La experiencia educativa de hombres y mujeres sigue siendo diferenciada, desigual y excluyente; así mismo, incluso aquellxs que reciben el más alto nivel de educación y formación en postgrados, se enfrentan a una fractura en su trayectoria asociada a las labores de cuidado, reproducción, falta de oportunidades y estereotipos de género que obstruyen su desarrollo profesional. Un sinfín de impedimentos cada vez más sutiles y sofisticados, y, por tanto, invisibles, naturalizados y difíciles de subsanar por la perspectiva de género liberal con la que hemos armado agendas en las instituciones.
Sin embargo, para enfrentar este vejamen es necesaria la decisión política de las instituciones y el desarrollo de estas agendas, que incluyen: tener diagnósticos, políticas, protocolos y planes de igualdad. En los últimos años nos hemos esforzado en avanzar, pero la problemática estructural de la desigualdad de género se mantiene y, lo que es peor, se imbrica con otras dimensiones de la desigualdad que repercuten en experiencias educativas diferenciadas entre hombres y mujeres. Esta realidad nos lleva a implementar y replantear sistemáticamente acciones para dar cuenta de las nuevas formas y manifestaciones del patriarcado. Pero ello sólo nos remite al síntoma.
[cita tipo=»destaque»] Pensar en la educación, en armonía con un proyecto feminista, es enfrentar el origen mismo y las formas en que hemos construido los modelos educativos [/cita]
En ese sentido parece necesario volver a las ancestras feministas. La autora bell hooks[1] en la editada recopilación de sus textos en español titulada “El feminismo es para todo el mundo” (1981), tiene la definición de feminismo que hace más sentido a este tiempo de incertidumbres: “el feminismo es un movimiento para acabar con el sexismo, la explotación sexista y la opresión. Estas 16 palabras encarnan el constante diálogo de disputa de poder desde una mirada feminista.
Es por ello, que pensar en la educación en armonía con un proyecto feminista es enfrentar el origen mismo y las formas en que hemos construido los modelos educativos. Cuando desde las universidades nuestrxs estudiantes nos interpelan con el fin de permear el universo simbólico y práctico de la docencia y la investigación desde una perspectiva de género, no solo se refieren a las formas establecidas históricamente sino a la cultura sexista y androcéntrica, independiente de hombres o mujeres; todxs, incluso las disidencias sexuales, reproducimos las acciones sexistas y su pensamiento.
Acá vale preguntarse ¿cómo construir un proyecto educativo libre de sexismo?
En primer lugar, debemos superar nuestra historia androcéntrica que tiene como consecuencia, parafraseando a Joan Subirats, “convertir el cuerpo masculino en modelo de referencia universal”. Esto implica reconocer que esta forma de ver el mundo obedece a un modelo ideológico patriarcal y conservador, que muchas veces se sustenta en razones biológicas que han sido desmentidas por la misma ciencia.
En segundo lugar, debemos asegurar la decisión política, económica y cultural de erradicar el sexismo y el modelo de dominio-sumisión que subyace tras la mayoría de relaciones cotidianas. Para ello debemos deconstruir muchos de nuestros referentes y formas de actuar: incorporar y exigir el uso de lenguaje no sexista, problematizar el uso de bibliografías y referentes mujeres y disidentes; analizar constantemente en clave de igualdad de derechos y libertades nuestras acciones y hacer de ellas una práctica política. En sí, reconocer el papel crucial de la educación en la superación del sexismo, erradicando un modelo de relación, que tiende a reproducirse de una generación a la siguiente a través de mecanismos fuertemente arraigados.
En tercer lugar, reconocer en este nuevo modelo el componente cognitivo, emocional y conductual para la superación del sexismo. Superar los estereotipos asociados al género para que las mujeres, hombres y disidencias no sigan siento instruidxs explícitamente en la asunción y valoración del rol que se espera de ellxs en su comportamiento (“no hacen…”), en su lenguaje (“no dicen…”), en su aspecto (“no llevan, no se ponen…”), y [con ello] está lista la “tormenta perfecta” que sustenta la desigualdad de género (Gómez, 2019). Además que es el terreno fértil para que se propaguen y naturalicen las expresiones de violencia: acoso, abuso y discriminación.
Y finalmente, debemos reconocer que desde las universidades las académicas blancas y de clase media y alta han aportado a los debates, pero la hegemonía de sus posturas ha invisibilizado las diferencias de clase, etnia, origen y cuerpos en discapacidad y diversos. Autoras como bell hooks han luchado en contra del racismo de feministas académicas privilegiadas. Este punto es importante en nuestro contexto nacional, para seguir tensionando la mirada de las feministas negras estadounidenses, que nos invita a que diversas mujeres ingresen a la academia, el reconocimiento de quienes ejecutas las labores de gestión como parte sustantiva de la comunidad y también la necesidad de establecer diálogos con el saber experiencial común-popular de las organizaciones y movimientos sociales.
Estas opiniones no pretenden ser una pauta y menos una ruta sino más bien una reflexión abierta que invite a reinventar las formas de convivencia y generación de conocimiento en las instituciones educativas, garantizando experiencias libres de violencias y desigualdad para unxs, y de exigencias y responsabilidad para otrxs. Así mismo, dar respuestas a los tiempos retrofuturistas y distópicos en que nos encontramos. En este sentido las instituciones universitarias nos enfrentamos al desafío de formación de seres humanos cuyo pensamiento crítico debe ser un aporte al buen vivir fundado en economías, políticas y culturas al servicio de la dignidad y la vida.
[1] La autora usa el seudónimo bell hooks, en honor a su bisabuela materna, Bell Blair Hooks, lo escribe en letras minúsculas con el fin de eliminar el enfoque de ella como persona y colocarlo únicamente en su escritura: “Lo más importante es lo que digo en mis libros, no quién soy”.