Estaba en mi taller, en medio de mis dibujos y pinturas, siempre comprometidos con el difícil camino que recorren tantas mujeres, en medio de este confinamiento eterno pero necesario, cuando descubrí que estaba rodeada de dos realidades: un silencio profundo y una ausencia de tela para pintar. Estaban mis tubos de diversos colores, los lápices, las croqueras y tantas cosas que guardo por lo que pueda ser. Pero fuera de dos telas, con el óleo a medio secar, no tenía más. Y allí, como tantas veces en mi vida, me dije: ya se me ocurrirá algo.
Y como torbellino llegaron a mi cabeza en ese momento tantos desafíos recientes. Estaba entusiasmada a mediados del año pasado en hacer un gran mural, hecho de plásticos recogidos en la calle o donde fuera, para denunciar la contaminación del mar y el peligro creciente de los microplásticos para la fauna marina y también para los humanos. El trabajo era intenso, amigas me ayudan a encontrar envases con los colores necesarios, y en medio de eso la noticia decepcionante: se suspendía la COP-25. Ya no habría gran evento internacional en Chile y el lugar que nos habían reservado en el Centro Cultural Estación Mapocho quedaba clausurado. Aunque con entusiasmo disminuido seguí adelante, esperanzada en que otro lugar tendríamos que encontrar. La respuesta vino del Centro Cultural en Los Cerrillos junto a las organizaciones sociales contra el cambio climático. Y luego se lo llevarían los jóvenes para Maipú; el esfuerzo tuvo su razón de ser.
[cita tipo=»destaque»] Fue al mirarme en el espejo, algo cansada, cuando supe lo que debía hacer: si no tenía tela para pintar, tenía mi rostro. Ese era el siguiente paso. Y comenzó el frenesí de la creación entusiasta. Rostros y silencios, afloraron por la necesidad de expresar el acumular de mi bulliciosa cabeza. [/cita]
Y cuando hubo que salir a la calle, lo hice. Y cuando fueron cientos de jóvenes los que sufrían el ataque de sus ojos, sentí que debía tomar mis lápices y colores y decir algo. Decir que en Chile hasta protestar cuesta un ojo de la cara. Y dibujarlo. O vivir a fondo la emoción de este 8 de marzo, ya en el borde de la tragedia del coronavirus que llegaba con su pandemia y encierros.
Y ahora todo eso estaba allí como rodeándome, como esperando una respuesta. Fue al mirarme en el espejo, algo cansada, cuando supe lo que debía hacer: si no tenía tela para pintar, tenía mi rostro. Ese era el siguiente paso. Y comenzó el frenesí de la creación entusiasta. Rostros y silencios, afloraron por la necesidad de expresar el acumular de mi bulliciosa cabeza. Un par de metros de cuerina negra que tenía destinada para un mantel, sirvió de telón de fondo para capturar cada creación en mi rostro. Y surgieron rostros diversos, en una danza espontanea de formas y colores. Alguien me dijo, tanto trabajo y tiempo invertido, para después quitarlo todo. ¿Qué responder? Pienso, y me siento como aquel artista que transforma la arena de playa en arte, o quien pinta en las veredas con tiza algo hermoso. Duran poco tiempo en forma tangible, pero aquí el lente de mi celular se hace cómplice y los puede hacer perdurar en el tiempo.
Lo que no sabía era que al mirar ese rostro en el espejo para crear armonías y trazos con colores diversos, había una Mayumi esperándome. Una que empezaría a mirarme para decirme cosas nuevas y secretos, para escudriñar en mí. Y mientras miraba las formas de mi cara, de mis orejas o pintaba largo mi cuello, allí la Mayumi desde el espejo cada tanto me hablaba, me decía verdades profundas…