Paleontólogos y veterinarios diseccionan una asombrosa réplica a tamaño natural de un T. Rex con todos sus órganos internos, para un especial de National Geographic Channel.
Acerqué cautelosamente la cabeza a las fauces de la bestia. El gigantesco tiranosaurio parecía dormido. La boca entreabierta mostraba una colección de enormes dientes curvos. Las poderosas mandíbulas eran capaces de aplicar una fuerza igual a las de seis cocodrilos marinos australianos, un mordisco susceptible de arrancar de una vez 225 kilos de carne, equivalentes a 1.000 hamburguesas. Si un bicho así podía engullir medio hadrosaurio de un bocado, qué no haría conmigo. Me asomé a la boca tremenda y oscura para aspirar el pesado aliento del T. Rex y el excitante aroma del Cretácico: olía a pintura fresca y a plástico.
La extraordinaria aventura de verme cara a cara con un tiranosaurio, que no es algo que en el periodismo actual te suceda cada día, comenzó cuando descolgué el teléfono y una voz me preguntó: “¿Te apetecería asistir a la autopsia de un dinosaurio”. Dado que en mi horizonte profesional lo más apasionante es la próxima edición del Sónar, me quedé sin habla. Eso sí que es un evento y no la Semana Catalana del Libro, me dije. Resultó que no era una broma. Es sabido que hablando de manera estricta no se le puede hacer una autopsia a un dinosaurio por la sencilla razón de que todo lo que nos queda de ellos, pasados 65 millones de años de su definitiva despedida, son restos fosilizados, para hablar en plata: petrificados. Se han hallado algunas momias de dinosaurios –como la del subadulto Brachylophosaurus canadensis (un hadrosaurio de Montana), denominado familiarmente Leonardo– que conservaban indicios de la piel o de órganos internos, pero que no son menos de piedra. ¿De dónde había salido pues un dinosaurio fresco, y nada menos que el más emblemático, la quintaesencia del dinosaurio, un Tyrannosaurus rex, al que se pudiera diseccionar como a un animal recién muerto en la carretera?
“En realidad, lo hemos construido nosotros”, me explicaron los responsables de uno de los proyectos más sensacionales y seguramente más extravagantes de National Geographic, que coincide y no por casualidad con el próximo estreno el 12 de junio de la nueva película de dinosaurios de Spielberg, Jurassic World –con la isla Nublar 20 años después convertida en parque temático–. Mucho han cambiado las cosas en la casa de los exploradores y la centenaria revista amarilla para que acometan planes semejantes, pero, en fin, también parecía raro en su momento lo del batiscafo. Lo que han hecho es crear, uniendo conocimientos paleontológicos y técnicas de efectos especiales, una réplica exacta de un tiranosaurio, una reconstrucción anatómicamente completa, a tamaño natural, con piel y huesos y, lo más extraordinario, ¡entero por dentro!, con carne, músculos, órganos, incluidos los reproductores, vísceras y sangre, muchísima sangre, cientos de litros. La dino-frankensteiniana idea ha sido colocar el bicho como si estuviera recién muerto y abrirlo ante las cámaras de National Geographic Channel (NGC) en un programa muy (pero que muy) especial de dos horas para ir desvelando y analizando todo su contenido. Al tiempo se proporciona toda la información disponible en la actualidad sobre esos supercarnívoros. La operación de trinchar al T. Rex, por así decirlo, ha recaído en un equipo de paleontólogos con un cirujano veterinario al frente. Es difícil decir si T. Rex Autopsy (que se emite el próximo domingo, 7 de junio) es una asombrosa genialidad o una locura. Sea como sea, la cosa ha costado un montón enorme de dinero.
El montaje del tiranosaurio, la autopsia y su rodaje se realizaban en una nave de los famosos estudios de cine Pinewood –donde se han filmado, entre otras muchísimas películas, las de James Bond–, a unos 50 kilómetros de Londres. Además de las facilidades técnicas y el espacio (hace falta mucho para un tiranosaurio), los estudios permiten guardar el secreto de la producción. Partimos hacia allí en autocar desde la capital un puñado de asombrados periodistas de todo el mundo. Sentado junto a una colega turca, la inevitable pregunta para trabar conversación era: “¿Es tu primera autopsia de dinosaurio?”. Resultó tan efectivo como el más tradicional “¿estudias o trabajas?”. En todo caso, las conversaciones en el vehículo cesaron por completo al acercarnos a los estudios, en una zona campestre, y pasar el autocar por un estrecho sendero flanqueado por acebos y zarzas: el ruido de arañazos en la carrocería fue para poner los pelos de punta a cualquiera, dado el motivo de nuestra visita. El biólogo estadounidense John Hutchinson, profesor de biomecánica evolutiva en el Real Colegio Veterinario de la Universidad de Londres, asesor del proyecto y que lleva 20 años estudiando los tiranosaurios, subrayó en el trayecto que el animal de la autopsia, “100% preciso desde el punto de vista paleontológico”, está basado en Sue, el T. Rex más completo y famoso que se conoce.
Sue, recordarán, es una hembra de tiranosaurio hallada en 1990 en las Badlands de Dakota del Sur. Hasta su descubrimiento, el mejor espécimen que se conocía no estaba completo más del 50%. Peter Larson, el hombre que la excavó, le puso el nombre de Sue por la colega –y examante– que le acompañaba, Susan Hendrickson, y que fue la que vio la primera vértebra del fósil. Resultó que el esqueleto estaba completo al 90% y que era el más grande y mejor preservado hallado jamás de un tiranosaurio. La historia de Sue prosigue por caminos menos edificantes que incluyen diferentes reclamaciones del T. Rex, incluida la del Consejo Tribal Sioux, largos pleitos y querellas por la propiedad y hasta una pena de cárcel para Larson y la intervención de la Guardia Nacional para confiscar el animal. Finalmente Sue fue vendida en Sotheby’s por 8,3 millones de dólares (7,5 millones de euros) y comprada por el Museo de Historia Natural de Chicago. Como se puede imaginar, la búsqueda de tiranosaurios se ha convertido en un gran pasatiempo para muchos (véase al respecto el simpatiquísimo libro Boneheads, my Search for T. Rex, de Richard Polsky, 2011).
En el ínterin llegamos a los estudios Pinewood, cuyas medidas de seguridad, aunque en realidad concebidas para impedir miradas extrañas sobre los rodajes, producían la perturbadora sensación de estar ahí para que no escapara el tiranosaurio. Tras atravesar controles y unas gruesas puertas antiincendios, accedimos a un plató enorme con aspecto de Área 51. Allí, bajo focos colgados del alto techo y en trípodes, estaba el T. Rex, epítome de todo lo que es verdaderamente salvaje. La sensación de realidad era total. El animal, de 12 metros de largo, yacía sobre su costado derecho en una gran plataforma metálica baja, con una garra trasera suspendida en el aire y que parecía agitarse aún trémulamente. Un letrero rezaba: “Por favor, no toque al tiranosaurio”.
Nos acercamos con precaución. La piel del animal era de color verdoso amarillento con pigmentación rojiza en algunos lugares. Tenía los párpados entrecerrados, pero uno podía imaginar que los abría para mirarte con unos ojillos fríos, salvajes y malvados. Un manto de una especie de pelos que le daban un aspecto como de mal afeitado cubría su dorso. “Son plumas prehistóricas, filamentos precursores, dinovello”, explicó Hutchinson; “las hemos imitado con cañones de plumas de ave, le hemos colocado 20.000, ahora parece claro que los tiranosaurios tenían una capa, aunque no era muy densa”. “Es el mejor intento que se ha hecho nunca para representar a un T. Rex”, continuó visiblemente satisfecho el biólogo señalando hacia el animal tendido con un gesto amplio que llevó su mano peligrosamente cerca de la boca. Se ha consultado a muchos científicos expertos en los diferentes aspectos del animal –reproducción, locomoción, alimentación– y el resultado es que el tiranosaurio de National Geographic “es el mejor consenso jamás logrado sobre el T. Rex”. Eso en el ámbito científico, pero también es una maravilla de los efectos especiales y el diseño artístico. Lo han construido medio centenar de artesanos trabajando durante cinco meses.
“Observen, un diente roto”, prosiguió el estudioso, “los dientes se reemplazaban continuamente, como los de los cocodrilos. Vean también en la cabeza las cicatrices, resultado de la lucha con otros tiranosaurios. El mayor enemigo de un T. Rex era otro T. Rex, se mordían en la cara, y parece que había canibalismo”. Alguien apuntó que las manos son muy pequeñitas y cortas, inútiles. “No las necesitaba, lo hacía todo con la boca, como los cocodrilos”. Saqué a colación la teoría de que los bracitos servían para aferrarse las parejas de tiranosaurios en la cópula, que debía ser cosa de verse, y la colega turca me miró raro, aunque la hipótesis la propuso en 1906 el prestigioso Osborn. En un descuido de los anfitriones apoyé la mano en el vientre del dinosaurio: la piel, con tacto como de sapo, cedió levemente produciendo una impresión estremecedora de realismo. “En realidad está hecho de resina de plástico con piel de látex”. Disimuladamente miré entre las piernas del animal: no se veía nada, pero es que los dinosaurios no tenían genitales externos. Ningún tiranosaurio iba por ahí con nada bamboleante. Así que para saber si eran machos o hembras tendrías que haberles metido la mano en la cloaca y palpar. Y no digo más. No es el menor de los misterios de los dinosaurios el cómo lo hacían. Como dice Brian Switek en el iluminador Mi querido Brontosaurus (Ariel, 2014), “los hábitos de apareamiento de los estegosaurios desafían a la imaginación”.
“Mañana, mientras filman, veremos cómo lo abren”, indicó con satisfacción no exenta de morbo el productor ejecutivo del programa de National Geographic Channel, Ed Sayer, verdadera alma del asunto. “Habrá muchas sorpresas”. Una de ellas será que la tiranosauria estaba preñada y que murió con un huevo con embrión en el oviducto. Otra, lo que ingirió en su última comida. La disección será un acto de aúpa. “El relleno es muy realista y se ha creado un efecto de olor, para que brote como los gases de un animal real al abrirlo”, explicó Sayer. ¿Y a qué huele un tiranosaurio? “Hemos hecho un cóctel químico, pero básicamente a carne podrida”. ¿No es una pena crear ese magnífico animal para luego destriparlo? “Resulta un poco triste pero es inevitable, ha sido hecho para eso”.
El T. Rex de National Geographic no tiene una historia detrás para apoyar su existencia. “Si la hubiéramos inventado, la gente se podría confundir, como sucedió con el falso documental sobre las sirenas de Animal Planet, no queremos caer en los mismos errores. Y tenderían a no creer tampoco la parte científica del programa”. No obstante, la autopsia de este CSI cretácico requiere encontrar una causa de la muerte y los paleontólogos han imaginado que el deceso del tiranosaurio fue por una mala caída. “Para un animal de esta envergadura, caerse era un peligro mortal”, apuntó Hutchinson. “Se rompió el cuello”.
No se ha podido evitar darle un nombre al T. Rex: Edwina, reveló Ed Sayer sonrojándose. “Aunque de hecho es una copia exacta de Sue”.
El tiranosaurio de National Geographic incorpora todas las últimas teorías acerca de esos carnívoros. “Era un superdepredador y al mismo tiempo un carroñero oportunista”, detalló Hutchinson. “Era muy rápido y, en contra de las viejas concepciones que lo imaginaban muy vertical y estático, corría adoptando una posición muy horizontal, hasta a 40 kilómetros por hora, apoyándose en sus robustas piernas”. Y no era ningún bruto descerebrado.
Para probar el efecto del tiranosaurio, sus creadores organizaron una visita con niños –que, es bien sabido, son los mejores conocedores de los dinosaurios–. Las reacciones fueron muy alentadoras: todos quedaron alelados y algunos rompieron a llorar de miedo.
Al regresar a Londres le pedí al biólogo que me aclarara algunas cosas de los tiranosaurios: Sue es el más grande que se conoce, pero eso no quiere decir que no existieran mayores que ella, probablemente hasta un 20% más grandes. En total se han encontrado unos cincuenta ejemplares de tiranosaurio, pero pueden aparecer otros en cualquier momento. Se escogió para el programa un T. Rex porque es un dinosaurio muy bien conocido por los científicos, el mejor estudiado, y por su popularidad entre el público. Se hizo famoso muy pronto y es de los dinosaurios que más han aparecido en el cine. Le rodea la aureola de rey de los carnívoros, supersaurio terrible. “Es la celebridad de los dinosaurios, no hay duda”, sintetizó Hutchinson, “y el nombre… ¡no lo hay mejor!”. El estudioso, que me explicó que la primera palabra de su hija fue precisamente “tiranosaurio”, dijo que, pese a que Jurassic World y T. Rex Autopsy coincidan en el tiempo, “son productos muy distintos, con diferentes objetivos, el nuestro es básicamente educativo”. Como científico, ¿no teme que la gente pueda pensar que el dinosaurio es real y el programa actúe en ese sentido como desinformador? “Están puestos todos los controles para que eso no se produzca, pero en todo caso valía la pena correr el riesgo. Es una forma de atraer a la gente a la ciencia. ¡Los huesos pelados son poco espectaculares en comparación!”. Desde luego lo de la autopsia no tiene rival como show paleontológico. Cuando volvemos al día siguiente para el momento culminante de la cita con el tiranosaurio, nos hacen situarnos en una sala acristalada sobre el plató. Arrancan la autopsia, y el rodaje, una virguería técnica con cinco cámaras y una más cenital. Los encargados de la operación son cuatro: Luke Gamble, un robusto cirujano veterinario que ha operado y diseccionado animales grandes y que añade a su currículo ser cinturón negro de kárate y triatleta –una buena formación para enfrentarse a un tiranosaurio–, y los paleontólogos Steve Brusatte, de la Universidad de Edimburgo, experto en T. Rex; Victoria Herridge, del Museo de Historia Natural de Londres, y Matthew Mossbrucker, director del Museo de Historia Natural de Colorado y descubridor de varios fósiles notables, entre ellos uno rarísimo de un Stegosaurus infantil.
Van con indumentarias de cirujanos y botas de goma (pronto se verá por qué). Gamble dirige al equipo, que toma posiciones alrededor del tiranosaurio y expresa la natural perplejidad acerca de por dónde empezar. El veterinario elige de una mesa de instrumental un cuchillo, luego otro más grande, y otro, pero no le convencen. Acaba aferrando una motosierra digna de La matanza de Texas. Junto a mí alguien tararea bajito First Cut is the Deepest. Hay notas de humor en el show. “¡Hey, guys, creedme, soy un cirujano!”, exclama alzando la herramienta. Y empieza la autopsia. Primero le cortan al tiranosaurio una pierna, de la que brota sangre y tejido. Parece rosbif. Se hacen análisis y se calcula la edad del animal por las líneas de crecimiento del hueso, unos 22 años (llegaban a los 28). “El T. Rex crecía muy deprisa, vivía rápido y moría joven. Este estaba en época reproductiva, era adulto aunque no senil. El fémur está roto: evidencia de la caída. Cuando el veterinario acomete el vientre del tiranosaurio con un gran cuchillo (“la piel es más dura que la de un elefante”), salta un chorro de sangre que crea un enorme charco en el suelo en el que patinan los científicos. Van sacando las vísceras ensangrentadas. “¡Oh, Dios, qué hedor!”. El espectáculo es asombroso, y de un gore que pasma. Extraen el estómago, en el que cabría entero un niño de cuatro años; el corazón, del tamaño de un minibar; los ovarios… La casquería cretácica va acumulándose entre el entusiasmo de los científicos ebrios de sangre y conocimientos. ¡Y uno que pensaba que lo peor que les había pasado a los dinosaurios era extinguirse!
(*) Texto escrito Jacinto Antón para el diario español El País.com