Deslizó su dedo con suavidad recorriendo el borde de ese seductor hombro. Le encantó la forma como la redondez se unía a esa suavidad inverosímil en el cuerpo de un hombre. Inspiró con fuerza para aguantarse una carcajada desatinada nacida del mismo lugar que albergaba los aullidos que se había tragado para que no los pillaran.
Analizó con cierto pudor las marcas sonrosadas que sus dientes habían dejado en ese perfecto hombro, cuando el segundo de sus orgasmos le reventó tan adentro que, o lo mordía o bramaba de placer.
Él dormía tan profundamente que, por un instante, pensó que estaba muerto, pero el casi inaudible ronroneo apacible de su respiración le calmó los sustos. Morir por polvo en el archivo más vetusto de la Biblioteca Nacional tenía cierto encanto, pero no sería apropiado, menos para el que quedara vivo.
Se miró las piernas. Qué esparramo habían provocado. Venir a abrirse justo sobre ese escritorio de caoba de quizás qué héroe, de quizás qué batallas.
A ella podían considerarla una heroína. Abrir las piernas, mantener el equilibrio y no berrear cuando semejante semental quería refugiarse en su interior, o al menos lo intentaba, era una de las mejores hazañas de la historia humana. Estaba segura que todas las mujeres del mundo concordarían en ello. No era fácil la arquitectura y menos la coreografía de un pie más arriba que un hombro, el otro en el piso y las partes húmedas acribilladas por tremendo pedazo de carne bien amoldado y definido.
[cita tipo=»destaque»] A ella podían considerarla una heroína. Abrir las piernas, mantener el equilibrio y no berrear cuando semejante semental quería refugiarse en su interior, o al menos lo intentaba, era una de las mejores hazañas de la historia humana. [/cita]
Describió una curva perfecta para rescatarse y alcanzar a tomar su sostén que colgaba impávido de la calva de un letrado muerto hacía más de un siglo, pero sonrosado ante semejante exhibición porno.
Le dolió alguna parte de su espalda, y no era para menos, el porrazo amatorio que se había dado por encumbrarse en las ansias, cuando él trataba de llegar aún más adentro, tenía sus consecuencias, y de seguro en un rato luciría flor de moretón acusete.
Pasó lista rápida a sus prendas de ropa para no dejar nada incriminatorio:
Sostén: arriba de la calva de una estatua.
Calzón: bajo la vitrina de cristal que guardaba un mamotreto viejo, bien viejo, excesivamente viejo.
Pantalones: en la lámpara. ¿Cómo llegaron allá y cómo los voy a bajar? Gran misterio.
Blusa: desaparecida en acción.
Chaleco: bajo el trasero insolentemente redondo del otro involucrado en la batalla campal.
Zapatos… allá había uno ¿y el otro? Sobre la chimenea de principios de siglo.
Vergüenza y pudor: perdidos hacía más de un mes, en el Museo de Arte Precolombino, segunda bodega a la izquierda.
Sí, irse de farra sexual en lugares desacostumbrados era el mejor remedio casero para rescatar y reanimar una larga vida de casados.
Su marido, el erudito en ciencias históricas, al principio reticente y espantado, había sucumbido a su insistencia y ahora, feliz y comprometido, comandaba la búsqueda de lugares imposibles para dar rienda suelta a sus más entretenidas fantasías sexuales.
Se conseguía llaves, mentía a sus colegas, falseaba datos, eludía cámaras de seguridad, sobornaba guardianes o simplemente se colaba en bibliotecas, museos, hemerotecas y similares antros del saber, con ella de la mano en cómplice silencio. Una vez allí, se trocaba en macho hambriento y calenturiento que la tenía feliz como lombriz.
Su máxima aventura les había llevado a darse como bombo en fiesta al abrigo de una cripta de ciertos héroes de una muy celebrada batalla. Ocasión en que casi perdió su pantaleta y para evitar el bochorno, tuvieron que desembolsar varios billetes de patriótico azul para que el encargado no se fuera de lengua.
Había muchas cosas que le podían cobrar en un juicio por moral y buenas costumbres, pero le daba lo mismo, su matrimonio bien valía revolcarse en cueros sobre un baúl de doscientos años que, según las buenas lenguas, había pertenecido a una monja casi santa; o manchar con líquidos primitivos una alfombra rescatada del palacio del virrey de Chuchunco; o, como en esa ocasión, descoser a cachas un escritorio tan antiguo que parecía que allí habían firmado el acta de algo muy importante.
Qué sabían los eméritos, cartuchones, aburridos, expertos en historia, sobre lo que se sentía burlarse de las reglas y lamer hasta el hartazgo los testículos de su, muy asombrado, marido, mientras en el piso de arriba se discutía si esa era o no, la firma del prócer.
Prócer era su compañero de aventuras cuando le metía la lengua en las partes blandas y ella gritaba para adentro en mímica perfecta. O cuando ralentizaba sus empujes pélvicos con tal gracia que le tocaba todos los puntos existentes y le inventaba un par más.
Lo mejor de esas aventuras, además de los orgasmos compartidos, era lo genial que se sentía rozar los humedales sobre burós, sarcófagos, vitrinas, sillones, mesas y similares, de más de cien años. Y que mientras su contrincante apuraba el bamboleo y ella le enterraba las garritas en el trasero, él, estoicamente, narraba la biografía del dueño del vejestorio inventando detalles sucios sobre el uso que le daban.
La primera vez que se atrevieron a engancharse en el tango jugoso, fue buena, de seguro las momias que los vieron seguían saboreándose. La segunda, fue definitivamente superior; la hemeroteca de aquel museo nunca más sería la misma. Y desde la tercera vez, las cosas iban siempre mejorando. Incluso se habían atrevido a practicar el Kama Sutra, con calambres incluidos, usando artefactos polvorientos de apoyo y ayuda.
Era cierto que la historia era interesante, sobre todo cuando en el museo de Historia Natural se les ocurrió aparearse cual perritos frente a los huesos de un Tiranosaurio Rex, usando de apoyo una escápula de sesenta millones de años. Ni el dinosaurio ni su trasero quedaron impertérritos después de la monta.
Su marido andaba rejuvenecido, enardecido y entretenido como veinteañero virgen. A cualquier hora, en cualquier lugar y sin previo aviso, le toqueteaba las curvas y las contracurvas, y si se descuidaba, terminaba ensalivada entera, con mordiscos y tiranteces deliciosas que la ponían cocoroca y calentona a destiempos inconclusos.
La mejor de sus aventuras incluía una anécdota imposible de contar ni a los tataranietos. Estaban a jueves y por aquellas cosas del destino, les tocó ir a una reunión de apoderados aburrida a morir. Cuando el profesor los liberó de la tortura, su marido le mostró una hilera de demasiados dientes, propia de un depredador a punto de almorzar.
– ¿Sabías que al frente está la facultad de medicina más antigua del país?
– Ya… ¿Y?
– ¿Te gustaría conocerla?
– ¿Es muy grande?
– Supieras -sus ojos de macho caliente brillaron y se saboreó.
– Ok, tenemos una hora… Ojalá sea tan grande como dices.
– No tienes idea, cariñito, no tienes idea.
La tomó de la mano y cruzaron corriendo, eran dos adolescentes cincuentones haciendo de las suyas.
Se metieron fácil a la Facultad, a nadie le pareció raro que el profesor y su señora visitaran a un amigo. Llegaron al subterráneo menos visitado y entraron con las ganas goteándoles las durezas. Él, precavido y ganoso, encendió la linterna del celular y ella se tragó un grito de terror. Cientos de frascos con humanos o sus partes, relucieron al contacto luminoso y estuvo segura que también rezongaron por la intromisión.
– Ni ca… yo aquí no me entusiasmo.
– No le pongas tanto. Son sólo partes de muertos, más viejas que tu abuelita.
La fue convenciendo con lamiditas en el oído y antes de que ella alegara locura temporal, se agachó, le abrió el jeans y le metió la lengua mojándole incluso lo que tenía asustado.
– Nos están mirando.
Él le contestó con voz cavernosa desde la periferia de sus pantaletas. “Cierra los ojos y déjate llevar”. Y para convencerla, aplicó dedo.
No hubo grito, pero sí groserías y varios suspiros, y para no perder la emoción, cerró los ojos y abrió las piernas. Él no se demoró en protocolos, con una pierna fuera de sus pantalones y todo lo demás al viento, la agarró de los muslos y cuando iba derechito a conectarse a su wi fi, ella perdió la concentración, dio un paso hacia atrás, se pegó flor de cabezazo en una puerta, y él se resbaló en el polvo residente.
Resultado, él cayó de rodillas, ella se apoyó en una repisa añeja a morir y todo, pero todo lo que había encima, se fue al suelo con un estrépito de aquellos.
El grito subsecuente lo dio ella, el alarido lo dio su marido, y las imprecaciones en francés, las dio el profesor que estaba en la otra esquina y que no los había sentido, hasta que casi se muere por el barullo y porque le vio las perfectas y redondas nalgas a su colega, y las tetas a su asustada y avergonzada esposa.
Esa fue la única vez que en lugar de orgasmo tuvieron que dar explicaciones a un doctor en biología que, además de reírse y jurar que lo haría con su esposa en París, les pidió su whatsApp y les prometió contactarlos con un sexólogo que insistía en que los lugares extraños para follar, avivaban la llama de cualquiera, aunque llevaran cien años casados.
Sí, sus aventuras sexuales eran geniales y se sentía rejuvenecida, más enamorada que nunca y bendecida porque el trabajo de su partner incluía lugares interesantes para tirar. Habría sido triste que fuera pediatra; no se imaginaba sin calzones en una consulta llena de fotos de niños. O profesor de liceo, no tenía nada de calenturiento un colegio mixto. O peor aún, que fuera uniformado o Prevencionista de Riesgos, eso le sacó una carcajada y despertó al responsable de las revolcadas.
Él y sus ojos de macho satisfecho le sonrieron y la abrazó.
– ¿Nos vamos?
– ¿Quieres que te cuente la historia del pelado que tiene tu sostén de sombrero?
– ¿Interesante?
– Supieras, fue el primero en leer un poema a poto pelado en el Congreso… por allá por el mil ochocientos…
– Mentiroso.
– Es en serio, pregúntale y si no le crees, te voy a llevar a conocer su casa… dicen que tiene la mejor colección de consoladores del cono sur. -Levantó las cejas y ella se rió suave.
Menuda aventura tendrían.