El acoso sexual, la violencia y discriminación de género son un flagelo sistémico en educación superior, que genera graves consecuencias, desde afectaciones en la salud física y psicológica, impactos negativos en la trayectoria profesional y logros educativos, llevando a la pérdida sostenida de talentos, el deterioro de los ambientes de aprendizaje y trabajo, el detrimento de la calidad e impacto de la investigación, hasta los altos costos financieros y reputacionales para las instituciones.
Pese a ello, los cambios siguen siendo lentos. Se estima que nueve de cada diez países del mundo tienen leyes contra el acoso sexual en el ámbito laboral, pero seis de cada diez carecen de leyes adecuadas en la educación superior. En el 2021, nuestro país dio un paso decisivo con la promulgación de la Ley N°21.369 que regula el acoso sexual, la violencia y la discriminación de género en este ámbito.
Esta norma, cuyo plazo de implementación en Universidades, Institutos Profesionales, Centros de Formación Técnica y Escuelas Matrices fue el 15 de septiembre, fue promovida a partir de las movilizaciones feministas del 2018 y se consolidó tras la cooperación entre estudiantes, académicas, organizaciones de la sociedad civil, la Cámara de Diputados(as) y el Senado, quienes debatieron casi cuatro años para generar un instrumento transformador de las culturas organizacionales, dejando atrás el enfoque reduccionista para incluir distintas formas de violencia por razón de género.
[cita tipo=»destaque»] La falta de sanciones y transparencia para proteger la reputación institucional han sido un incentivo perverso para seguir amparando a perpetradores y eximir de responsabilidad a las instituciones, con mecanismos como acuerdos de confidencialidad, el difícil acceso a investigaciones sumarias y la falta de un registro público de mala conducta. [/cita]
No obstante, esta Ley no es una varita mágica que arrancará de cuajo este flagelo, pues la falta de sanciones y transparencia para proteger la reputación institucional han sido un incentivo perverso para seguir amparando a perpetradores y eximir de responsabilidad a las instituciones, con mecanismos como acuerdos de confidencialidad, el difícil acceso a investigaciones sumarias y la falta de un registro público de mala conducta; facilitando que los perpetradores se empleen sin mayores problemas en otras instituciones.
Con esto en mente, se estableció un gran avance en el artículo N°7: “las instituciones educacionales señaladas en esta ley que no adopten una política integral contra el acoso sexual, la violencia y la discriminación de género en los términos dispuestos por la ley no podrán acceder u obtener la acreditación institucional que prevé la ley N° 20.129”.
Sin embargo, una ley sin liderazgos activos y valientes corre el riesgo de ser letra muerta, no es casualidad que ese artículo fuera el más resistido durante su tramitación. La evidencia indica que, sin el compromiso de quienes toman las decisiones, tanto en las instituciones como en el Estado, y sin una mirada integral que comprenda que la discriminación y violencia de género se perpetúa y consolida en condiciones laborales precarias y organizaciones extremadamente jerárquicas, con falta de transparencia, masculinidades académicas tóxicas y una cultura de silencio cómplice, la transformación no será posible.