Según un estudio del Ministerio de Salud de Chile, la prevalencia de depresión en personas mayores de 60 años es del 15% al 20%, lo que significa que aproximadamente una de cada cinco personas mayores en el país, podría estar enfrentando síntomas depresivos.
La llegada de la primavera, con sus días más largos y soleados, suele asociarse a un renovado entusiasmo por la vida. Sin embargo, para muchas personas mayores, este cambio de estación puede venir acompañado de un profundo malestar emocional. La llamada “depresión primaveral” es una realidad compleja y subestimada que afecta también a este grupo poblacional, ya vulnerado por el viejismo.
Este concepto, que abarca el conjunto de estereotipos, prejuicios y discriminación hacia las personas mayores, se manifiesta de múltiples formas y refuerza creencias perjudiciales, como la idea de que “todas las personas mayores son depresivas”, perpetuando así problemas que podrían ser prevenidos o tratados adecuadamente.
Según un estudio del Ministerio de Salud de Chile, la prevalencia de depresión en personas mayores de 60 años es del 15% al 20%, lo que significa que aproximadamente una de cada cinco personas mayores en el país, podría estar enfrentando síntomas depresivos. Lamentablemente, esta enfermedad en este grupo etario es frecuentemente subdiagnosticada y, en muchos casos, no recibe el tratamiento adecuado. Este déficit en la atención se debe, en gran medida, a la falta de capacitación en temas de salud mental para los profesionales de la salud, la ausencia de políticas públicas efectivas orientadas a la salud mental de las personas mayores, la escasez de programas de apoyo emocional, y la desatención generalizada por parte del sistema de salud.
Todo esto está profundamente arraigado en un viejismo estructural que minimiza las necesidades emocionales y psicológicas de las personas mayores. Es en este contexto que toma relevancia el alarmante tema del suicidio en personas mayores.
Según datos recientes, la tasa de suicidio entre personas mayores chilenas de 80 años es de aproximadamente 15 por cada 100,000 habitantes, la más alta entre todos los grupos etarios.
Además, se ha identificado un problema de género: los hombres mayores de 80 años son quienes más se suicidan en nuestro país. Datos del Departamento de Estadísticas e Información de Salud indican que, entre 2005 y 2020, las tasas de suicidio en personas mayores en Chile han mostrado un incremento constante, reflejando la urgencia de abordar este problema de salud pública. Este fenómeno está influenciado por factores como la depresión no tratada, el aislamiento social, y enfermedades físicas debilitantes, que incrementan la desesperanza y el sufrimiento en este grupo etario.
La invisibilización de estas problemáticas no es casual; está profundamente enraizada en el viejismo estructural y cultural que impregna nuestra sociedad. El estigma asociado al envejecimiento, junto con la percepción errónea de que las personas mayores “ya vivieron su vida”, contribuyen a una peligrosa indiferencia social ante estos casos. Este sesgo no solo dificulta el diagnóstico y tratamiento adecuados, sino que también refuerza la falta de empatía y de recursos destinados a la salud mental de las personas mayores.
Enfrentar la depresión primaveral y el suicidio en personas mayores requiere un cambio profundo en la manera en que como sociedad entendemos y abordamos el envejecimiento. Es imprescindible desarrollar estrategias que no solo se enfoquen en el tratamiento, sino también en la prevención. Esto incluye una lucha frontal contra el viejismo, tanto en su forma explícita como implícita.
Además, es fundamental que los servicios de salud mental se adapten para atender de manera efectiva a este grupo etario, reconociendo las particularidades de la depresión en la vejez y proporcionando un enfoque integral que abarque tanto el bienestar físico como emocional.
En ese sentido, el primer paso para abordar este desafío es reconocer que las personas mayores tienen derecho a una vida plena y satisfactoria en cualquier estación del año. Es fundamental romper con los estereotipos que asocian la vejez únicamente con el declive y empezar a valorar las múltiples formas en que las personas mayores contribuyen a la sociedad. Para ello, es necesario un cambio cultural profundo que revalorice la vejez y que promueva una visión más inclusiva y respetuosa de las personas mayores.
Por otro lado, es crucial que las familias y redes de apoyo estén especialmente atentas durante este período de transición estacional. La observación cuidadosa y el monitoreo de cualquier cambio en el estado de ánimo y comportamiento pueden ser determinantes para la detección temprana de la depresión. Las familias deben estar alerta ante signos como la tristeza persistente, la irritabilidad, o el desinterés por actividades que antes eran placenteras. Cambios repentinos en el comportamiento, como el aislamiento o el rechazo a participar en reuniones familiares, pueden ser indicadores clave de un problema subyacente.
Otras señales de alerta incluyen alteraciones en el sueño (insomnio o dormir en exceso) y cambios significativos en el apetito, ya sea pérdida o aumento de peso sin una causa aparente. Además, las quejas recurrentes sobre dolores físicos, como dolores de cabeza, fatiga o problemas digestivos sin una causa médica clara, pueden ser síntomas de un malestar emocional subyacente. Comentarios frecuentes sobre sentirse una carga para los demás, la vida no tiene sentido, o expresiones de desesperanza deben ser tomados muy en serio, especialmente si incluyen menciones a pensamientos suicidas o a la muerte.
La disminución en la interacción social también es un signo importante. Si una persona mayor comienza a evitar el contacto con amigos o familiares cercanos, esto puede indicar una depresión en desarrollo. Además, el descuido de la apariencia personal, la higiene, o la limpieza del hogar pueden ser indicaciones de que la persona está atravesando un episodio depresivo.
Por último, ante la presencia de alguno de estos signos, es recomendable buscar la orientación de un profesional de la salud, preferiblemente uno especializado en salud mental o geriatría, para realizar una evaluación más detallada y, si es necesario, iniciar un tratamiento adecuado.