La historia de una pareja que recorrió más de cinco mil kilómetros en la clandestinidad y fue separada a la fuerza por una carta de expulsión y un overol blanco.
La última vez que Antonio Castellano (57) vio a su pareja, Rafaela Wielhemen (51), ambos estaban siendo, como en el peor de los dramas televisados, tomados por agentes de la policía chilena y separados a la fuerza. Esto, justo a las afueras del Estadio Cavancha, en Iquique, cuando médicos pronunciaron el nombre de Rafaela y de otras 28 personas que dieron de alta, supuestamente, por estar libres de coronavirus.
Las mismas 28 personas que por entrar al país a través de pasos no habilitados serían, ese 25 de abril del 2021, calladas, esposadas, vestidas con overoles blancos y guiadas frente a las cámaras del mundo hacia un avión de expulsión en dirección a Venezuela.
Cuando Castellano abandonó Venezuela, durante noviembre del año 2018, cargaba con una reciente viudez en los ojos, dos hijos bajo el brazo y una seguidilla de amenazas del gobierno a sus espaldas. Junto a su hermano, tenía una empresa de transporte, Asociación Cooperativa Carga 2012, que solía colaborar con la oposición al régimen de Maduro trasladando manifestantes a las protestas pacíficas (concretamente al partido Primero Justicia).
“Empezaron a seguirme. A veces venían y allanaban las oficinas o mi casa. Recuerdo haber estado en un restaurant con mi familia y que aparecieran unos autos sin placa, con gente armada en su interior. Los vi inspeccionar mi vehículo a través de los vidrios. De pronto entraron a preguntar por mí, sabían todo de mí. Yo era amigo del dueño del lugar, de modo que nos ayudaron a salir por la puerta de atrás.” Fue entonces que Antonio tomó sus cosas y migró a Chile con su hija, Raquel Castellano López (30) y su hijo, Antonio Castellano López (22).
En febrero del año 2020, Castellano Ferrer volvió a Venezuela con la intención de arreglar la situación de la empresa y quizá, la propia, pero, sobre todo, sacar a Rafaela, una amiga de la niñez con la que, tras su viudez, comenzó una relación a distancia. Pero la persecución se reanudó con mayor intensidad que antes. Lo seguían, lo llamaban, lo amenazaban. Hasta que, en un momento, el peligro comenzó a rondar a Rafaela.
Desde el estado venezolano de Zulia, un grupo de 25 personas salieron en caravana de Maracaibo con dirección a Colombia. Dado el cierre de las fronteras, debieron hacerse camino por pasos no habilitados. En el auto en el que Antonio iba, se reservaron 120 dólares para sobornar oficiales, aproximadamente 20 dólares por control.
“Bueno, quisiera que me entendieras. Yo realmente amo a mi país, y tengo que decir que a veces duele ver las cosas que yo vi. Da mucha tristeza ver cómo tú puedes salir simplemente pagándole a un militar. Es personal del Ejército, ¿sabe?, pero el control no es la ley, es el dinero”, dice Antonio.
Como la mayoría de los peregrinos, la caravana de Antonio no tuvo problema en cruzar Colombia ni Ecuador. Al llegar a la ciudad de Ipiales, frontera entre ambos países, los trocheros o chamberos (coyotes) los subieron a sus motos y los trasladaron por vías no habilitadas.
Sin embargo, y en eso concuerda gran parte de los migrantes que hacen la ruta de los cinco mil kilómetros hasta Chile, en Perú la cosa suele ponerse difícil. Durante el 2019, frente a los primeros indicios de aumento de personas con intención de ingresar a Chile y Perú, ambos países aumentaron las medidas de control en las fronteras. Pese a esto, Carlos y Rafaela lograron sortear los controles.
“Cuando ya estás dentro del Perú, te llevan en una furgoneta hasta pasar puntos de control aduanero. Hay un momento en que te bajan de la vía y te montan en motos hasta que pasas el punto. Luego te vuelven a subir en la furgoneta, hasta una posada donde puedes ducharte. Luego de eso no hay control. Llegas a Lima. Ahí tomamos bus que nos lleva hasta la ciudad de Tacna. De ahí nos montamos en otro bus hasta ciudad de Huaquira, frontera con Bolivia. Cruzamos en bote un trecho de diez minutos. Ahí te hospedas hasta la noche, cuando puedas partir a La Paz. Desde la capital te trasladan a la frontera de Bolivia con Chile, Pisiga. Después de eso, el desierto”.
El grupo se adentró, guiados por los coyotes, en las fauces del desierto altiplánico a las ocho de la noche del 19 de abril. Rafaela Wielhemen y Antonio Castellano seguían el rápido paso de los guías. Sin embargo, a los treinta minutos, las quejas que los acompañaron se convirtieron en alaridos de dolor de una pareja que se estaba quedando atrás. Contrariados, los demás los animaban con voces temblorosas a seguir.
En un momento, los coyotes gritaron desesperados: “Escóndanse, siéntense aquí, esperen”, porque los militares estaban cerca. Siguieron adelante y de pronto, alguien cayó al suelo mientras un hombre gritaba intentando ayudarle. Era la pareja varios metros atrás: el grave problema de sobrepeso y artrosis en la rodilla le había jugado en contra a la mujer. Castellano les propuso que se entregasen, pues su vida y la del grupo estaba en peligro. Se devolvió ayudarlos y, en tanto, los demás empezaron a correr y a esconderse de las luces de los oficiales que se aproximaban. “Le grité, le supliqué, ¡entrégate! Pero ellos no quisieron, estaban aterrados. Entonces lo que hice fue que caminé a la camioneta, y nos entregué a todos. Ya estaba”.
Los 25 fueron trasladados a Colchane a pasar la noche. Por la mañana les dijeron que caminaran hasta la aduana, solos, sin escolta. En el lugar, Antonio solicitó que se le reconociera como refugiado, que estaba amenazado en Venezuela al igual que su mujer y que tenía hijos en Chile. Incluso que tenía RUT vigente. No recibió respuesta y fue trasladado esa noche de febrero en bus al Estadio Cavancha, en Iquique, donde debían hacerse las pruebas de coronavirus. Primero, un antígeno y, luego, un PCR. “Chévere, si dan los resultados nos vamos”, le dijo a su compañera. Nada de eso ocurrió. Lo que sí pasó es que, al tercer día, cuando esperaban testearse, no aparecieron los médicos sino, la PDI a hacer preguntas y pedirles firmar las autodenuncias. “Yo les vuelvo a decir, tengo hijos, mi señora tiene aquí a su hermana que vive en Santiago”, relata Castellano, pero no recibe respuestas. “No podemos volver a Venezuela, necesitamos refugio”, recuerda haber gritado.
El viernes 23 a las 18.30 se presentó personal de la PDI en el estadio. Sin haber entregado más información, procedieron a leer una lista de nombres en voz alta, entre ellos, el de Rafaela Wielhemen. Entonces, las cartas de expulsión fueron repartidas.
Según Martin Canessa, abogado constitucional, público y migratorio, parte de la Clínica Jurídica de la Universidad Alberto Hurtado, “en febrero muchas notificaciones fueron en medio de la noche, en una residencia sanitaria, sin luz, los hicieron firmar unos papeles y ya. Pasaron menos de 24 horas entre la notificación y la expulsión. Muchos cumplían cuarentena y no pudieron salir a buscar abogados.”
Canessa relata que ese viernes, en la tarde noche, los tomaron detenidos para ser expulsados el domingo. “Excedieron el plazo de detención habitual: la gente estuvo más de 24 horas retenida. Se les incautaron documentos y celulares por lo que no pudieron acceder a abogados”.
Afirma que las organizaciones y clínicas jurídicas se enteraron de las detenciones como un secreto a voces: “Corrió un rumor el viernes, como a medio día, de que se venía una expulsión el domingo. Todos nos pusimos alerta. El SJM tiene abogados en Arica y ellos fueron quienes sonaron las alarmas esa noche. Ahí nos pusimos a redactar el recurso. Se les notificó a los detenidos a una hora que para tribunales es inhábil, para que todo se ejecute en horario inhábil. Tuvimos que pedir especialmente que una corte se constituyera”. Por último añade, “estas expulsiones son totalmente ilegales porque no se respeta el debido proceso ni la causal.”
Cuando se le consultó al gobierno por las denuncias sobre la ilegalidad de los procedimientos y las expulsiones, el subsecretario del interior, Juan Francisco Galli, declaró que se llevaron a cabo procesos administrativos largos y que todas estas personas fueron notificadas con al menos 48 horas de anticipación. Galli dijo estar convencido de que la Corte les dará la razón frente a los recursos de amparo que organizaciones como el SJM o las clínicas jurídicas de la UC, UAH, UCH y Diego Portales han interpuesto y que se lograrán materializar las 1500 expulsiones planificadas para el 2021. Sin embargo, el último revés que se vivió en Arica fue la sentencia de la Corte que declaró ilegal y desproporcionada la medida de expulsión contra 31 personas venezolanas, luego de que la Clínica Jurídica de UAH interpusiera un recurso de amparo en favor de ellos y en contra de la PDI.
Y es que, según Fabián Leonardo Molina, abogado de la UDP, ex integrante de la Comisión Interamericana de DDHH, estas expulsiones colectivas tienen varias dimensiones problemáticas. En primer lugar, “el principio en el Derecho Internacional es de No devolución, esto dice que si un migrante es acogido por un país (entró), no puede ser devuelto. Sobre todo, si viene de un país en el que se reconoce ampliamente la violación a los DDHH. Un país en el que si te quieres atender en un consultorio debes llevar tus propios utensilios o en el que el sueldo es de tres dólares y el arroz vale uno”. Por otra parte, “hay que ver cuando el delito está ligado derechamente con la condición de ser migrante, como, en este caso, el ingreso ilegal de estas personas”.
En tanto, Daniel Quinteros, experto en migración de la Clínica Jurídica de la UAP, agrega que uno de los factores más complejos es la amenaza de represalias que los migrantes, una vez que retornen, pueden sufrir. “Muchas personas cuando vuelven, ponen en riesgo su vida. En países como Venezuela, hay represión y paramilitarismo. Entonces, no se explica que el gobierno los devuelva.” Quinteros, que siguió el caso de Antonio y Rafaela de cerca, advierte: “Es demasiado el trauma y la situación de vulnerabilidad en la que ella se encuentra, fue demasiado el abuso”.
Ahora, relata Castellano, concentra sus fuerzas en sacar a su compañera de Venezuela lo más pronto posible. Por su parte, Rafaela Wielhemen sufre actualmente un estado de alteración profunda, por lo que no habla desde que fue esposada en Chile y, desde que, del brazo de un agente de la PDI, retornó sobre sus pasos los cinco mil kilómetros en los que, a los 51 años, arriesgó tu vida.