«Usualmente ‘imponemos’ nuestro parecer por sobre las sensibilidades ajenas ─pasamos ‘retroexcavadora’─ donde ciertamente hay injusticias, pero también complejidades políticas, técnicas y culturales que no se solucionan con pachotadas, ni tampoco negando la sal y el agua a quienes a veces tienen más iniciativa que nosotros».
Se ha escrito y hecho muchísimo en nombre de la “solidaridad”. Incluso, algunos han llegado a decir que “ser solidario” es parte del talante chileno, sobre todo porque nos asoma en momentos de dolor, en terremotos y en las desgracias más desgarradoras: donde hay infortunio, lo más seguro es que allí nos encontremos con dos chilenos, uno en adversidad, otro ayudando a quien lo necesita. Para qué hablar de la Teletón, que ha cuadrado a nuestros conciudadanos bajo sus filas durante años y años, pese a las críticas más furibundas en su contra.
En cada una de estas acciones sociales visibilizamos la solidaridad. Cuando un país entero se vuelca hacia las personas con discapacidad, o cuando un grupo de universitarios realiza trabajos que van en beneficio directo de una comunidad que tiene necesidades materiales y espirituales, hay allí formas nobles de concretar la solidaridad, es decir, de responsabilizarse por la suerte de los demás; pero, ¿qué implica “responsabilizarse” por los más desventajados?, ¿”asistirlos” para que salgan de la pobreza, entregándoles herramientas para que lo hagan por sí mismos, premiar sus “méritos” con beneficios de distinta índole, redistribuir la riqueza del conjunto del país entre quienes no la poseen, reformar las estructuras e instituciones sociales injustas, cambiando todo lo que sea carente del más mínimo sentido de humanidad?
Todas estas preguntas, legítimas y razonables, revelan que el asunto no es tan sencillo como parece. Las respuestas exigen una serie de precisiones que no todos están dispuestos a asumir.
[cita tipo=»destaque»]En un país con tantos desafíos de tan variada especie, vale la pena ampliar la mirada y no quedarse con una idea vaga y esquelética de la solidaridad. Ni la sapiencia presumida de “Harvard” en las pensiones, ni el “buenismo” aguachento que instrumentaliza la pala y el chuzo del padre Hurtado, están a la altura de la solidaridad que necesita nuestro país y la que posiblemente hubiese querido San Alberto Hurtado.[/cita]
En nuestro país, por el contrario, nos hemos acostumbrado a hablar de la solidaridad a troche y moche. Cualquier asunto con olor a “social”, ya es solidario. Y así, usualmente “imponemos” nuestro parecer por sobre las sensibilidades ajenas ─pasamos “retroexcavadora”─ donde ciertamente hay injusticias, pero también complejidades políticas, técnicas y culturales que no se solucionan con pachotadas, ni tampoco negando la sal y el agua a quienes a veces tienen más iniciativa que nosotros.
Ante todo, en la realidad hay personas humanas que requieren un trato cabal. No hay solidaridad donde no hay respeto, ni aprecio por quien piensa diferente.
¿Qué nos exige, en consecuencia, la “solidaridad” en nuestros días? Reflexión seria: hay tras la palabra “solidaridad” distintos conceptos y miradas sobre la persona y la sociedad, que requieren ser ponderadas, interpretadas y analizadas críticamente. La filosofía, la teoría política o la economía tienen un rol indispensable, que no siempre empleamos correctamente.
La solidaridad, sin embargo, tiene una veta que está al alcance de todos. El padre Alberto Hurtado, que falleció un 18 de agosto de 1952, escribió en “Humanismo social” ─una de sus obras más importantes─ que la solidaridad tiene la gracia de sintetizar las preocupaciones sociales más apremiantes y entrelazarlas entre sí: la pobreza, la desigualdad, la soledad, la segregación, la marginalidad, la fragmentación familiar, etc., temáticas que a veces parecen marchar por carriles distintos, pero que, desde la solidaridad, tienen un eje común. Pero al mismo tiempo nos advertía que es inútil pensar en miradas solidarias sin una disposición clave: el “sentido social”, es decir “aquella aptitud para percibir y ejecutar prontamente, como por instinto, en las situaciones concretas en que nos encontramos, aquello que sirve mejor al bien común”. (cf. Humanismo social)
Vivimos en un tiempo en que ya no es suficiente hacerse “mártir”, ni defensor de causas abstractas, tan propias entre quienes luchan contra el “neoliberalismo” o la “defensa de la vida”, pero sin una alternativa concreta que ofrecer. Muchas veces se critica una injusticia, pero sin pensar en los caminos de resolución al problema, ni menos en cómo buscar entendimientos conversando con la cultura en que vivimos. El sentido social ─la solidaridad, en definitiva─ requiere buscar los canales adecuados, las palabras necesarias y los medios más justos para desarrollar y concretar el ideal de solidaridad en una determinada comunidad de personas.
En suma, la solidaridad exige muchísimo más que colaborar con la Teletón una vez al año, o firmar un mandato PAC para ayudar a una fundación, o ser “sensible” con todo lo que tenga alguna relación con la injusticia. El mismo San Alberto Hurtado, amigo como nadie de las reformas estructurales, nos recordaba en la misma obra que el “sentido social” incluso “es previo a las realizaciones sociales y aun a la cultura social: tiene el valor del apetito; si éste no se despierta ¿de qué sirve preparar la comida?”
En un país con tantos desafíos de tan variada especie, vale la pena ampliar la mirada y no quedarse con una idea vaga y esquelética de la solidaridad. Ni la sapiencia presumida de “Harvard” en las pensiones, ni el “buenismo” aguachento que instrumentaliza la pala y el chuzo del padre Hurtado, están a la altura de la solidaridad que necesita nuestro país y la que posiblemente hubiese querido San Alberto Hurtado.