Muchas personas discapacitadas son infantilizadas. Se les trata a menudo con condescendencia y se les habla como si fuéramos niños.
“Nunca seré madre”, grité mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas. Esto fue lo primero que le dije a mi neuropsicóloga y sería el tema de la siguiente hora.
No puedo creer que ya pasaron siete años desde que me diagnosticaron ataxia, una condición neurológica rara y debilitante que afecta la coordinación, el equilibrio y el habla. Siete años desde que todo mi mundo se puso patas para arriba.
Allí estaba yo, una chica cuyos sueños habían sido destrozados en una sola visita al hospital, una caparazón de niña afligida que, en ese mismo momento, se estaba cuestionando su mera existencia.
Y que se preguntaba cómo iba a cuidar a un niño… ¿A un bebé? ¿Quién iba a querer a una madre como yo ahora? Ahora que tenía una discapacidad.
La idea de no poder andar con mi hijo en brazos, correr con él en el parque, levantarlo cuando se cae, fue suficiente para destrozar mis sueños por completo. ¿Me verían como la madre aburrida o, peor aún, como una vergüenza?
No solo pensé que nunca sería mamá, sino que nadie querría formar una familia conmigo ahora.
Me siento afortunada de ser amada por mi pareja, Hasan, alguien tan amable, tan cariñoso y considerado; pero reconozco, y él me lo recuerda a menudo, que él también es bastante afortunado.
Irónicamente, mi discapacidad me ha convertido en la persona de la que se enamoró mi novio, la persona de la que, con suerte, nuestra hija -que nacerá en pocos días– también se enamorará.
No pienses que mi corazón no se rompe un poco cada vez que veo a una madre “normal” haciendo las cosas que siempre he anhelado hacer.
Que todavía no se me hace un nudo en la garganta cada vez que mis primos pequeños me piden que los recoja y no pueden entender por qué no puedo.
Que no estoy luchando contra las ganas de llorar cuando veo a alguien sosteniendo a un bebé mientras está de pie.
Pero estoy aprendiendo a aceptar las cosas como son y a centrarme en lo que seré capaz de hacer. Por ejemplo, tengo un andador para poder moverme con mi bebé con seguridad por la casa y mi cochecito será como un andador fuera de casa.
Los mimos y el vínculo físico tendrán lugar en el sofá o en una silla. El amor que siento ahora por mi hija -¡sí, es una niña!- me llena de confianza de que se sentirá absolutamente adorada cada segundo de cada día.
He aprendido a ignorar los comentarios inútiles que me han hecho en los últimos años, “pero ¿cómo te las arreglarás?”, “necesitarás mucha ayuda, ¿lo sabes, ¿verdad?”.
Siempre soñé con ser madre, formar una familia, correr con mi pequeño miniyo. En parte mi propio sueño, en parte el de la sociedad.
La sociedad ejerce mucha presión sobre las mujeres. No me refiero solo a lo que siempre escuchamos, sino a la presión de ser madre y una madre perfecta. Ese es nuestro papel, ¿verdad?
No voy a mentir, he cometido el error de alimentar esta ideología, de preguntarle a alguien si quiere tener hijos.
Miro hacia atrás y me avergüenzo de lo insensible que es esa pregunta. Tal vez no puedan, tal vez hayan perdido un hijo o tal vez simplemente no quieran.
Y eso no era asunto mío.
Desde pequeña siempre me han dicho que sería una gran madre, así que siempre lo he aceptado. Nunca lo cuestioné, ni lo dudé. Me encantan los niños, así que, por supuesto sería madre. Nací para serlo.
Desde que me diagnosticaron seguí con esta narrativa sin detenerme a preguntarme ‘pero ¿es esto lo que realmente quiero?’. Eso fue hasta principios de este año.
¿Quería ser una mamá con una discapacidad? ¿Era justo para mí o para el bebé? ¿Me juzgaría la sociedad?
Fuerte, capaz, físicamente capaz; me lavaron el cerebro para que me centrara en las cosas que no podía hacer en lugar de en la abundancia de cosas que sí podía.
“Prefiero que mi hija me recuerde como cariñosa y comprensiva, más que por si puedo o no correr con ella por mi discapacidad”.
Muchas personas discapacitadas son infantilizadas. Se nos trata a menudo con condescendencia y se nos habla como si fuéramos niños.
Con frecuencia se nos considera menos capaces debido a nuestra discapacidad, y nos aplauden cada vez que logramos algo que nuestros compañeros sin discapacidades pueden hacer.
A los adultos discapacitados se les puede hacer sentir que no pertenecemos al mundo de los adultos.
A veces, la noticia de que yo, una persona discapacitada, estoy embarazada, causa sorpresa. ¿Cómo puede ser? Observar las expresiones faciales de las personas cuando lo digo se ha convertido en un nuevo pasatiempo.
Sin embargo, también creo que estar embarazada ha hecho que la gente me vea desde otra perspectiva.
Cuando transmito con convicción cómo planeo cuidar a mi hija, me siento empoderada. Me gusta decírselo a cualquiera que me escuche porque siento que me da más credibilidad como adulto.
Espero que esto continúe con la maternidad.
Tal vez confío en que la maternidad me legitime de alguna manera.
Solo espero que no me den una pegatina y me digan que soy una inspiración por dar a luz.