Se supone que, en estos días, se acostumbra hacer balances, incluso sin proponérnoslo. Empieza uno a pensar en las cosas que hizo- y no hizo- durante el año que está en su último estertor. Por estos días me pasa igual, y me he sorprendido hilvanando pensamientos sobre lo que ha sido este año que termina. Y no es fácil esta tarea, sobre todo con lo que nos ha pasado desde el 18 de octubre. No he podido ir a marchar y protestar como quisiera, y se ha ido agolpando en mi garganta un enojo desolador. La falta de escucha, la indiferencia y la violencia de Estado desbordada, han sido las respuestas a nuestro despertar. Admiro la esperanza que moviliza, pues confieso que, en mí, se desdibuja todos los días un poco más.
[cita tipo=»destaque»] Al ser mujeres, teníamos que pasar un examen de buenismo –buena alumna, buena persona, buena onda, buena mujer, en fin- para legitimarnos. [/cita]
Pero no olvido que este año comenzó con estudiantes universitarios manifestándose por su salud mental frente a la sobrecarga que supone rendir en la universidad en contextos muchas veces complejos. Falta tiempo, falta descanso, falta ocio, falta compañía, falta soporte. Sobre eso, puedo decir que fui una de esas estudiantes que silenciosamente padecía los estragos de la depresión. Me daba vergüenza asumirlo, y me daba terror bajar las notas: era un calvario mudo. Estudiar fue el modo que encontré de no darme por vencida y hacer una vida «normal».
Cuando estudiar y rendir no fue suficiente, me dediqué a la política universitaria, y esa experiencia fue salvadora y sanadora. Nunca me olvidaré de los compañeres de ruta con quien construimos sueños, nos peleamos y abuenamos, y nos tomamos los espacios para sacar la voz, pese a que, al ser mujeres, teníamos que pasar un examen de buenismo –buena alumna, buena persona, buena onda, buena mujer, en fin- para legitimarnos. Eses compañeres, son quienes sin saberlo sostuvieron días que para mí eran invivibles. Servir a otros le dio sentido al sinsentido que a veces ensombrecía el camino.
La vida adulta, en este contexto, en especial con hijes, lleva a sentimientos de mucha soledad. En mi caso, busco la mejor manera de criar a mis hijes, contenerlos, tener mis propios sueños y cambiar el mundo. Ser mujer y tener depresión no es algo fácil, en parte porque tienes que lidiar con tus propias emociones -los altos y los bajos- y con los estereotipos sociales de este cruce complicado de entender. Las mujeres solemos hacer en gran proporción el trabajo de casa, y sabemos que el trabajo que no es pagado, es invisible. Pero cansa en cualquier contexto, y más aún si debes hacerlo en blanco y negro.
Para entender este cansancio, es requisito esencial reconocer este esfuerzo por estar ahí, por contener, por desplegar todas las acciones posibles para que tu familia funcione hasta en las cosas más básicas. Todo eso, para algunes como yo, se transforma a veces en un remar en un río espeso que no parece ceder. Hace falta un abrazo, hace falta una mirada atenta, una complicidad que pueda ayudar a pasar el nubarrón sin sentirse tan vulnerable y tan expuesta. Hace falta un reconocimiento a ese trabajo cotidiano, doméstico, que cada une a su manera despliega y que permite que la vida florezca.
Un reconocimiento en tu propia casa y otro en toda la sociedad y sus leyes, partiendo por la Constitución. Sacar del silencioso mundo privado, algo que es esencial para el mundo público, aunque hayan sido concebidos como dos espacios excluyentes, pues la verdad es que el espacio doméstico es aquél que fue privado de los dones del espacio público, construido como privilegio para algunos. Hace falta un reconocimiento y el derrumbe de esta ficción público-privada para que seamos sujetes libres, libres de elegir el rol que queramos tener en nuestros espacios, siempre compartidos.
En mi opinión, este paso es esencial para sanarnos como sociedad, recuperar la ternura y mantener la fe en que esto será para mejor.