aprendizaje para el conjunto del alumnado y la promoción de relaciones sociales y académicas significativas entre personas y actores sociales que vayan más allá de reformas parciales avanzando hacia un cambio sistémico y cultural.
Rosa M. Rodríguez-Izquierdo, Profesora Titular Dpto. Educación y Psicología Social, Universidad Pablo de Olavide (2004 hasta la actualidad), Universidad Pablo de Olavide
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.