Lula dejó en claro, en la reciente cumbre del G-7 y en las instancias en que ha podido, que el sur global también existe y debe ser tomado en cuenta, y eso incluye Sudamérica. Precisamente en la necesidad de operacionalizar y empoderar a la subregión sudamericana, impulsar nuevos vientos cooperativos e integrativos, se ancla la convocatoria del presidente brasileño.
El presidente de Brasil, Lula da Silva, ha invitado a los presidentes sudamericanos a una cumbre este 30 de mayo con el objetivo de avanzar en la cooperación tras años de desencuentros y que dejaron prácticamente desaparecida a la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). “El encuentro tiene como objetivo promover un diálogo franco entre todos, destinado a identificar denominadores comunes, discutir perspectivas para la región y reactivar la agenda de cooperación sudamericana en áreas clave, como salud, cambio climático, defensa, combate a transnacionales ilícitas, corporaciones, infraestructura y energía, entre otros”, dice el comunicado.
En la región desde el Congreso Anfictiónico de Panamá (1826) han existido innumerables esfuerzos de cooperación e integración de mayor o menor visibilidad, extensión y duración, con mayor o menor éxito en el logro de objetivos específicos, en especial desde la segunda mitad del siglo XX, pero la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) marcó una inflexión/up grade en esta tendencia a partir de una concepción primordialmente geoestratégica, voluntad política, agendas compartidas y cierto realismo en función de la diversidad ideológica existente en ese momento y la imperiosa necesidad de dar respuesta a desafíos nuevos y complejos a través de un empoderamiento cooperativo de las capacidades regionales (fortalecimiento de la soberanía y la independencia de los Estados).
Sudamérica, en este sentido, estuvo dispuesta a asumir responsabilidades en la conformación del escenario internacional, de modo de dotar de gobernanza y paz a la globalización y ayudar a consagrar los llamados bienes públicos universales, objetivos que constituyen el principal desafío a solventar por el conjunto de la sociedad internacional democrática y progresista en el mundo actual del siglo XXI. Para ello, fijó como norte la edificación de un orden mundial más justo, más democrático, más libre, incluyente y transparente, donde todas las naciones se rijan por reglas claras e igualmente válidas. Era dotar de gobernanza a la globalización, lo que significaba politizar el proceso de mundialización y sustraerlo de las connotaciones que enfatizan únicamente su significación e implicancias para los mercados y la economía global, ignorando otras dimensiones tanto o más importantes, como la vida de las propias personas y sus necesidades, el medio ambiente.
Por lo mismo, y aunque parezca pretencioso, Unasur fue mucho más de lo que fue en el momento inaugural la empresa de integración regional europea (hoy Unión Europea) con sus acuerdos del carbón y el acero, dada su naturaleza genuinamente integral y que excedió largamente el común denominador de todos los procesos de integración históricos de la región desde el Congreso Anfictiónico de Panamá (1826), al ser un esquema de integración gradual y creciente que excedió los límites de lo estrictamente económico y se extendió hacia los más diversos campos de acción, en las esferas política, social, cultural, energética, medioambiental, de salud, defensa y seguridad internacional, entre otros, con sus 12 Consejos.
En 2018 y a pesar de sus enormes logros, Unasur completó 10 años en una profunda crisis (hoy se le llama organismo “zombi”). En ese período, 6 países anclados en la derecha (Ecuador, Perú, Colombia, Brasil, Argentina, Chile y Paraguay) y poco entusiasmados con expresiones fuera de lo económico, anunciaron la suspensión de la membresía en la institución, aprovechando un momento de disputa ideológica alrededor de la elección de un secretario general que sucediera al expresidente de Colombia, Ernesto Samper: con los límites que ponen las decisiones por consenso de su reglamento, los países del ALBA se opusieron al candidato mayoritario de Argentina, José Octavio Bordón. Quedaron, entonces, solo con Bolivia, Guyana, Perú, Surinam y Venezuela como Estados miembros.
La diplomacia presidencial, esa misma que sembró y cosechó tantos éxitos, es un mecanismo muy exitoso inaugurado en la década de los 80 y dinamizado en los 90 como un nuevo recurso para dirigir las negociaciones entre los presidentes nacionales en función de intereses compartidos, al situarla en un ámbito de confianza directa y ágil en la movilización de la voluntad política de los Estado para la resolución de diferendos y crisis, facilitación de agendas y acciones conjuntas e implementación de políticas de cooperación, y homologar visiones presentes y futuras.
Precisamente es en este marco y resuelto a ganar nuevamente protagonismo en la esfera internacional para el Brasil abandonado por expresidente Bolsonaro, que el presidente Lula dejó en claro, en la reciente cumbre del G-7 y en las instancias en que ha podido, que el sur global también existe y debe ser tomado en cuenta, y eso incluye Sudamérica. Precisamente en la necesidad de operacionalizar y empoderar a la subregión sudamericana, impulsar nuevos vientos cooperativas e integrativos, se ancla la convocatoria del presidente brasileño.
Con la reincorporación de Brasil y Argentina a Unasur recientemente (dos países con fisonomías de potencias regionales), surgieron también las expectativas de una posible resurrección de esta organización, sobre todo por el retorno en Brasil de Lula en presidencia, su principal impulsor original. Pero como ha dejado en claro el propio gobierno de Brasil, la idea no es tan ambiciosa como una cumbre Unasur y se ve más como una oportunidad para que los presidentes puedan conversar con tiempo y tranquilidad para tomarle el pulso a la región y al mundo. Una región que, además de perder peso mundial, perdió la dinámica integracionista no solo por factores ideológico-políticos, sino por sus propias debilidades y conflictos internos de gobernanza, ilegitimidad del sistema de partidos, de satisfacción de importantes e interpelativas demandas sociales, crisis económica, violencia delictual, crisis ambientales, etc. La América del Sur en este momento es muy distinta a la que le tocó vivir a Lula en sus gobiernos entre 2003 a 2010, una incluso que, con sus propias demandas internas, da poco margen para grandes promesas regionales por el momento.
Sin embargo, junto a ese espacio de diálogo común como mínimo y más allá de la diversidad ideológica e inestabilidades internas (Perú y Ecuador, por ejemplo), igual pereciera ser que el panorama regional tiene una mejor predisposición para la cooperación que hace un par de años; más allá de las divergencias ideológicas de los gobernantes, ha habido una suerte de convergencia general en la necesidad de agendas más o menos progresistas para enfrentar la mayoría de los problemas y desafíos que enfrentan en casa algunos de sus países. Esto se ha visto fortalecido también por la continuidad de los impactos de la pandemia en diversos planos (pobreza, inseguridad, desigualdad), de una guerra en Europa con pronóstico incierto para el conflicto mismo, con graves impactos y para toda la humanidad (carestías, inflación, carrera armamentista), un conflicto sistémico cada vez más abierto y global entre Estados Unidos y China y sus “aliados”, inestabilidades y conflictos en África, Oriente Medio y Asia, todo con un multilateralismo debilitado.
Frente a esas dinámicas globales donde las potencias buscan aliados y apoyo en foros y, por lo mismo, se abren posibilidades y márgenes de maniobra, sería muy importante para América del Sur coordinarse para mantener colectivamente cierta independencia frente a estos cambios y conflictos de dimensiones globales. Tal como lo expresó hace tiempo el maquiavélico y brillante Henry Kissinger en su libro Orden Mundial, en términos de que ante la incertidumbre, la complejidad y la dinámica de los acontecimientos y la debilidad del orden internacional, el nuevo equilibrio de poder mundial se basará en los poderes regionales, es decir, en países-continente (entre ellos, EE.UU., China, Rusia, India, y aliados) y en zonas/espacios que sean capaces de generar un Estado-región o una región-Estado (Unión Europea, por ejemplo). Por lo mismo, es fundamental e imprescindible contemplar y tener presente ese viejo postulado sobre el poder planteado hace ya tiempo por Johan Galtung, en relación con que la capacidad endógena y la autonomía es mucho más que una capacidad concreta del actor, es una disposición del mismo para la acción y construir su propio destino en este mundo global, incierto y complejo.
Desde ya la agenda de cooperación sudamericana en áreas clave, como salud, cambio climático, defensa, combate a transnacionales ilícitas, corporaciones, infraestructura y energía, entre otros, puestos en la convocatoria de invitación, esta reproduciendo inevitablemente la agenda de Unasur, simplemente porque los temas no han cambiado mucho.
Uno de los ámbitos históricos más sustantivos/significativos y poco difundidos, entre los avanzados por Unasur entre sus 12 Consejos, es el de la Seguridad y la Defensa. Hasta antes de expresiones como Unasur (particularmente el Consejo Sudamericano de Defensa – CDS de 2009) y de algunas expresiones subregionales, el sistema de seguridad y defensa regional que primó tuvo tres claves principales: a) la existencia de una amenaza externa real al estar anclado, primero, a la amenaza de las potencias coloniales; luego a la amenaza del Eje durante la Segunda Guerra Mundial; y, por último, al surgimiento de la Guerra Fría como el nuevo gran conflicto mundial; b) en este contexto de confrontación global, se hipotecó lo regional por lo hemisférico, siendo Estados Unidos el actor hegemónico y promotor indiscutido de las iniciativas de defensa y seguridad; y, c) se conformó el sistema a partir de cuatro instrumentos principales: la Junta Interamericana de Defensa (JID) de 1942; el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) de 1947; la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) de 1948; y, el Pacto de Bogotá de 1948.
El condicionante sistema de seguridad y defensa hemisférico se vio erosionado (interpelado) por una serie de hechos políticos, como el retorno de las democracias de la mayoría de los países de la región, la apertura a un mundo diverso y el fin de temas militares, como de las intervenciones de Estados Unidos en la región, la guerra de los 80 en Centroamérica y de la de la Guerra Fría, entre otros, junto a otras variables que han servido de causa para la conformación de una nueva mirada desde y “terminar”/limitar la satelización de la región en torno a EE.UU. en los ámbitos militares y políticos.
Estos procesos se refieren, primero, a una desconfianza histórica frente a Estados Unidos de parte del mundo regional. En segundo lugar, si bien los principales instrumentos del sistema de seguridad fueron relativamente eficientes para ordenar y sumar a los países de la región en la disputa estratégica con la ex Unión Soviética, los mismos se mostraron ineficaces e incoherentes frente a dilemas que tenían como actores prioritarios al propio EE.UU. o aliados con intereses estratégicos o de índole esencialmente subregional. Tercero, las diferencias y los espacios abandonados en las relaciones de la región con Estados Unidos, llevaron a los países sudamericanos a replantearse el tema de la seguridad y la defensa dentro de un proceso político-institucional propio y privilegiar preferentemente los espacios subregionales.
En lo que respecta a la defensa y la seguridad internacional, ambas áreas se encuentran representadas en el Consejo de Defensa Sudamericano (CDS), un proyecto instalado por primera vez en la agenda regional por Argentina en los 90 y que fue rechazado por Brasil sobre todo en el ámbito castrense brasileño, pero que fue repuesto posteriormente en el centro de la agenda regional justamente por el exministro de Defensa brasileño, Nelson Jobim, a principios de 2008. El CDS no “fue o es” una OTAN “suramericana”. como lo propuso en su momento Venezuela, sino una instancia de consulta, cooperación y coordinación. Podría sostenerse que el CDS se inscribe dentro de los esquemas de seguridad cooperativos, definidos como “sistemas de interacciones interestatales que, coordinando políticas gubernamentales, previenen y contienen las amenazas a los intereses nacionales y evitan que las percepciones que de estas tienen los diversos Estados se transformen en tensiones, crisis o abiertas confrontaciones”. Incluso, este tipo de iniciativas podrían llegar a convertirse en lo que se denomina “cooperación reforzada”, concepto desarrollado en la Unión Europea y que permite una cooperación más estrecha entre los países que deseasen profundizar una construcción común, respetando el marco institucional.
Este tipo de instancias más flexibles se diferencia de los “esquemas de seguridad colectivos” más rígidos, en los que prima “la ideología de los Estados que, particularmente dispuestos a atacar, pretenden establecer el principio de que un ataque contra ellos debe convertirse en una razón de preocupación para otros Estados” (un ataque a uno es ataque a todos). Por lo mismo, los objetivos generales declarados del CDS y cuyo punto de partida es la Declaración de Santiago (marzo 2009), son: a) consolidar a América del Sur como zona de paz (medidas de confianza, limitación del gasto militar, políticas tendientes a generar predisposiciones positivas y cooperación); b) construir una identidad sudamericana en materia de defensa, respetando las características subregionales y nacionales, buscando fortalecer la unidad de América Latina y el Caribe; y c) generar consensos para el fortalecimiento de la cooperación regional de los temas de defensa.
Asimismo, los objetivos específicos explicitados fueron: a) el análisis y debate de los elementos comunes que proporcionen una visión conjunta en materia de defensa; b) promover el intercambio de información y análisis, a nivel subregional e internacional, con el objetivo de identificar factores de riesgo que puedan amenazar un ambiente de paz; c) organizar posiciones conjuntas de los países de la región en foros multilaterales sobre defensa; d) proporcionar la construcción de visiones compartidas en materia de defensa, que auxilien en el diálogo y cooperación con otros países de América Latina y el Caribe; e) fortalecer la adopción de medidas de confianza entre los países; f) promover el intercambio y la cooperación en el ámbito de la industria de defensa; g) fomentar el intercambio de la formación y capacitación militar, además de promover la cooperación académica entre los centros de estudio de defensa; h) estimular y apoyar acciones humanitarias; i) compartir experiencias acerca de operaciones de mantenimiento de la paz de Naciones Unidas; j) intercambiar experiencias acerca de los procesos de modernización de los ministerios de Defensa y de las Fuerzas Armadas; y k) promover la incorporación de la perspectiva de género en el campo de la defensa.
Teniendo en cuenta de su finalidad, el CDS estuvo compuesto por los ministros de Defensa y las respectivas delegaciones de cada país miembro. Bajo ese formato se erige la Instancia Ejecutiva, la cual sesiona cada seis meses más las reuniones extraordinarias convocadas. Los grupos de trabajo se reunían de acuerdo a la planificación hasta la conclusión sus tareas y su presentación con recomendaciones a la Instancia Ejecutiva a través de la Presidencia pro tempore del Consejo. En este proceso se alcanzaron amplios consensos y productos en relación a: a) homologación de los gastos de defensa y medidas de confianza mutua; b) trabajo de compilación de datos de los inventarios militares (inventarios militares detallados); c) registro de gastos de defensa; d) ejercicios de prevención y respuesta ante desastres naturales en la región; f) agenda paz, mujer, seguridad y problemática de género en las FF.AA. (se realizo una encuesta regional al respecto y que sirvió para la formulación de políticas públicas); e) Curso Avanzado de Defensa Suramericano (CADSUL); f) ciberdefensa y ciberseguridad; g)fortalecimiento del concepto del derecho humanitario en la región por medio de la realización de seminarios anuales; h) operaciones de paz y la implementación de la resolución ONU N°1325 para la integración de la mujer en este tipo de operaciones; i) cooperación en la industria de defensa: ahí está el avión IA-73 UNASUR I.
Mención especial merece la creación del Centro de Estudios Estratégicos de Defensa y que materializó parte importante de estos logros, y cuyos objetivos fueron: a) contribuir, mediante el análisis permanente, a la identificación de desafíos, factores de riesgo y amenaza, oportunidades y escenarios relevantes para la defensa y la seguridad regional y mundial, tanto en el presente como en el mediano y largo plazo; b) promover la construcción de una visión compartida que posibilite el abordaje común en materia de defensa y seguridad regional, de los desafíos, factores de riesgo y amenaza, oportunidades y escenarios previamente identificados, según los principios y objetivos expuestos en el Tratado Constitutivo de la Unasur y en el Estatuto del CDS; y c) contribuir a la identificación de enfoques conceptuales y lineamientos básicos comunes que permitan la articulación de políticas en materia de defensa y seguridad regional.
La adopción de este tipo de estrategia de cooperación se vio afectada por la existencia de numerosas asimetrías entre los países miembros del CDS y sus diferencias ideológicas, más allá de homogeneidad de regímenes democráticos, y por situaciones coyunturales como la utilización de bases colombianas por parte de tropas estadounidenses, la reactivación de la IV Flota, la promulgación del White Paper del Comando de Movilidad Aérea de Estados Unidos y la emisión del documento “Desarrollo y Planificación Estratégica” del Comando Sur Norteamericano, la proyección estratégica de Brasil versus la cooperación mancomunada regional, entre otros.
Más allá de los gobiernos circunstanciales de derecha o anclados en ese “neoprogresismo”, para superar la pobreza en algunos casos o no caer en la trampa de los ingresos medios en otros, para dar gobernanza en medio de un nuevo contrato social con una ciudadanía impaciente que cuestiona el modelo de acumulación, como lo expresa Jorge Castañeda, en un artículo en el The New York Times titulado “Latinoamérica reclama igualdad y democracia”). Al final, y como dice Pedro Brieger, director de Nodal, la recuperación de Unasur no es un anacronismo sino un signo de madurez colectiva regional para integrar América Latina y el Caribe, con todas sus diferencias, y para poder vincularse con mayor solidez al resto del mundo.
Sea Unasur 2.0 u otras instancias, Sudamérica requiere potenciar sus capacidades a través de este activo estratégico llamado integración, para dar respuesta a los problemas y desafíos presentes como, por ejemplo, la debilidad democrático-institucional y no seguir militarizando la sociedad y la política.