Tenemos un caso reciente vinculado a la pandemia del coronavirus: la investigadora Camilla Rothe, incluida este año en la lista Time de personas más influyentes, fue una de las primeras en documentar la transmisión asintomática de la COVID-19, pero inicialmente su descubrimiento fue recibido con incredulidad, negación y menosprecio.
Este artículo empieza con un titular que busca ser provocativo. La expresión suele utilizarse de manera casi estándar cuando no hay presencia femenina en eventos, medios y otras plataformas de visibilidad. ¿Por qué no hay mujeres? Porque ellas no quieren. Se dice que el lenguaje construye realidad, y el hecho de que pongamos la responsabilidad sobre sus hombros es un claro indicador de ello. Pero quizás sea un razonamiento simplista que se queda con la foto de llegada y no analiza lo que ha pasado durante toda la maratón previa a la meta.
Veamos esto con un ejemplo concreto: en los dos años de vida de The Conversation en español, el porcentaje de autoras ha rondado siempre el 40 %, y en ocasiones ha caído algo por debajo. Estas cifras no son naturales, sino que son fruto del esfuerzo consciente de los editores, que buscan un equilibrio de género.
A pesar de este esfuerzo por encontrar investigadoras dispuestas a escribir sobre su campo, en muchas ocasiones no reciben respuesta, les indican que no tienen tiempo o que no son expertas en el tema propuesto. Esto último apenas sucede con sus compañeros masculinos. Quizá por eso un 55 % de los artículos están firmados por un único autor masculino, frente al 20 % de científicas que se atreven a publicar solas en The Conversation en español.
Dicho de otra manera: hace su aparición el “síndrome de la impostora”. Esto es algo relativamente común que consiste en asumir que los triunfos personales son cuestión de suerte, que se deben a factores externos, que no somos tan capaces como el mundo cree, que no estamos a la altura, que pasábamos por allí cuando se repartían los éxitos.
En definitiva: que eres una impostora. Un auténtico fraude mayúsculo.
Este síndrome no llegó un día de golpe. Se ha ido gestando durante mucho tiempo, cual virus que necesita de su periodo de incubación. Aunque este patógeno ataca tanto a hombres como a mujeres, nosotras somos más propensas a pillarlo, porque desde pequeñas llevamos recibiendo mensajes velados (algunos no tanto) que van atacando al sistema inmunológico de nuestra confianza.
Del “no seas mandona” que nuestras niñas escuchan al “tiene dotes de liderazgo” que escuchan ellos. Del “qué guapa eres” al “qué listo eres”. Del “eres muy trabajadora” al “eres brillante”.
La cosa no para ahí. Si revisamos el informe PISA 2018, en las respuestas de las chicas sobre la motivación para alcanzar un logro hay un desfase importante en la afirmación “me considero una persona ambiciosa”. Se muestra, por tanto, que la percepción de la ambición femenina es muy diferente de la masculina.
Cuando crecemos, sentimos que tenemos que demostrar nuestra valía una y otra vez (a nosotras mismas y al resto), algo que llamamos el sesgo de “demuestra tu valía de nuevo”.
Así lo ilustra un estudio en el que se entrevistó a 557 científicas. En él, dos tercios indicaron que tenían que trabajar el doble porque su experiencia se ponía en duda constantemente.
Tenemos un caso reciente vinculado a la pandemia del coronavirus: la investigadora Camilla Rothe, incluida este año en la lista Time de personas más influyentes, fue una de las primeras en documentar la transmisión asintomática de la COVID-19, pero inicialmente su descubrimiento fue recibido con incredulidad, negación y menosprecio.
A veces incluso se da el caso del fenómeno denominado como hepeating: cuando una mujer sugiere una idea y es ignorada, para que luego la enuncie un hombre y a todo el mundo le encante. La palabra se la propusieron a la profesora de física, Nicole Gugliucci, sus amigas. Ella lo tuiteó y, en cuestión de días, superó los 66 000 retuits y los 2 000 comentarios donde muchas mujeres respondieron diciendo que eso les pasa todos los días, tanto en el trabajo como en la esfera personal:
También descubrimos que hay menos comportamientos aceptables para mujeres que para hombres (sesgo de la cuerda floja). Por ejemplo, si somos asertivas se nos tilda de más difíciles y menos amables. En este estudio de las universidades de Harvard y Carnegie Mellon (EE. UU) hombres y mujeres negociaron una oferta de trabajo leyendo el mismo guion. Ellas fueron percibidas negativamente por negociar, mientras que ellos no.
Seguimos analizando la maratón y llegamos a otro hito vital: mientras que algunas mujeres rozan el techo de cristal, muchas madres trabajadoras ni siquiera se acercan a él porque les detiene el muro de la maternidad.
Este muro hace que se cuestione el compromiso y competencia de las mujeres que han sido madres y las oportunidades comienzan a desaparecer. Casi dos tercios de personas con niños y niñas reconocieron haber incurrido en este sesgo, en todas las razas y grupos étnicos.
Todo lo descrito en este artículo hace que, en muchas ocasiones, queramos pilotar por debajo del radar. Volvernos invisibles para no sufrir con los comentarios sobre lo que hacemos. Nos cuesta ser las primeras en coger el micrófono en el turno de preguntas de una conferencia, expresar nuestra opinión en público y escribir un artículo en The Conversation.
Aplicamos aquello de “en comunidad no muestres habilidad”, pero de manera constante y consideramos que es más rentable socialmente no destacar por nuestro talento. Esto es la pescadilla que se muerde la cola: cuanto menos visibilidad tenemos, menos piensan en nosotras para otras actividades.
Aquellas que rompen con el síndrome de la impostora y el resto de sesgos, tienen que sostener sobre sus hombros la “cuota de ser mujer”. Entonces sus agendas se llenan de compromisos y tienen que rechazar muchos.
Como le leí recientemente al escritor Alexander den Heijer: “Cuando una flor no florece, arreglas el ambiente en el que crece, no la flor”. Pongámonos manos a la obra para que las mujeres quieran escribir en The Conversation y ocupen otros muchos espacios que les pertenecen.