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Irse para ser quien somos: la consustancialidad entre migrantes y las diversidades sexuales Yo opino Créditos: Foto de Agencia Uno

Irse para ser quien somos: la consustancialidad entre migrantes y las diversidades sexuales

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“Este es mi lugar, aquí es donde debí nacer” dice Esmeralda, una mujer trans peruana que vive en Antofagasta hace algunos años, contando lo que pensó al ver una de las primeras escenas que le ofreció esa ciudad: dos mujeres dándose un beso en el Terminal de buses. Dice también que está agradecida de vivir aquí, de poder al fin “ser quien ella es”. Eso, por su relato, parece ser mucho más importante para ella que las múltiples situaciones de discriminación y violencia que ha experimentado por ser una mujer trans migrante. Una golpiza brutal en la calle de parte de un grupo de hombres, por ejemplo. Me cuenta el hecho con una emoción alejada del dramatismo, y rescatando en varias ocasiones el trato respetuoso del carabinero que la subió a la ambulancia, que le dijo “señorita”, y se preocupó de su estado.

Hay cierta consustancialidad entre la migración y las orientaciones sexuales e identidades de género no hetero-cis-normadas, explican diverses autores que han investigado este tema. Es decir, la migración (de su pueblo, su ciudad, su región, su país) es un hecho muy común en estas biografías. A veces se migra por la necesidad de escapar del control familiar, por huir de lo conocido y los conocidos, para poder “ser quien se es”, como dice Esmeralda. Otras veces, escapando de la violencia de esa familia -que suele ser el primer espacio de vulneración-, de la violencia social o estatal. Sexilio se ha llamado a esta migración, que ha ido ganando visibilidad en los años recientes, aunque siempre haya existido. El término, que al poner nombre logra tematizar, corre el riesgo, de todas maneras, de caer en explicaciones monocausales, porque muchas veces se pierde de vista cómo se enredan en esas decisiones migratorias necesidades económicas, amores y desamores, proyectos largamente deseados de cambio, en el cuerpo, en las posibilidades de hacer pareja o familia, ganas de vivir mejor, en muchos sentidos entretejidos.

[cita tipo=»destaque»]En Chile, como se ve, los avances en este ámbito han sido más lentos, y aún falta bastante por hacer para poder hablar con cabalidad del respeto de los derechos de las personas LGTBIQ+. Mirando en retrospectiva, el primer logro significativo del movimiento de la diversidad sexual en el país se consiguió recién casi iniciando el siglo XXI, cuando en 1999 se despenalizó la figura de la sodomía.[/cita]

El pasado 17 de mayo se conmemoró el día internacional contra la homofobia, la transfobia y la bifobia. Leyendo el relato de Esmeralda, es lógico peguntarse si tienen mucho sentido este tipo de efemérides, si tienen algún impacto en esas realidades. A simple vista, parece que no, sin embargo, generan un espacio para la sensibilización, un paso indispensable para producir cambios a escala legislativa, de política pública y, sobre todo, en las relaciones cotidianas que van construyendo nuestras sociedades. Pero el motor de este cambio, sin dudas, es la lucha de la sociedad civil organizada en torno a esta causa.

En materia de reconocimiento legal, esta lucha ha tenido resultados dispares en los países de la región. En 2002 se sancionó la primera ley de alcance local que brindaba cobertura y reconocimiento a las parejas gay-lésbicas en América Latina, en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina (Ley de Unión Civil); en 2007 se sancionó la primera ley de alcance nacional en Uruguay, con la figura de las “uniones concubinarias”. Le siguieron México en 2009, Argentina en 2010, Brasil en 2013; en nuestro país, esto ocurrió recién a fines de 2021, con la aprobación de la Ley 21.400, que regula el matrimonio entre personas del mismo sexo.

En Chile, como se ve, los avances en este ámbito han sido más lentos, y aún falta bastante por hacer para poder hablar con cabalidad del respeto de los derechos de las personas LGTBIQ+. Mirando en retrospectiva, el primer logro significativo del movimiento de la diversidad sexual en el país se consiguió recién casi iniciando el siglo XXI, cuando en 1999 se despenalizó la figura de la sodomía. El otro paso relevante llegaría más de una década después, con la promulgación de la Ley 20.609, de 2012, que “Establece medidas contra la discriminación” -conocida como ley Zamudio, porque fue el brutal asesinato homofóbico de este joven el hecho que empujó su aprobación-. Entre otras categorías, esta ley condena la discriminación arbitraria fundada en el sexo, la orientación sexual y la identidad de género de la persona. La norma no ha sido muy efectiva en su implementación, razón por la cual hay iniciativas para modificarla. De todas formas, su aprobación se considera un progreso, porque es el primer texto jurídico que reconoce la orientación sexual y la identidad de género en Chile, entado un precedente legal. No es poca cosa, sobre todo si se tiene en cuenta que Chile fue el primer país en ser condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por violar los derechos de una persona por su orientación sexual, al negar la tuición de sus a hijas una mujer lesbiana, en el caso de la jueza Karen Atala. En 2018, en tanto, ocurrió otro hito normativo importante: la aprobación de la Ley 21.120, de identidad de género; en 2021, como señalamos, llegó el reconocimiento del matrimonio.

Los avances, como se ve, han sido lentos, también cuestionados por algunos sectores del movimiento. Lo que no se discute es que esos pasos se han logrado fundamentalmente por la resistencia y la lucha de los activismos LGTBIQ+ y el movimiento social por la diversidad sexual. Las personas migrantes son nuevos actores/actrices de este movimiento, creando agrupacions propias, o incorporándose a organizaciones nacionales, diversificado la lucha (en tanto que abren nuevos frentes, en el cruce de estas demandas con las ligadas a la situación migrante y los procesos de racialización y etnización). Por eso, estas resistencias y activismos migrantes de la diversidad sexual cuestionan doblemente el sentido convencional de la ciudadanía: como personas LGTBIQ+, tensionando la construcción hetero-cis-normada del Estado-nación, como personas migrantes, problematizado el vínculo entre ciudadanía y nacionalidad que ese Estado-nación ha instituido. Así, sus resistencias y luchas son fundamentales para la transformación que experimenta el concepto de ciudadanía en estos tiempos constituyentes que estamos viviendo. 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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