Cada vez que reviso la prensa chilena, tengo una sensación de que lo leído y visto es tan repetitivo y deprimente que sólo la retórica del poder lo puede lograr, pero también me impulsa a narrar otras historias que no tienen cabida en el mundo pequeño de hombres y mujeres con atributos de noblezas y exclusividades.
No comprendo del todo, porque aún hoy se presta tan poca atención a las vanidades desdeñosas de políticos que aparecen cotidianamente en la prensa local y tv en general, exceptuando ciertos medios de comunicación y comentaristas, la mayoría siguen reproduciendo formas de educación y pensamientos acríticos e irreflexivos enseñando un patriotismo que apela aún a la sicología de los sacrificios.
De las tantas imágenes que me persiguen, aparecen aquellas de Javiera Parada y su mediática exclusión de la carrera parlamentaria por comunas de Santiago, que Revolución Democrática consideró rechazar por un accidente de tránsito en el que ella conducía bajo los efectos del alcohol.
No escribiré ni repetiré nada de lo que otros ya han escrito. La situación descrita sólo es un ejemplo de aquello que ocupa la fascinación permanente de fabricar un país convincente. La ejemplifico a ella, porque en estos momentos es quien personifica a los supuestos liderazgos femeninos en Chile.
De Javiera sé que es hija de José Manuel Parada y María Estela Ortiz. Él, asesinado cruelmente en la dictadura liderada por Pinochet. Ella, mujer valiente que luchó contra dicho sistema opresor, y amiga íntima de la actual presidenta de Chile.
También sé que actuó cuando niña en una novela chilena, donde se presenta a la protagonista, interpretada por la actriz Sonia Viveros, como Marta, una mujer humilde, provinciana, proveniente de Mulchén que llega a la “capitale” en busca de nuevas oportunidades.
Quizá sea esta pueblerina historia la que puede conectarme de alguna manera con Javiera. Yo, una provinciana proveniente de Mulchén que hace 20 años atrás, cuando tenía la misma edad, viajó a la capitale en busca de oportunidades laborales y de estudios. Misma situación que experimentó el personaje protagonista de la novela, quien cuidaba a la niña actriz. O tal vez, lo que podría compartir con Javiera, es el vacío histórico de las mujeres en esta sociedad y cultura patriarcal, pero en lo inmediato, no veo otros vínculos; por esto pregunto: ¿por qué Javiera y otras mujeres, pertenecientes la mayoría a la metrópoli, militantes de partidos políticos, académicas o activistas, definen por mí, hablan por mí sobre liderazgos femeninos, cuando ellas a mí no me representan?
¿Cómo podrían representarme mujeres que no son capaces de relacionar e interpretar contextos históricos-culturales, experiencias de vida diferentes entre las propias mujeres de este país, defendiendo lo indefendible con un sentido teóricamente feminista, pero a la vez proclamando y aspirando cargos de poder del mismo sistema que nos oprime? O sencillamente decir que no me representan, porque no comparto sus ideologías ni las corrientes que abrazan ni su actuar dentro de la vida social del país.
[cita tipo=»destaque»] Si tengo que describir a una líder femenina, la retrato como una mujer de 86 años, que nos dice que para ser feminista no basta con ser mujer, que los niños y niñas son revolucionarios, que las niñas son feministas, que el feminismo es la capacidad de cuestionar todo. Esa mujer existe y se llama: Nawal El Saadawi. Escritora. Doctora. Activista. Feminista. Política. Nacida en una aldea en Egipto. Mutilada cuando niña, heroína cuando adulta. [/cita]
Como pueblerina, el acceso al saber que estas mujeres académicas, intelectuales, activistas, artistas, y políticas poseen, ha sido un trabajo que he realizado desde una posición periférica (alejado de la metrópoli), precaria (estudios básicos en escuelas básicas), y totalmente autodidacta, ya que desde niña cuestiono la cultura patriarcal, y si bien estudié en universidades chilenas, mi formación relativa a las historias de las mujeres es un trabajo que he desarrollado sin el consentimiento o vocación de dichas casas de estudios. No olvidar que dichas universidades son misóginas, eurocéntricas y androcéntricas.
Como dice Audre Lorde, poeta afrodescendiente:
“Lo que nos separa no son nuestras diferencias, sino la resistencia a reconocer esas diferencias y enfrentarnos a las distorsiones que resultan de ignorarlas y malinterpretarlas. Cuando nos definimos, cuando yo me defino a mí misma, cuando defino el espacio en el que soy como tú y el espacio en el que no lo soy, no estoy negando el contacto entre nosotras, ni te estoy excluyendo del contacto – estoy ampliando nuestro espacio de contacto.”
Pues bien, esa resistencia a reconocer nuestras diferencias se perpetúan cuando mujeres metropolitanas situadas en algún espacio de poder hablan por otras mujeres indígenas, campesinas, pueblerinas, provincianas, que no están posicionadas en dichos espacios. Se perpetúa cuando se es privilegiada en cargos públicos por pertenecer a una ideología, una familia o a un partido político, según sea el grupo de poder y presidente de turno. Situación desventajosa, para quienes como yo, no alaba ideologías totalizadoras, no proviene de familias influyentes de ningún tipo ni milita en partidos políticos, y mucho menos rinde culto o pleitesía a héroes patrios, a la iglesia católica o a la aristocracia chilena. Se perpetúa cuando se es víctima de un sistema opresor, pero en un momento siguiente se es parte de aquel mismo sistema, lo ejecutan o ambicionan.
Si tengo que describir a una líder femenina, la retrato como una mujer de 86 años de edad, que nos dice que para ser feminista no basta con ser mujer, que los niños y niñas son revolucionarios, que las niñas son feministas, que el feminismo es la capacidad de cuestionar todo: a dios, al padre, a los poderes, que los textos sagrados son una cárcel para las mujeres, que no defiende ninguna religión, porque todas están en contra de las mujeres, que las mujeres somos esclavas de la maternidad, no así los hombres, que la llamada democracia no es libertad, que está en contra de todos los gobiernos, porque todos los gobiernos sólo apoyan a las mujeres que trabajan para ellos. Esa mujer existe y se llama: Nawal El Saadawi. Escritora. Doctora. Activista. Feminista. Política. Nacida en una aldea en Egipto. Mutilada cuando niña, heroína cuando adulta.
El pensamiento y actuar de Nawal me inspira mucho más, que cualquier acción y performance de mujeres chilenas que en la actualidad participan y son obedientes a las instrucciones de sus partidos políticos, que nada tienen de revolucionarios, y donde los liderazgos femeninos sólo se acomodan en la casa del amo. Nawal me ilumina más, porque es más familiar y coherente con su retórica humanista.
Es interesante citar a Tzvetan Todorov, escritor francés, quien en las primeras páginas de su último libro titulado: “El triunfo del artista” evoca la revolución y los artistas rusos (1917- 1941). En dicho contexto explica la práctica de colocar un relato ficticio en el lugar del relato que las gentes comunes recordaban, convirtiéndose en dogma con la doctrina del realismo socialista, y norma obligatoria para las artes de la representación, entre ellas la literatura. Se exige sustituir el mundo que existe en realidad, por el mundo que debe llegar. Para el autor, la práctica del disfraz podría entenderse como un elogio del artista creador, pero dicho papel de fabricante de ilusiones está reservado a los líderes políticos, los artistas profesionales deben contentarse con el de simples intérpretes.
Lo descrito por Todorov me hace mucho sentido, porque esa misma inspiración se repite en un país que se fabrica sustituyendo la realidad por la ficción, y el resultado, es que todo el mundo queda atrapado en varias capas de engaños.