Cuando hablamos de Alzheimer inevitablemente nos referimos a una catástrofe con fecha de inicio, pero sin fecha de término conocida. Es una enfermedad que aumenta en el mundo y afecta no solo a la persona que la sufre, sino que, a toda su familia, arrastrando un enorme y progresivo peso emocional que requerirá un potente apoyo profesional.
La enfermedad de Alzheimer que fue descrita por primera vez en 1901 es un tipo de demencia, lo que para la Organización Mundial de la Salud (OMS) incluye varias enfermedades que afectan a la memoria, el pensamiento y la capacidad para realizar actividades cotidianas. En el mundo más de 36 millones de personas sufren patologías que producen demencia y que involucran el deterioro de funciones como el pensamiento. Dentro de estas, el Alzheimer resulta ser la más frecuente con el 60 o 70% de los casos.
En Chile son más de 200.000 personas quienes padecen Alzheimer. Se caracteriza por el déficit temprano de la memoria reciente, deterioro que continua con trastornos de comunicación (afasias), dificultades para realizar movimientos cotidianos (apraxias) y, además, la dificultad para reconocer personas, objetos o sensaciones que antes reconocían naturalmente (agnosia).
Anatómicamente en el cerebro disminuirá la corteza cerebral que contiene las funciones de este en distintas áreas, mientras en paralelo, aumentan los surcos que separan estas distintas zonas de la corteza.
Su inicio es entre los 40 y los 90 años, siendo más frecuente después de los 65 años de edad. Para su diagnóstico existe un conjunto de acciones neurológicas, psiquiátricas y neuropsicológicas. En este proceso, junto con entrevistar a la persona, es fundamental consultar a la familia y construir su historial de vida y educación, a su vez, reconocer los hitos que marcaron las pérdidas cognitivas iniciales y la progresión que ha tenido.
La suma de los síntomas llevará a la incapacidad laboral y social, requiriendo en cada etapa de apoyo, acompañamiento familiar y soporte al mismo grupo familiar.
El tratamiento incluye el uso de variados fármacos que se recetan solo si se evidencian algunas mejoras cognitivas al usarlos, pues no están exentos de riesgos. Además de los medicamentos, se debe potenciar un tratamiento biopsicosocial, siendo el apoyo interdisciplinar tanto a quien sufre la enfermedad como a su familia, un elemento vital para favorecer la salud mental del grupo familiar.
Destaca en el tratamiento no farmacológico el potenciar acciones como conservar las actividades de la vida diaria (AVD), para prolongar la autonomía funcional e independencia. También se incluye la estimulación cognitiva proveyendo de un ambiente seguro y familiar, y etiquetar elementos caseros, entre otras acciones.
Independiente del tratamiento usado, sin duda el acompañamiento a ese ser humano a quien poco a poco se le va a ir desvaneciendo el mundo interno que construyó, requerirá de un ambiente emocional lo más equilibrado posible. Por ello un objetivo que debe procurar la sociedad es el mantener la dignidad de la persona en todas las etapas de la enfermedad, reforzando la autoestima, potenciando que mantenga la comunicación social y buscando en definitiva el mejorar su calidad de vida mientras transita hacia un silencio interno.