El 18 de febrero del 2017 es la fecha en que los destinos de Brunhilde Pomsel y Adriana Rivas han quedado enmarcados bajo la misma categoría jurídica: secretarias y criminales de lesa humanidad. Ese día la magnánima ovación de «El pacto de Adriana», documental chileno estrenado en la Berlinale, y premiado por su jurado, inauguró un periplo de éxitos para el primer filme sobre una agente de la DINA —policía secreta de la dictadura— quien permanece aún prófuga. De entonces en más, la exhibición de esa parte de la historia chilena protagonizada por mujeres, reclutadas como agentes de inteligencia y represión del Estado, quedó al descubierto en su impunidad: colaboracionismo, terror, atrocidades y autoindulgencias, serán los conceptos cardinales del relato. Dos años antes, la aclamación en el mismo escenario de «Una vida alemana» (Austria, 2015) sobre la secretaria de J. Goebbels y sus servicios en el bunker de Hitler, anticipaba esa mirada aún perpleja sobre la responsabilidad penal de ellas. Y esto, porque durante décadas la participación punible en actos deleznables ha sido únicamente campo de hombres.
Por eso, un hilo invisible, el de Adriana, conduce desde Chile hacia Alemania la actual doctrina de la antropología cinematográfica de la memoria. Ello tiene dos significados. Primero, poner de relieve que el feminismo humanitario, como resistencia y estética política, comienza a ser considerado por ser la contracara de las mujeres criminales de lesa humanidad y de guerra. Segundo, porque han sido las mujeres en las últimas tres décadas quienes han liderado las iniciativas de defensa del derecho y deber de la memoria en el sistema de la OEA y de Naciones Unidas: las madres y abuelas de Plaza de Mayo han sido las pioneras a nivel global y, desde nuestro país, la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos.
Así, en primera persona, sus protagonistas se develan en los extremos de un mismo paradigma. Ambas son el fiel espejo donde la banalidad del mal, de dos momentos históricos distintos, se representa en féminas jóvenes y pobres que transitan desde un ideal romántico de la edad de la inocencia a un mundo, según ellas, en vertiginosa crisis moral. Lo abyecto, entonces, se habría de convertir en algo normal e incluso —con vergonzante sinceridad— dirían que habrían correspondido a los mejores años de sus vidas. Al principio, un estado de necesidad que las enfrentó a la sobrevivencia entre hombres poderosos; porque más allá de la opción por seguir la ideología del odio, o la avidez de conquistar el mundo, solo eran unas corrientes taquígrafas. Una y otra hicieron de la realpolitik, de su mayor o menor belleza, y de su concupiscente relación con las venalidades al interior de ese círculo perverso, un modus vivendi: «No pudimos ir contracorriente»; o, «lo hice por ropa, plata… viajes». Y, tras la rutinización del horror y la aplicación de la escasa justicia penal de la época, vinieron la reinserción y la abdicación moral propia del olvido. En un caso, la desnazificación liderada por Konrad Adenauer; en el otro, la transición a la democracia en manos de Patricio Aylwin.
Por cierto, el éxito de ambos filmes en la época de las redes de Internet y la inteligencia artificial aplicadas al uso de armamento pesado (que asegurará la impunidad de muchos de los futuros conflictos humanitarios que conozcamos), ha abierto el debate sobre el derecho a la memoria —con una perspectiva de justicia universal—, incluso sobre genocidios antiguos: desde el Selk’nam hasta el de las tribus herero o de los armenios, y también sobre otros más recientes, como los de Cambodia, Guatemala, Ruanda, Bosnia o Siria.
La memoria, como bien jurídico protegido, está muy lejos de la mera venganza y de la justicia de los vencedores, como suelen acusar los involucrados en crímenes de regímenes totalitarios. Al contrario, las generaciones más jóvenes han dado un salto de conciencia que las lleva a creer más en el deber de la memoria, entendiéndolo como una prerrogativa colectiva, que en la efectiva justicia penal de derechos humanos, que es la perspectiva individual. Sobre todo, cuando los victimarios son mujeres y sus víctimas son otras mujeres o adolescentes y niños: seres inermes ante el Leviatán del poder político omnímodo. Y esto revela una paradoja: la misericordia laica que subyace en la solidaridad con las víctimas, más allá de la justicia transicional (‘en la medida de lo posible’) no está acompañada, sin embargo, de un pleno convencimiento de que la memoria sea un interés valioso que pertenezca a todos.
Surgen hoy las interrogantes: ¿Ha valorado la clase política chilena que la misma Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Penal Internacional y, antes, el Tribunal Internacional de La Haya, ya habían declarado a finales de la década del 80’ que es un trato cruel e inhumano para las familias directas de las víctimas de desaparición forzada y de tortura con resultado de muerte, y no solo un sentimiento de pérdida, que no se determine la verdad de los hechos, incluso en casos de justicia transicional? No, no lo ha hecho. No en los términos excepcionales en que parte de la judicatura sí lo ha intentando aplicar. Menos se ha considerado importante darle rápida tramitación en el Parlamento a proyectos de ley sobre memoria histórica, sanción del negacionismo y reconocimiento expreso del derecho a la memoria, ya en una ley o en una nueva Constitución. ¿Qué es lo que puede legitimar el interés de aquellos más jóvenes, incluso perteneciendo a las filas de la derecha liberal y que no son víctimas, en el establecimiento de la verdad y la reparación?
La empatía que despierta el trabajo de los cineastas o algunos destellos de humanidad de las protagonistas, sitúan a la sociedad civil en una encrucijada: delimitar la participación punible de tales criminales es un imperativo. Más aún cuando la automatización de los conflictos bélicos seguirá anulando el vínculo entre una persona y los hechos que tienen por resultado un crimen.
Perfil de una sencilla secretaria del mal
—Siempre he estado en los márgenes del poder. Siempre fui irrelevante. Hoy no rompo el silencio para limpiar mi conciencia. Nada es tan horrible ni tan bello. Incluso la fealdad puede tener un lado brillante y luminoso. Las cosas no son blancas o negras… Nadie me cree, pero yo no sabía nada. Jamás hice otra cosa que no fuera el simple trabajo de mecanografiar y ordenar papeles. En aquellos años no me veía como culpable. Tampoco ahora. A menos que se culpe a toda la población alemana por permitir que hayan tomado el control. Entonces, lo fuimos todos. Incluyéndome a mí— relata una mujer frente a la cámara con una voz nítida y gutural. Es un plano cerrado con un fondo negro que prescinde de música u otras intervenciones. Una imagen minimalista e implacable que exhibe el rostro de una anciana de 105 años, cuya elocuencia y lucidez desfilan —sin pretensiones intelectuales― entre los distintos niveles de «la culpa alemana» descritos por Karl Jaspers. Su nombre: Brunhilde Pomsel, «la secretaria del mal» o, simplemente, la secretaria de J. Goebbels, el ministro para la Ilustración Pública y la Propaganda del III Reich. Testimonio documental que bajo el título de «Una vida alemana» (Austria, 2015) nos exhibe a la última sobreviviente que presenció el hundimiento del búnker de Hitler.
La polémica fue inmediata: ¿Por qué interesarse en el testimonio de una asistente de confianza que permaneció 70 años en silencio y que jamás fue citada, investigada o procesada por crímenes del nazismo, salvo por sus cinco interminables años en una cárcel controlada por rusos? ¿Cuántas otras mujeres, como ella misma denuncia, que fueron madres, cónyuges, amantes, hijas, parientes, secretarias, empleadas o asistentes de criminales, habrían tenido participación punible en crímenes de lesa humanidad y de guerra? ¿Cuántas de ellas habían vivido y muerto en la impunidad tutelada por la transición y los vencedores? ¿Cuántas de aquellas dignas y decentes alemanas habían reintegrado sus vidas en la política y la judicatura por décadas?
Las respuestas eran simples: centenares de ellas, con mayor o menor, e incluso ninguna convicción nacionalsocialista, aún siendo centenarias, resguardaban la confidencialidad de aquello que el fiscal Fritz Bauer llamó en 1958 la conspiración del silencio. No era, en efecto, una mera renuncia moral ocultar información y obstruir las investigaciones, sino que era un acto conspirativo en contra del Estado que provocaba una flagrante denegación de justicia de derechos humanos. No obstante, dicha tesis —cuya crítica y férrea oposición fue liderada en el parlamento por un joven Helmuth Kohl, hoy devenido ícono de la justicia transicional alemana— tuvo una escuálida aplicación, siendo uno de los pocos procesos exitosos el sustanciado contra las guardianas de Auschwitz. Tras ese proceso y el manto de la Guerra Fría, hubo de pasar más de medio siglo para que la política de la memoria y el salto de conciencia moral de las nuevas generaciones reabrieran el debate: ¿Es legítima la imprescriptibilidad del derecho a la verdad y a la reparación de las víctimas de las atrocidades de la «solución final», que es la esencia del derecho a la memoria? ¿Es legítima la sanción en contra de mujeres que permanecieron ocultas frente a casos emblemáticos escudadas, con plausible razón para muchos, en su categoría accesoria de solo ser mujer en un plan genocida comandado por hombres?
Pomsel se transformó —en la virtualidad de Facebook y Twitter— en la hija pródiga que regresaba desde Austria, donde se exilió voluntariamente, hasta su natal Alemania para participar en matinales de TV, conferencias con expertos, microfilmes, comerciales y actos de memoria. Mientras más aparecía en las noticias, los críticos disminuían y los empáticos aumentaban: el lobby digital en torno al filme jugaba a su favor. En la prensa, un día estaba junto a las notas sobre Amal Clooney, Julian Assange, o Edward Snowden; y otro, al lado de las fotografías y crónicas sobre la Reina Máxima de Holanda y el oscuro pasado de su padre en la dictadura argentina. Una stella cadente la glorificaba cierto diario italiano de derechas, titulares y más titulares durante un bienio, hasta que se conoció aquello que la transformó en «su último trending topic mundial»: había muerto, no tenía familiar alguno que le sobreviviera y las indagatorias judiciales recientemente abiertas no le habían rozado un cabello siquiera.
Ese mismo día se confirmaba la sentencia condenatoria a presidio efectivo y sin beneficio alguno del llamado «contador de Auschwitz»: Oskar Gröning. El anciano de 96 años había admitido su participación como cómplice en 300 mil homicidios agravados y había pedido perdón en múltiples ocasiones. La decisión de la Justicia era clara: el deber de la memoria y el derecho a ella no prescribían ni admitían beneficios carcelarios en un sistema democrático.
Nuevamente la imagen de la longeva Brunhilde se instalaba, entre otros lugares, en los preparativos de la Berlinale. Eso, hasta que apenas una quincena más tarde la bandera de Chile irrumpiera en la puesta en escena: «El Pacto de Adriana», de Lissette Orozco, se estrenaba mundialmente en dicho festival, reemplazándole en premios y ovaciones. Y así, se comenzaron a sublimar las enmarañadas intervenciones de «la Chany», su protagonista, y la mirada perpleja de su directora. Testimonios que niegan y asumen la barbarie casi por igual, o exponen la fragmentaria idea de justicia que hoy trasunta a la burbuja de Internet… Hay verdugos inmisericordes y hay píos contemporizadores en todos lados.
«La Chany» y su pacto de silencio
«… Cuando llegué a la DINA fue otro mundo para mí. ‘Ropa’ —dice Adriana Rivas, con cierta solemne vanidad de quien gusta del vestuario e idealiza el lujo, como si hablara de ‘haute couture’ en tiempos de escasez y bajísima producción—: nos vestían de pies a cabeza, cuatro veces al año. Una tenida completa. ¡¡¡La que nosotras quisiéramos¡¡¡ y en las mejores casas del país… o sea, todas andábamos de punta en blanco. Nos vestían cuando teníamos (una) gala, por ejemplo… Una cabra como yo, de clase media, con una educación media, ¿tú crees que habría tenido la oportunidad de ir a cenar a las embajadas en Chile; o, de andar en una limusina de allá para acá. De ir a los mejores hoteles de Chile, estar una semana en Portillo con todo pagado. Viajar gratis sin pagar ni uno… todas esas cosas. Viajar, fuera de Chile… ir a España, estar entre Presidentes y ver la coronación de un rey» (que sería, por cierto, Juan Carlos de Borbón).
De ese modo, se va confesando «la Chany» en una entrevista del año 2013 difundida por Radio SBS de Australia, país donde permanece prófuga. Expresiones que son ungidas en su propia indignidad —que desfila hacia lo basto— cuando reconoce que en Chile se torturaba, que todos lo hacían, y que su admiración por la humanidad (e injusto martirio) de Manuel Contreras, su amigo, estaba intacta. Escasos minutos de material audiovisual que no hacían más que ofrecernos un adelanto de lo que conoceríamos un trienio después en «El Pacto de Adriana».
De manera previa, el perfil criminal de «la Chany» se difundió a través de las investigaciones del periodista Javier Rebolledo, consagrado hoy gracias a una trilogía que en «La danza de los Cuervos» describe el modus operandi de dicha secretaria y otras mujeres en funciones de la DINA: torturas, tratos crueles e inhumanos, secuestros, ejecuciones y desapariciones forzadas. Luego, el exitoso documental con sus videos, postales y fotogramas solo consolidarían el nombre de Rivas, deviniendo en una figura de la cultura pop del desembozo: es muy difícil que un millennial de izquierdas desconozca su historia. Bastaría, por ejemplo, prestar atención a otra de sus citas memorables: «Como yo, gracias a Dios, era bonita, tenía un buen cuerpo, un buen trato, buena modulación, entonces yo tenía clase. Sabía tratar, sabía comer, podía ir a cualquier parte e iba a pasar por uno de ellos… ¿Por qué te digo que son los mejores días de mi vida? Porque esa parte estaba vetada para nosotros. Esa parte de la vida de los ricos estaba vetada para mí. ¿Tú crees que yo habría podido si hubiese sido secretaria ejecutiva, haber ido a almorzar al Palacio Cousiño? Pero yo la viví, yo estuve ahí»… En otro pasaje admite la comisión reiterada de tortura y desapariciones: «Tenían que quebrar a las personas. Ha pasado alrededor de todo el mundo no sólo en Chile”… “Si está muerto, está muerto. ¿Dónde están? No se sabe”. “¿Y tú crees que los Estados Unidos no hacen lo mismo, el mundo entero lo hace, silencioso, subterráneo, pero lo hacen, es la única manera de romper la gente, porque psicológicamente no hay método como una inyección para hacerte decir la verdad, no existe…»
En dichas tomas no hay belleza, a diferencia del documental de Pomsel, ni tampoco manifestaciones de la estética del horror político. Es la imagen cotidiana y precaria de las videollamadas de Skype. No hay una ambientación particular, y la protagonista pareciera ser una dueña de casa que evoca la nostalgia de una gracia imaginaria y perdida. La suya sería una juventud que merecería ser filmada en cinemascope y musicalizada por Maurice Jarré: un romanzo evanescente como la misma «Sabrina» de Audrey Hepburn.
Un mensaje que interpela al espectador a preguntarse si acaso esa frivolidad no es una herramienta para enmascarar su propia conciencia moral: ¿Entiende que no hay justificación alguna basada en su juventud o en su gusto arribista por la socialité que la exima de su responsabilidad penal de derechos humanos, o que esa participación punible, por muy accesoria que hubiera sido en conjunto con otros 70 agentes del Estado, fue parte de un hecho criminal colectivo tan deleznable que no hay escuela de derecho de prestigio mundial que no estudie el paradigma de la represión, las atrocidades y la impunidad del gobierno de Pinochet, así como lo que ha sido el sistema de justicia transicional que se ha creado?
Adriana, la dueña del hilo del enfoque de género en este análisis, no era una simple asistente: con veinte años de edad pasó a integrar la Brigada Lautaro y a desempeñarse como la secretaria personal del temible general Manuel Contreras, jefe de la DINA y hombre de confianza de Pinochet. Entre 1974 y 1978 fue una más en la jerarquía del terror que gobernó al cuartel secreto Simón Bolívar de Santiago hasta convertirlo en el más sanguinario del país: no hubo sobreviviente alguno entre quienes permanecieron allí detenidos.
El gas sarín, la sobredosis de medicamentos, los vejámenes con perros, las torturas colectivas y con electricidad, y la visita de ciertas víctimas de otros centros que se convirtieron en delatores, transformaron a ese lugar en un escenario del que gustaban perversos militares y civiles. Un día se creían parte de la familia millonaria de «La Caída de los Dioses», con Michael Townley y Felipe Berríos merodeando; otro, eran el elenco de Represalia o de El Portero de noche con más de algún torturador jactándose de galatuomo con las más bellas de Londres 38. Tres filmes estrenados por esos años y que desbordan el drama desatado por civiles al servicio de un régimen policial y, para no pocos, en una falsa guerra contra el marxismo. Títulos cinematográficos que pasaron a integrar el lenguaje habitual del modus operandi de ciertos hechores con ínfulas intelectuales, siendo capaces de trivializar sus propios crímenes.
La acompañaron en ese cuartel otras damas de funesta honorabilidad. Ingrid Olderock, que imitaba a las guardianas nazis y violentaba sexualmente a sus víctimas con ratones y perros, llegando a ser la directora de la escuela de inteligencia de mujeres y parte de la Operación Cóndor, pero que murió sin ser jamás procesada. Ema Ceballos, «la flaca Cecilia», la más fiel servidora de la DINA y la CNI, hoy única mujer cumpliendo condena efectiva por crímenes de lesa humanidad en Chile y en una cárcel común. Gladys Calderón, la enfermera que se enorgullecía de que le apodaran «el ángel del cianuro», y que aplicaba letales inyecciones durante las sesiones de tortura, quien aún está esperando condena. A veces, les visitaba Teresa Osorio, conocida por actuar siempre sola entre hombres: lo suyo eran los operativos que denominaban enfrentamientos entre extremistas. El que terminó con Miguel Enríquez ha sido su primera condena efectiva hace solo unas semanas.
Mención aparte pueden tener Mariana Callejas y Marcia Merino, figuras más cosmopolitas y cercanas a las historias atribuidas al terrorismo de «Carlos, el chacal», que a las agentes de clases bajas de Manuel Contreras y Álvaro Corbalán. Ellas pasaron de ser las fieles parejas de hombres conectados con grupos internacionales a ser las que detentaron el dominio final de la acción tipo, como se dice en materia penal. Cada una, ya en la derecha, ya en la izquierda, se transformó en autora y en cómplice de crímenes, así como en delatoras. Callejas, cónyuge en aquellos tiempos de Michael Townley y anfitriona de la casa de Lo Curro, fue siempre una aspirante a escritora que negó su participación punible en el atentado contra el general Prats, entre otros. Fue condenada a 20 años y luego se le rebajó la condena a 5 años, siendo remitida con prontitud. Muere en el 2016 sin haberse determinado su participación en otros atentados. Merino, por su parte, apodada «la Flaca Alejandra» peregrinaría desde la dirigencia del MIR en la clandestinidad, y víctima de la persecución, al rol de informadora y torturadora de sus propios compañeros de infortunio. Una espiral invertida de sordidez que sería coronada por su vinculación sentimental con agentes de la DINA en pleno cautiverio. Su relato en una entrevista/documental dirigido por Carmen Castillo en 1993, nos muestra el arrepentimiento y las confesiones de sus colaboraciones en torturas de activistas emblemáticos, pero sin aportar jamás de manera eficiente en las investigaciones judiciales. Todavía vive enclaustrada en Isla de Pascua.
El pesado velo de la criminalidad de las mujeres en el mundo
En 1978 la tía Chany se fue a vivir a Australia, al igual que otros agentes del régimen, y cada tanto regresó al país hasta el último viaje en diciembre del 2006. En ese momento, la justicia transicional había logrado avances de fuentes testimoniales coincidentes, confesiones y desclasificación de documentos, además de la aceptación doctrinaria —que no expresa en la normativa nacional— del derecho a la verdad de los familiares de las víctimas de desaparición forzada. Ello, especialmente, porque se ha consolidado la tesis de que esta prerrogativa es una norma de Ius Cogens, es decir, de jerarquía superior, imperativa e inderogable por representar valores inclaudicables en la comunidad global. Ningún miembro de la judicatura chilena actual, entonces, podría desconocer, por ejemplo, la normativa y las interpretaciones oficiales emanadas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, so pena de cometer una denegación de justicia. De manera tal, que esa fecha establece un punto de no retorno para ella y muchos otros criminales de lesa humanidad. En efecto, detenida por el Caso Conferencia, operación que «exterminó» con gran frenesí la dirección clandestina del Partido Comunista, y procesada por la muerte del dirigente Víctor Díaz, logra huir tan pronto se le concede la libertad condicional, quebrantando su orden de arraigo para nunca más volver. La historia, por tanto, de «su pacto» es siempre el resultado de una comunicación virtual con su sobrina.
Paralelamente, el contexto internacional comenzaba a fijar los límites de la tesis de la igualdad de las mujeres con los hombres criminales de lesa humanidad. Ruanda, la Ex Yugoslavia, y Cambodia ofrecen casos paradigmáticos de esa perversa equivalencia de género. Primero, el megaproceso de «las madres de Ruanda» es una experiencia pionera: centenares de dueñas de casa que colaboraron en el genocidio de su país en 1994 en calidad de autoras, cómplices y encubridoras fueron procesadas como agentes auxiliares y sentenciadas tanto por la justicia local como por el tribunal penal internacional especial. Ninguna podía justificarse en ser solo una mujer sometida a circunstancias de dominación masculina. Segundo, la guerra de la ex Yugoslavia también derivó en procesos contra mujeres de jerarquía política involucradas en masacres, tortura y violencia sexual contra otras mujeres. Sin embargo, el tribunal penal internacional especial condenó solo a una, en tanto la jurisdicción nacional en Bosnia ha reabierto casos emblemáticos por la particular violencia hacia niños y mujeres musulmanas. Y, tercero, «las abuelas de Cambodia», que a partir del 2016 comenzaron a ser condenadas por los crímenes del Khmer Rouge, pues su participación en hechos deleznables era de particular crueldad y amparados en la convicción y la violencia política.
En cuanto a mujeres de peso político global, no meros accesorios de la realpolitik, en el lustro que nos precede hay dos nombres que están unidos por el otro extremo del hilo de Adriana: Hillary Clinton y Aung San Suu Kyi. Ambas pasaron de ser íconos de la moralidad en política a desatar la ira de las redes de Internet y de la prensa digital. Mientras la ex Secretaria de Estado del gobierno de Obama en EE.UU sigue siendo criticada por los excesos cometidos en Libia tras el breve paso de la Primavera Árabe, así como del abastecimiento permanente de mercenarios a Irak y Afganistán; la segunda es responsabilizada por el drama del pueblo rohingya en Myannmar, el que no solo ha generado una crisis de refugiados sino que ha abierto el debate sobre si se está o no ante un genocidio. Y eso que ella era el símbolo del pacifismo en el Asia y del feminismo humanitario, llegando a recibir el Premio Nobel de la Paz (1991), en tanto la norteamericana ha sido postulada al mismo.
La banalidad de Brunhilde y la de Chany, expuestas al espejo de la memoria gracias a sus documentales, desnudan la precariedad de la ética en este tipo de mujeres, sobre todo en sociedades donde es muy poco lo que se espera de ellas. Ni intelectualidad, ni poder, ni perversión o maldad que conduzca la acción o la omisión de un tipo penal. Ellas saben escudarse en eso y los hombres se lo han permitido. No obstante, el feminismo humanitario y la lucha de reconocimiento del derecho a la memoria han establecido claras líneas de separación entre el colaboracionismo, la mera ayuda administrativa y la responsabilidad penal efectiva en los crímenes de agentes del Estado y sus conexiones con civiles, se trate de hombres o de mujeres.
Brunhilde y Chany, o el pacto imaginario con esa ética perdida en la política y la inaceptable justificación de la juventud del victimario en la comisión de sus crímenes, es un lastre que las nuevas generaciones deben conocer a cabalidad. Hoy, además, la memoria es un bien cultural que se hace feble, ya no ante el olvido de las transiciones, sino ante el paso arrollador de la automatización de la guerra. A mayor inteligencia artificial aplicada al uso de armamento, mayores condiciones de impunidad de los pocos hombres y mujeres que pueden ser identificados y responsabilizados de las atrocidades tipificadas por el derecho internacional que siguen asolando al mundo.
Y tal como admitiría Traudl Junge, la última secretaria personal de Hitler, en una entrevista que inspiró a los guionistas de «El Hundimiento», película sobre las últimas 48 horas de vida del Führer: «Con los años me di cuenta que no podía autoeximirme por mi juventud. Vi a niños cometer crímenes que luego les pesaron una vida entera. No puedo admitir que mi responsabilidad era menor por el solo hecho de ser mujer, joven y secretaria. Conocí muchos detalles e información que nadie quiso escuchar una vez acabada la guerra. Y creo, sin embargo, que mi memoria servirá a la justicia y a las nuevas generaciones».
Por cierto, Traudl, sin llevar nombre de heroína que salva al superhombre que reestablecerá la moral escindida de un pueblo quebrantado, resultó ser más noble que Brunhilde y Adriana. Mas, todas son la misma representación de la banalidad que el feminismo de estos tiempos aún no consigue develar del todo.