Comunidades en California y Puerto Rico rechazan el monopolio de la energía privada y buscan devolvérsela a la gente.
Una mañana fría en el bosque en Cazadero, California, Nikola Alexandre carga nafta en su generador Predator 2000. Prende el botón y tira de la cuerda. El generador comienza a hacer un ruido que se establece rápidamente en un zumbido.
“Nuestra conexión con el mundo exterior es por satélite: si no hay electricidad, no hay internet”, explica Alexandre. Él y otros miembros del Shelterwood Collective se quedaron sin electricidad durante dos semanas a principios de 2023, cuando las tormentas azotaron California. “Poníamos en marcha el generador dos o tres horas al día para comunicarnos con el mundo exterior y que la gente supiera que estábamos bien”.
“Bromeamos diciendo que fue la peor-mejor tormenta de nuestras vidas. Los desastres sólo van a empeorar, pero nuestra autonomía y capacidad de respuesta sólo van a mejorar”, afirma Alexandre. “Esperamos que, a medida que construyamos esta microrred, no dependamos tanto de Pacific Gas and Electric (PG&E), en verano, cuando cortan la luz por los incendios, ni en invierno, cuando los árboles caen sobre las líneas eléctricas. Pasaremos de ser una comunidad vulnerable a una más independiente y soberana en la forma de producir y utilizar nuestra energía”.
Shelterwood Collective es un colectivo indígena, negro y queer de protectores de la tierra y defensores culturales que administra 364.218 hectáreas de bosque en el norte de California. Forma parte de un creciente número de organizaciones y localidades que intentan quitarles el control de su futuro energético a empresas gigantescas, sucias y peligrosas como PG&E, la mayor empresa de servicios públicos de Estados Unidos, y poner las decisiones sobre la producción, distribución y uso de la energía en manos de las comunidades más afectadas. Para Shelterwood y otros, una forma de hacerlo es construyendo microrredes solares gestionadas por la comunidad.
PG&E es propiedad de sus inversores. Presta servicio a unos 16 millones de personas a lo largo de 181.300 kilómetros cuadrados en el centro y norte de California. Como entidad privada con fines lucrativos, cuyos accionistas tienen garantizada una tasa específica de rendimiento de la inversión, PG&E suele renunciar a gastar en medidas esenciales para proteger la salud humana y del ecosistema. Esto ha provocado incendios forestales catastróficos, explosiones mortales, cortes de electricidad a millones de personas, una escalada de los precios, la expansión de proyectos de energía sucia y una vehemente oposición al movimiento de ir hacia energías renovables controladas por las comunidades, que cada vez es más popular.
Sus consecuencias han sido especialmente devastadoras para las comunidades indígenas, negras y marrones, discapacitadas, ancianas, pobres, trabajadoras y rurales.
En 2010, la negligencia de PG&E provocó una explosión en San Bruno, California, que abrió un agujero en una gran ciudad y mató a ocho personas. En 2018, la red eléctrica en ruinas de PG&E provocó un incendio que arrasó Paradise, también en California, matando a 85 personas y quemando 14.000 hogares. Año tras año, los megaincendios masivos ―los incendios de Dixie, Tubbs, Zogg y Mosquito, cada uno de los 10 incendios más importantes de la historia de California― han sido causados por PG&E, o PG&E ha estado en el centro de las investigaciones y los acuerdos que rodean los incendios. La empresa ha admitido cierta culpabilidad, hay investigaciones en curso, se han llegado a acuerdos sin admisión de culpabilidad y el reloj sigue corriendo en algunos procedimientos judiciales.
La empresa ha recuperado sus pérdidas de estos incendios aumentando los gastos de los contribuyentes, que ya pagan unas de las tarifas más altas del país. Además, en lugar de llevar a cabo las reparaciones de infraestructuras pendientes desde hace tiempo para minimizar los incendios forestales, PG&E ha tratado de limitar su responsabilidad en futuros incendios mediante la institución de apagones durante la temporada de incendios forestales, dejando a millones de personas en todo el estado sin electricidad, con poca planificación para proteger a las comunidades que dependen de la energía para vivir.
Acceder a un servicio ininterrumpido es especialmente importante para personas con discapacidades.
“Esta semana en la bahía hay personas mayores y con discapacidades con problemas para respirar, moverse, comer y mantenerse vivas”, dijo la activista con discapacidad ya fallecida Stacey Park Milbern en una marcha en la puerta de PG&E durante un apagón en 2019. “Un amigo está sin nebulizarse, una vecina no tiene dónde poner la insulina, otra está encerrada en la casa porque requiere de electricidad para abrir su garage”, enumeró. “Hay gente tirando comida sin saber cuándo van a tener dinero para volver a comprarla, hay gente ciega cruzando la calle sin señales audibles, hay gente manejándose en lenguaje de señas sin luz, algo muy difícil”.
“Requiero equipo médico de soporte vital,” siguió. “Por 16 horas al día. Mi médico completó un extenso papeleo explicando a PG&E por qué necesito de energía para vivir. Cuando llamé a PG&E estuve en espera durante dos horas. No había recibido ningún aviso de PG&E pero mi casa aparecía en cuatro mapas diferentes como sin suministro eléctrico. Mi vida no importa para ellos”.
A pesar de estar abandonados por PG&E durante los incendios forestales y los cortes de electricidad programados, los activistas con discapacidad formaron redes de ayuda mutua para sobrevivir: fabricaron filtros para ventiladores, distribuyeron máscaras KN95, consiguieron generadores y hielo y contrataron habitaciones de hotel para quienes necesitaban electricidad.
Aunque las consecuencias son especialmente duras para las personas con discapacidad, que durante mucho tiempo han sido marginadas en las conversaciones sobre política energética, las comunidades de todo el mundo están reconociendo que si necesitamos energía para vivir, esa energía no puede estar controlada por una empresa monopolística con ánimo de lucro.
Por el contrario, las decisiones sobre la producción, distribución y uso de la energía deben ser tomadas por las personas que más se juegan en ellas.
La democracia energética es la lucha para que la energía deje de ser un recurso centralizado y mercantilizado por las empresas y se convierta en un recurso compartido, descentralizado y democratizado, resistente y redundante, en consonancia con la salud de los ecosistemas locales y que satisfaga las necesidades de los trabajadores y las comunidades. Es un pilar clave de una plataforma de transición justa más amplia.
“Todo el mundo teme que una empresa de Wall Street pulse un botón rojo para apagar o encender la luz”, afirma Pete Woiwode, codirector de la campaña Reclaim Our Power: Campaña por la Justicia en los Servicios Públicos.
“¿Qué pasaría si las personas que toman las decisiones fueran las que son más vulnerables en estos escenarios? La energía puede ser un proceso mediante el cual pongamos fin a generaciones de horribles injusticias y situemos nuestras vidas, medios de subsistencia y ecosistemas en el centro”.
Cada vez más exasperados con las empresas de servicios públicos, los sobrevivientes de incendios, las comunidades de justicia medioambiental y las personas con discapacidad crearon Reclaim Our Power para organizarse en favor de las energías renovables, la propiedad pública y el control comunitario.
Han pedido en repetidas ocasiones al gobernador de California Gavin Newsom que denegara el certificado de seguridad de PG&E, o lo que los defensores han denominado la “licencia para quemar” de PG&E. La organización hermana de Reclaim Our Power ―Local Clean Energy Alliance― fue esencial en la creación de agencias de energía de elección comunitaria en todo el estado, que pusieron la decisión sobre dónde adquirir energía en manos de las comunidades locales.
Mientras Reclaim Our Power trata de despojar a PG&E de su control sobre la energía en California, la coalición está plantando las semillas del futuro energético apoyando a un grupo de comunidades locales en el diseño y construcción de sus propias microrredes solares. La idea es sencilla: para controlar eficazmente el sistema energético, la gente necesita practicar.
Este grupo incluye a inmigrantes afectados por los incendios en el condado de Sonoma, estudiantes negros de secundaria en East Oakland, ancianos inmigrantes en Oakland Chinatown y personas queer y trans de color que actúan como administradores de la tierra en Shelterwood. Hasta ahora, 10 organizaciones han aprendido sobre el sistema energético, sus propias necesidades de consumo y la tecnología emergente.
Para algunos en este grupo, como los miembros de Shelterwood, controlar su energía es fundamental.
“Shelterwood pone en el centro a las personas queer y trans en la ecología. Significa mucho, sobre todo en una comunidad en la que se nos margina o se nos obliga a ir a las ciudades para protegernos”, dice Layel Camargo, cofundadora y codirectora ejecutiva de Shelterwood, y organizadora y trabajadora cultural trans indígena (yaqui y mayo del desierto de Sonora). “Le estamos devolviendo la tierra a nuestra gente”.
Pero Shelterwood está en el corazón de la zona de incendios forestales del norte de California, explica Camargo. Cuando hace calor y viento, PG&E corta la luz sin avisar. Esto es un problema para Shelterwood, que se encuentra fuera del servicio de telefonía móvil y depende de la electricidad para alimentar los teléfonos por satélite. Shelterwood también depende de la electricidad para su alojamiento, cocina, centro de retiros, teléfonos, luces, internet, vehículos eléctricos y herramientas eléctricas.
“Las comunidades rurales están realmente en manos de estas compañías energéticas monopolizadas. En caso de emergencia, sin electricidad, no podríamos llamar al 911. No habría forma de obtener información sobre una evacuación”, dice Camargo. “La mejor manera de sobrevivir aquí fuera, y de mantenernos ecológicamente alineados, es tener el mayor control posible de nuestros servicios públicos”.
Para Shelterwood, construir su propia microrred no es sólo práctico, sino también político.
“Cuando me enteré de las acusaciones por homicidio involuntario contra PG&E tras los incendios, sentí que mi responsabilidad era depender lo menos posible de una empresa cuyos valores no están alineados con los míos”, dice Camargo.
Además de la energía solar, Shelterwood está instalando una microrred hidroeléctrica. Se utilizará en invierno, cuando el sol es menos abundante pero el agua fluye por los arroyos, riachuelos y barrancos de sus tierras, a veces hasta 94.64 litros por minuto.
California no es el único lugar que está construyendo microrredes como parte de un nuevo futuro energético. Puerto Rico ha importado tradicionalmente la mayor parte de su energía, lo que significa que es más intensiva en combustibles fósiles y más cara. Importar energía también hace que el archipiélago sea más vulnerable a la escasez y los cortes de energía en tiempos de desastre.
Cuando el huracán María azotó Puerto Rico en septiembre de 2017 dejó sin electricidad a la mayor parte de la isla. La localidad de Adjuntas fue una de las últimas a las que llegó la FEMA (Agencia Federal de Gestión de Emergencias), un mes después del paso del huracán.
Antes de la tormenta, los 45 paneles solares de Casa Pueblo, un centro comunitario de Adjuntas, parecían una rareza. Pero de repente, sin electricidad en la isla, Casa Pueblo se convirtió instantáneamente en un “oasis energético”. Llegaron personas de toda la isla para almacenar medicamentos refrigerados, enchufar sus equipos respiratorios y cargar sus teléfonos móviles.
Casa Pueblo distribuyó 14.000 linternas solares a los residentes, reduciendo el riesgo de incendio por la luz de las velas y la vulnerabilidad de los ancianos. Equipó 10 hogares con energía extra para diálisis y pequeños frigoríficos para insulina y antibióticos.
Con su energía solar instalaron un teléfono público por satélite, y la gente hizo fila para ponerse en contacto con sus familiares. También grabaron mensajes de un minuto para que los residentes los transmitieran desde su emisora de radio solar.
Tras el huracán, Casa Pueblo construyó la primera microrred comunitaria de la isla. Equipó con energía solar otras 150 viviendas, instaló 50 frigoríficos de tamaño normal en viviendas alimentadas con energía solar y suministró energía a una barbería, dos ferreterías, un centro agrícola, dos residencias de ancianos, el parque de bomberos, un restaurante, una pizzería, cinco mini mercados, un cine solar, la torre de transmisión de la emisora de radio, la escuela primaria y una farmacia, entre otros.
“Todo el mundo tiene derecho a la energía, no sólo los que pueden pagar o financiarla”, afirma Arturo Massol Deyá, director ejecutivo de Casa Pueblo.
Para estos hogares y empresas, la energía solar solía ser la fuente de energía de reserva. Ahora, la principal empresa privada de servicios públicos de Puerto Rico, PREPA (Autoridad de Energía Eléctrica de Puerto Rico), es el respaldo. Las facturas de energía de los usuarios de energía solar de Adjuntas han bajado de 85 dólares al mes con PREPA (combustibles fósiles) a 5 dólares al mes con energía solar. Casa Pueblo trabaja ahora para llevar a Adjuntas baterías de coche usadas de “segunda vida” que sirvan de almacenamiento solar.
“La energía es la capacidad de hacer trabajo. No disfrutamos de la riqueza obtenida de nuestro trabajo. Una forma de descolonizar Puerto Rico es en términos prácticos: crear independencia energética. Podemos ser productores, no consumidores. No necesitamos carbón ni gas. Tenemos sol y viento”, dice Massol Deyá. “Estamos llamando a una insurrección energética. No vamos a esperar al Gobierno. Vamos a desenchufarnos nosotros mismos”.
La “insurrección energética” de Puerto Rico es una inspiración para muchos activistas estadounidenses de la democracia energética, pero especialmente para Selena Feliciano, puertorriqueña y coordinadora nacional de campañas del Proyecto Democracia Energética.
“Tengo raíces taínas [los pueblos indígenas de Puerto Rico] en mi familia. El indigenismo entiende que la energía no son los cables, ni la tecnología. Es el sol. Es lo que nos conecta y nos mantiene en marcha. Sólo en los últimos 150 años hemos equiparado energía con infraestructura”, dice Feliciano. “El pueblo de Puerto Rico se ha mantenido firme en honrar la tradición de la energía más allá de la tecnología, y como base de la resistencia”.
El Proyecto Democracia Energética es una colaboración de 40 organizaciones de Estados Unidos para impulsar la democracia energética. Sus miembros se encuentran desde Alaska hasta San Juan de Puerto Rico, y desde Jackson (Misisipi) hasta el sur del Golfo.
Será necesario un cambio político a escala estatal para desmantelar las empresas privadas de servicios públicos como PG&E y para impulsar una transición energética definitiva. Hasta llegar a ese punto las microrredes como las de Shelterwood y Casa Pueblo aportan mejoras concretas en la vida de las personas, fomentan la familiaridad con la tecnología, llevan el debate a los hogares, permiten practicar el autogobierno in situ y despiertan la imaginación política sobre un futuro energético más allá de las empresas privadas de servicios públicos.
“La democracia energética depende de la toma de decisiones de la comunidad, pero si esta no conoce la tecnología disponible o no sabe que una alternativa es posible, es difícil organizarse en torno a ella”, añade Feliciano. “Por eso son tan importantes estos primeros pasos: que la gente experimente por sí misma estas posibles configuraciones y soluciones”.
“Las microrredes apuntan a hacer las cosas de otra manera. Crea una opción real entre PG&E y esta otra cosa que hemos construido. Es un mundo por el que la gente puede luchar, y está a nuestro alcance”, afirma Woiwode. “Sin embargo, ninguna tecnología, microrredes incluidas, es la respuesta a la verdadera democracia energética. Si un campus de Google, una refinería de Chevron y una cárcel utilizaran tecnología de microrredes, pero lo hicieran de forma que no perturbara activamente la estructura racista, extractiva y antidemocrática de nuestro sistema actual, no estaríamos más cerca del futuro energético que todos necesitamos”.
Una transición justa en el sector energético no es una mera cuestión de tecnología ―sustituir el carbón, el gas “natural” o la energía nuclear por energía solar, eólica o hidroeléctrica―, sino más bien una lucha política sobre quién gobierna las decisiones acerca de los recursos necesarios para alimentar nuestras vidas. Como el doble sentido del nombre de Reclaim Our Power, no se trata sólo de energía eléctrica, sino también de poder político.
“No se trata sólo de los postes, los cables y la tecnología. Se trata de los puntos de decisión en la vida de la gente”, dice Woiwode.
Según los activistas de la democracia energética, lo que define la democracia energética es la lucha colectiva contra esos puntos de decisión. Desenchufarnos, como pide Massol Deyá, no significa que todos actuemos como individuos. Más bien, son las relaciones entre microrredes las que hacen que el sistema sea resistente y redundante. La descentralización sin democratización sólo exacerbaría las desigualdades existentes.
“Nuestra visión no es que todo el mundo agarre sus cosas y se vaya a casa a unidades autónomas de distribución de energía. La soberanía energética no significa salirse, esfumarse, y que los blancos ricos desaparezcan del sistema. Tiene que haber un tejido conectivo”, afirma Woiwode. “Lo que queremos es un mosaico de comunidades interconectadas, como el bosque”.
El movimiento por la justicia energética no pretende simplemente reformar la actual estructura de gobierno de nuestro sistema energético, que es propiedad de los accionistas. No es un llamamiento a una PG&E o PREPA más amable, más gentil y ligeramente menos mortífera. Es más bien un reconocimiento de cómo la privatización y el cercamiento de la energía nos han alejado de los ciclos regenerativos de la Tierra. Es una invitación a restablecer nuestra relación con la energía y con los demás. Es un recordatorio de que hay energía suficiente para todos cuando podemos tener una relación reflexiva y receptiva con el lugar y los sistemas vivos de la Tierra. Es una corrección del rumbo que devuelve la gobernanza al nivel de mayor impacto, de modo que las decisiones no las tomen unos pocos hombres con MBA, escondidos en oficinas corporativas, sino las personas de las comunidades cuyas vidas se ven más afectadas por las decisiones difíciles en tiempos precarios. Es una oportunidad para practicar el autogobierno radical de pueblo a pueblo.
Como aprendieron trágicamente los residentes de Lahaina, Maui, el pasado agosto: cuando se intensifican los desastres climáticos se revelan aún más las fallas y fracturas de nuestro actual sistema energético que quema combustibles fósiles en un lugar y transmite esa energía a través de grandes extensiones de tierra. Pero los activistas de base están construyendo sobre el terreno modelos del tipo de sistemas energéticos renovables, asequibles, interconectados y gobernados por la comunidad que necesita la democracia energética.
BROOKE ANDERSON es una fotógrafa y fotoperiodista independiente que vive en pueblo Ohlone, en Oakland, CA. Su trabajo más reciente se puede encontrar en YES! Magazine, Teen Vogue y En estos tiempos. Cubre movimientos sociales por la justicia climática y el poder de los trabajadores. Es una orgullosa miembro del Gremio de Trabajadores de Medios del Pacífico, CWA 39521, AFL-CIO.
Este reportaje se realizó en el marco de una beca de reportaje sobre Transición Justa del Proyecto de Justicia y Ecología de Movement Generation.
Esta historia fue publicada originalmente en Yes Magazine (EE.UU.) y es republicada dentro del Programa de la Red de Periodismo Humano, Edición 2024, que cuenta con el apoyo del ICFJ, International Center for Journalists.