La economía, la salud, el empleo o el turismo son algunos de los asuntos que más nos han preocupado durante la pandemia pero, ¿hemos puesto nuestra mirada en la infancia? ¿cómo podemos ayudarles?
En los últimos meses hemos asistido a una situación sin precedentes en la historia reciente mundial. La crisis generada por el covid-19 ha puesto patas arriba la situación social conocida hasta ahora.
Sus efectos están presentes en nuestro día a día. Desde el “mundo adulto” prestamos atención a cuestiones como la economía, la salud, el empleo o el turismo, pero no estamos poniendo nuestra mirada en cómo esta crisis afecta a las necesidades de la infancia.
Nos surgen diferentes cuestiones. ¿Cómo impacta esta crisis en la población infantil? ¿qué dimensiones psicológicas o de desarrollo pueden verse alteradas? ¿afecta a todos por igual o hay grupos más vulnerables? ¿se pueden amortiguar los efectos de esta crisis en la infancia?
La pandemia supone romper las relaciones sociales con iguales y con la familia, dos de los ámbitos clave para el desarrollo infantil.
Si a esto le sumamos el estrés y la incertidumbre familiar en lo social y en lo económico, la situación de angustia y miedo de las niñas y niños incrementa. Como consecuencia, hay más incidencia de problemas de salud mental como ansiedad, depresión y síntomas relacionados con el estrés.
En muchos casos, esta situación se ha visto empeorada por la enfermedad o pérdida de seres queridos. A corto plazo, se han producido crisis de ansiedad, alteraciones del sueño, la alimentación y el ejercicio físico. La modificación de estas rutinas puede afectar al desarrollo en edades muy tempranas, pudiendo producir, incluso, cambios más duraderos.
Además, niñas, niños y adolescentes han perdido otro espacio de socialización: el escolar. Este se ha desnaturalizado y se ha llenado de elementos artificiales (mascarillas, geles, distancia…).
Con el paso del tiempo se produce cierta habituación a medidas restrictivas, en tanto que aparece la denominada fatiga pandémica. Se trata de una reacción de agotamiento frente a una adversidad mantenida y no resuelta.
Puede llevarnos a la complacencia, la alienación y la desesperanza. Aparece de forma gradual en el tiempo y se ve afectada por emociones y por el contexto social y cultural.
La población infantil y adolescente no es ajena a esta situación, ya que las familias actúan como modeladoras de la respuesta que damos a la pandemia. En la medida que el mundo adulto da señales de agotamiento, es fácil que esta sensación se traslade a la infancia.
Por último, en el largo plazo, habrá que prestar especial atención a quienes han nacido durante la pandemia. Esta generación, en momentos críticos de su neurodesarrollo, se está viendo privada de información socioafectiva por el uso prolongado de mascarillas y el aislamiento, lo que podría impactar en su desarrollo cerebral.
A estos efectos hemos de sumarle otro tipo de variables moduladoras. La visión “adultocentrista” de la pandemia ha impedido tener en cuenta variables fundamentales para el adecuado desarrollo de la infancia, especialmente, para la infancia más vulnerable.
Hay que recordar que no toda la infancia goza de las mismas oportunidades ni de los mismos recursos. Por eso, las consecuencias son más devastadoras para niñas, niños y adolescentes en situación de desventaja social, de riesgo social o de circunstancias de desarrollo diferencial (trastornos de aprendizaje, del neurodesarrollo, etc.).
Recordemos que la Convención de los Derechos de la Infancia nos habla del interés superior del menor. Las niñas y los niños gozarán de una protección especial y dispondrán de oportunidades y servicios para su desarrollo físico, psicológico y social.
Estas oportunidades se han visto truncadas durante la pandemia. Imaginemos, por un momento, las situaciones que han pasado durante el confinamiento niñas, niños y adolescentes que sufren maltrato por parte de sus familias. Pensemos en menores con trastornos del neurodesarrollo que tienen limitaciones para entender el mundo social que nos rodea. O en menores víctimas de violencia de género.
Para todos ellos, que constituyen la infancia más vulnerable, las consecuencias son aún mayores. Una inmensa mayoría de menores en situación de riesgo ha tenido serias dificultades en seguir adecuadamente el curso escolar. La brecha económica, social y tecnológica ha dificultado aún más al alumnado que ya partía de una situación de desventaja.
La desconexión digital de las familias en riesgo, junto a una menor preparación para atender las demandas escolares y un mayor absentismo escolar, hacen que se incrementen las posibilidades de fracaso y abandono escolar. A ello se suman otros factores estresantes familiares tan importantes como el desempleo, la precariedad laboral o el hacinamiento.
Por último, ha habido un aumento preocupante de situaciones de violencia contra la infancia en el ámbito familiar. A nivel psicológico, además, aparecen problemas graves como el uso excesivo de pantallas, el aburrimiento, el descontrol y desregulación horaria.
También se suma la falta de relación con iguales, miedos irracionales, ansiedad y problemas de gestión de emociones, lo que provoca un incremento en los problemas de salud mental descritos.
Pero, ¿de qué manera podemos revertir o disminuir estos efectos? Por una parte, a nivel social, las medidas implementadas deberían tener una visión más centrada en la infancia. Es necesario que tengan en cuenta sus necesidades y que desarrollen un sistema de protección social que salga del asistencialismo y procure el desarrollo integral de las familias.
Por su parte, el sistema educativo tendría que ser garantía de la igualdad entre el alumnado y corregir la situación de desventaja de algunas niñas y niños que, por diferentes circunstancias, son más vulnerables (debido a trastornos del neurodesarrollo, discapacidad, riesgo social…).
Igualmente, un mejor acceso y ratio de profesionales de la Salud Mental Infantil desde la Atención Primaria mejoraría la ayuda psicológica a la infancia. En la misma linea, sería un eje clave completar la red de psicólogas y psicólogos de la Intervención Social en Servicios Sociales Comunitarios, que atienda a la infancia en situación de riesgo y vulnerabilidad.
Finalmente, a nivel familiar, podemos ayudar a nuestras hijas e hijos de diferentes maneras. Será fundamental intentar mantener hábitos y rutinas saludables. También es satisfactorio para los niños y niñas permitir elementos extraordinarios y de disfrute dentro de la casa (ver una película como si fuera en el cine, montar una tienda de campaña en el salón para ir de acampada, montar una cena como si fuera un restaurante, retos…).
Pasar tiempo en familia, entender y atender sus manifestaciones de angustia o malestar, favorece un bienestar psicológico y un ajuste emocional adecuado. También proporcionarles información ajustada a su edad y permitirles el contacto habitual por diferentes medios con sus familiares e iguales. Asimismo, anticiparles los cambios que se vayan produciendo, con un lenguaje ajustado a su edad, mantener la calma y reconocerles el enorme esfuerzo que están realizando son cuestiones importantes para su adaptación.
En definitiva, debemos ser un ejemplo para la infancia, ya que el modelado es la principal fuente de aprendizaje. Si nos ven fuertes en la adversidad, sensibles a sus emociones y responsables en nuestros comportamientos, les ayudaremos a afrontar de una manera más saludable los efectos que la pandemia tiene en su desarrollo y lograr una infancia más resiliente y con menos desigualdades.
Nines Ballesteros-Duperón, Profesora Titular Psicobiología, Universidad de Granada y Carlos Martínez Martínez, Profesor máster psicología de la intervención social. Psicólogo Equipos de Tratamiento Familiar (Ayuntamiento de Granada)., Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.