En julio de 2021 el país sufrió un duro golpe, cuando el presidente Jovenel Moïse fue asesinado. Un mes después, un terremoto dejó más de 2.200 muertos. Desgarrado por la violencia y el cólera, con al menos cinco millones de personas desnutridas, el país enfrenta una catástrofe humanitaria. El gobierno ha pedido ayuda militar extranjera, pero la idea ha sido criticada por algunos haitianos que lo ven como una injerencia.
Cuando casi todos los extranjeros se fueron de Haití, ella decidió quedarse con su hijo de 4 años.
Cerraron las embajadas, se fue Naciones Unidas y todas las organizaciones humanitarias que trabajaban en el país.
Los extranjeros que permanecen en Haití se pueden contar con los dedos de las manos y entre ellos está Consuelo Alzamora, una terapeuta ocupacional chilena de 36 años que fundó el centro de rehabilitación Fondation Tous Ensemble.
«Me siento como en mi casa, este es mi pueblo, esta es mi vida», le dice a BBC Mundo por teléfono. Lleva una década trabajando en la nación caribeña y tiene planes para seguir rehabilitando pacientes a pesar de la ola de violencia que azota al país más pobre de América.
«Esto es como los juegos del hambre. Sacan la ametralladora y le disparan a la gente».
Ella ha experimentado el horror de estar en un país a la deriva, donde la corrupción y las bandas armadas, los asesinatos y los secuestros, no dan tregua.
Poderosas pandillas controlan las carreteras y los suministros básicos, mientras el descontento social con el gobierno se ha tornado en protestas que derivan en saqueos y enfrentamientos con la policía.
En julio de 2021 el país sufrió un duro golpe, cuando el presidente Jovenel Moïse fue asesinado. Un mes después, un terremoto dejó más de 2.200 muertos.
Desgarrado por la violencia y el cólera, con al menos cinco millones de personas desnutridas, el país enfrenta una catástrofe humanitaria. El gobierno ha pedido ayuda militar extranjera, pero la idea ha sido criticada por algunos haitianos que lo ven como una injerencia.
Sin luz, ni gasolina, y a veces sin gas para cocinar y usando el agua del pozo de un vecino, Consuelo cuenta en este relato cómo vive en su país tan querido, a pesar de la crisis que lo azota sin clemencia.
Llegué a vivir aquí hace 10 años como voluntaria de la organización América Solidaria y un año después entré a trabajar a Medical Teams International en Les Cayes, en el sur del país, a unos 180 kilómetros de la capital (unas cuatro horas en auto).
Me quedé porque me enamoré del país y porque había mucho que hacer. Unos años después cerraron el centro de rehabilitación donde trabajaba y entonces con un colega decidimos fundar uno nuevo en junio de 2016.
Una de las cosas que me encanta del pueblo es la vida en comunidad. Y de alguna manera se parece a San Carlos, el pueblo donde yo nací, cerca de Chillán, en el sur de Chile, porque puedes ir a todas partes caminando.
Cuando las cosas estaban mejor, me gustaba levantarme como a las 6:30 am, hacer gimnasia, llevar a mi hijo al colegio y luego irme a trabajar. Algunas veces estaba todo el día en la clínica, pero otros, íbamos a terreno, hacíamos clínicas móviles por distintos pueblitos del sur rehabilitando pacientes.
Ahora tenemos un proyecto para las clínicas móviles y otro proyecto de rehabilitación con niños, pero con lo que está pasando, no hemos podido continuar.
Desde que llegué a Haití han cambiado muchas cosas. Tuvimos un huracán categoría 5, Mathew, que arrasó con todo, y el año pasado tuvimos un terremoto de magnitud 7,2. Fue el 14 de agosto, nunca me voy a olvidar.
A diferencia de lo que pasa en Chile, cuando salimos a la calle, había personas muertas en el piso, gente debajo de los escombros, heridos que llegaban a pedirme ayuda. Mi casa se damnificó y tuvimos que vivir como dos meses en un auto porque seguían las réplicas.
Había que sobrevivir, pero al mismo tiempo, como somos un centro de rehabilitación, teníamos que darle atención a todas las víctimas del terremoto.
Aparte del huracán y el terremoto, hemos tenido que enfrentar el problema de las bandas criminales que matan y secuestran gente.
Eso pasa principalmente en Puerto Príncipe, no en Les Cayes. Aquí hay violencia, pero todavía no llegan los secuestros. Si llegaran, probablemente tendríamos que irnos porque en el sur somos apenas cuatro extranjeras, lo que nos convertiría en el blanco perfecto para las bandas.
Estas bandas armadas empezaron a operar por ahí por el 2018, más o menos. Una de ellas se tomó la salida sur de Puerto Príncipe y desde entonces prácticamente no hay paso desde la capital al sur.
Nos aislan y el costo de la vida sube, no solo por la inflación que hay en todo el mundo, sino porque los camiones no pueden pasar, y entonces no nos llega bencina (combustible), no pasa ningún tipo de insumos médicos, ni los camiones con agua.
El pueblo ahora es muy diferente a cuando llegué a vivir aquí, y en el último par de meses ha cambiado mucho. La vida tranquila, bonita, que tenía antes, solo duró hasta el 22 de agosto de este año.
Ese día empezaron las manifestaciones en Les Cayes contra el gobierno. A comienzos de septiembre tuvimos que cerrar el centro de rehabilitación porque todo el pueblo estaba lleno de barricadas y no se podía salir a la calle.
Ahora está muy peligroso. El colegio de mi hijo lo cerraron por las manifestaciones.
Está peligroso porque las manifestaciones aparecen en cualquier momento y cuando los manifestantes ven algo abierto, lo saquean. Si hay cualquier lugar abierto, le tiran piedras para que cierre y cuando llega la policía empiezan los disparos.
Entonces nosotros vamos a trabajar solo cuando se puede porque se ha puesto peligroso.
Si se escuchan muchos disparos en la noche, hay que estar atentos. Entre los colegas nos llamamos por teléfono en la mañana para ver si es posible salir a la calle. En el equipo somos 14 personas. Hay kinesiólogos, terapeutas ocupacionales, técnicos en rehabilitación, protesistas.
Y si hay mucha quema de neumáticos, no vamos a trabajar. No tiene mucho sentido porque sabemos que los pacientes no van a poder llegar.
Por ejemplo, todo septiembre estuvimos cerrados porque las manifestaciones estuvieron muy violentas y no podíamos poner un pie fuera de la casa.
Había manifestaciones todo el día y era muy peligroso por los disparos. Aquí la policía dispara a quemarropa. Deben haber muerto unas 20 personas y tuvimos decenas de heridos aquí en el pueblo en las últimas semanas.
A mí no me ha pasado nada, pero si me encontrara con una manifestación, me da miedo que me peguen, que me tiren piedras, que me agredan por ser diferente.
Es que nosotros, los extranjeros, representamos todo lo que ellos odian de Estados Unidos y de los franceses. Aunque la gente me ha dicho que a mí nunca me va a pasar nada porque todos me conocen y por eso me dicen «la alcaldesa».
Yo diría que lo más peligroso en Les Cayes son las balas locas. A la policía aquí le da lo mismo. La mayor parte de los muertos son por herida de bala de la policía. Yo lo he visto.
Normalmente tenemos pacientes con daño neurológico, con parálisis cerebral. Y atendemos las personas fracturadas por accidente con moto.
Pero ahora estamos viendo mucho paciente fracturado por herida de bala, o con lesiones medulares por herida de bala. Al final, vivir aquí es como estar en la guerra.
Hace dos semanas, por ejemplo, la policía le disparó en una de esas manifestaciones a un niño de 16 años en la cabeza, por detrás. Cuando pasan esas cosas la gente se ofusca, se enoja, agarran el cuerpo y pasean el cuerpo por todo el pueblo para que todos veamos que la policía mató al niño.
Estuvimos varias semanas con los bancos y las casas de transferencia cerradas. No había plata y tampoco había nada para comprar porque estaba todo cerrado. No teníamos gasolina, ni luz, ni agua.
De hecho, no tenemos luz hace más de tres meses y es muy difícil encontrar agua potable. Eso está pasando en todo el sur del país. Y si encuentras bencina (gasolina), el galón puede costar US$45.
Por suerte le puedo comprar el agua a un vecino que tiene pozo porque ya no llegan los camiones con agua como antes. No pueden pasar con la carretera tomada por las bandas.
En mi casa vivimos dos mujeres y mi hijo. Nos bañamos con baldecitos. Cuando no conseguimos gas, la comida se cocina con carbón. Ahora último, por suerte, conseguí gas propano.
Lo bueno es que tengo un sistema solar que me permite cargar el teléfono.
Nosotros compramos en el mercado local y comemos según lo que se pueda encontrar ahí. A veces hay una semana sin huevos, otra semana sin pollo, ahora llevamos como dos semanas sin tomates. Y me acuerdo que estuve como una semana sin leche para el niño. Pero ahora tenemos leche.
Muchas veces no se puede salir de la casa por las manifestaciones y cuando la gente se toma las calles no se puede pasar. Si no se puede ir al mercado, comemos cosas no perecibles como tallarines, arroz o jurel. Y también el banán, que es como un plátano cocido.
Lo difícil es que los precios se han quintuplicado. Las cosas están tan caras que por primera vez veo que la gente no come y eso me duele. Como yo tengo algo de recursos, en mi casa comemos como 10 personas y tratamos de darle comida a los que no tienen, pero es muy triste porque a veces no hay.
En Puerto Príncipe las bandas armadas se tomaron la salida sur de la capital para cobrar dinero, son como mafias.
Todos los autos que pasan por esa carretera tienen que pagar un peaje a las bandas, pero no siempre te dejan pasar.
Si vas en un bus desde el sur hacia Puerto Príncipe, uno se arriesga porque tienes 50% de posibilidades de que te disparen y 50% de que puedas pasar.
A veces grupos de hombres con ametralladoras paran los buses y el chofer les tiene que dar plata.
Pero otras veces va pasando el bus y los matan a todos. Esto es como los juegos del hambre. Sacan la ametralladora y le disparan a la gente.
Pueden morir 20 o 30 personas y nadie dice nada.
Tengo un amigo que lo secuestraron hace un par de meses y al final lo liberaron porque no les conviene matar a los extranjeros si a final de cuentas saben que casi siempre se termina pagando.
Entonces es probable que no te maten, pero son súper violentos. Te pegan, te quiebran los brazos, a las mujeres las violan.
Hace más de un año que no voy a Puerto Príncipe. Y si tuviera que ir, no podría hacerlo por tierra. Tendría que tomar un vuelo que dura 15 minutos y vale unos US$250.
Así como están las cosas, el negocio del avión es grito y plata. Tanto, que ahora tienen como cinco vuelos al día.
Es que desde el 2018 ha habido miles de secuestros en Puerto Príncipe. Ese es el gran negocio. Piden como US$100.000 por persona secuestrada. Y si secuestran a 10 personas, cobran US$1 millón. Es increíble. Y nadie hace nada por sacar a las bandas.
En Haití todos conocen a alguien que ha sido secuestrado. A otro amigo le secuestraron a su familia que venía de Canadá. Era una pareja y una niña de 18 años. La niña se negó a que la violaran y la mataron.
Donde yo estoy, en Les Cayes, no han llegado los secuestros y por eso sigo en Haití.
El día que lleguen los secuestros al sur, no podría quedarme porque soy el blanco perfecto para secuestrar. Es que somos muy pocos extranjeros en el sur. Hoy en día creo que somos como cuatro: tres gringas y yo.
Y quedan muy pocos en la capital porque todas las organizaciones que estaban en Haití, se fueron. Se cerró todo, las embajadas, las Naciones Unidas. Todos los extranjeros desaparecieron. Eso fue como decirles a los haitianos: muéranse solos, mátense entre ustedes.
Mi hijo se da cuenta que pasan algunas cosas. Ayer, por ejemplo, estábamos afuera de la casa de un vecino porque a mi hijo le encanta jugar con la arena de construcción y sus juguetes de playa.
De repente, empezaron los disparos. Entonces mi hijo grita «mamá», y yo le digo: «tranquilo, son fuegos artificiales». Entonces nos quedamos adentro de la casa hasta que pasaron los disparos.
A pesar de todo, me gusta estar en Les Cayes. ¿Por qué me voy a ir?, yo me siento como en mi casa, es mi pueblo, es mi vida.Y me encanta mi trabajo.
Después del terremoto nuestra clínica se damnificó y desde ese momento hemos estamos estado en todo el proceso de terminarla.
Espero que todo esto se acabe en algún momento para que nosotros podamos terminar nuestro centro y acoger a toda la gente.
He tenido tantas experiencias lindas en estos 10 años en Haití. Cuando me levanto en la mañana, salgo a trabajar y veo a mis pacientes, se me ilumina todo.
Acá no gano plata, al contrario, me pago para subsistir. Pero es tan bonito poder hacer una diferencia real en la vida de las personas. Y no solo una vez a la semana, es hacerlo todos los días.
Le he ayudado a tanta gente que ellos también me ayudan a mí. Muchas veces no me quieren cobrar. Me emociono para adentro, trato de no soltar una lagrimita.
Por otro lado, tengo esperanza de que las cosas mejoren en Haití. Cuando volví de mi último viaje fuera del país, quedé como en shock y estuve bien deprimida al principio.
Me preguntaba cómo es posible que no tengamos teléfono, que no tengamos agua, que no tengamos luz, que no tengamos plata, que no tengamos combustible.
Pero mirando todo lo que ha pasado, creo que ya llegamos al nivel más bajo y que ahora nada puede ser peor que esto.
Yo le digo a mis amigos que ya tocamos fondo. No hay nada peor que no hayamos vivido. ¿Qué más mal podemos estar?
La mejor lección que me ha dado Haití es que ninguna situación en la vida es permanente.
Yo siempre digo, esto va a pasar, y va a ser un recuerdo. Así fue con el huracán, cuando no había luz, ni comida, ni nada de nada. Llorábamos por toda la gente que había muerto, pero un par de meses después, empezamos a hacer nuestra vida de nuevo.
Lo mismo pasó con el terremoto. Devastación, muertos, pacientes que necesitaban ayuda urgente. Pasó un mes, pasaron dos meses y empezamos a hacer nuestra vida de nuevo.
Cuando mataron al presidente, que también fue terrorífico, pensábamos que podía venir un golpe de Estado. Pero después de unas semanas, la vida volvió a la normalidad.
Y ahora la violencia. Entonces, he aprendido a tomar las cosas como vengan. Si comemos menos, comemos menos. Será un mes, dos meses, pero va a pasar.
Estoy completamente convencida de que lo que estamos viviendo ahora va a pasar. Y se convertirá en un recuerdo.