En la antigüedad se creía que el útero era un animal móvil que vagaba por el interior del cuerpo y del que la mujer no tenía control alguno. Desde Platón hasta Freud, este órgano se vinculó con una enfermedad de los nervios y el deseo: la histeria.
Un animal dentro del cuerpo de un animal. Así es como se describía el útero de la mujer en la Antigüedad.
La frase se ha atribuido a Platón y a Aristeo de Capadocia pero, al fin y al cabo, muestra la visión que se tenía sobre este órgano y sobre las mujeres en esa época. En concreto, se creía que el útero era un animal móvil que vagaba por el interior del cuerpo y del que la mujer no tenía control alguno: era un “útero errante”.
Aunque esto fue hace más de 2.400 años, el paradigma sobre cómo afectaba este “animal” al cuerpo femenino y a su modo de ser se mantuvo por siglos.
También se vinculó el órgano con una enfermedad que llegó incluso a los divanes del psiquiatra austriaco Sigmund Freud: la histeria.
Es complicado definir “histeria” sin caer en simplificaciones, pero en las distintas corrientes médicas se mantuvo como una enfermedad de los nervios, del deseo, que gobierna las emociones y las exacerba y con una gran variedad de síntomas que, según la época, variaban entre estados de abatimiento, respiración jadeante, silencio e incluso espasmos.
Un “cajón de sastre” cuyos síntomas eran provocados por el útero, por sus movimientos, sus alteraciones. No en vano, el origen de la palabra “histeria” proviene del término griego ὑστέρα hystéra, “útero”.
La idea de que el útero viaja por el cuerpo y afecta a otros órganos aparece por primera vez en el Antiguo Egipto.
La referencia se encuentra en los papiros de Kahun, considerado el texto médico conocido más antiguo de Egipto (1.800 a.C.) y centrado específicamente en ginecología, y el de Ebers, el más largo que existe, según cita Mercedes López Pérez, de la Universidad de Murcia en su investigación “La transmisión a la Edad Media de la Ciencia Médica Clásica”.
Cita López que aparecen en estos papiros, por ejemplo, el caso de una mujer que acude con un dolor en los ojos que se extiende hasta la nuca y que es incapaz de ver.
El diagnóstico es que esto se debe a “las substancias uterinas que están en los ojos”. Y el remedio, una fumigación con resina y grasa en la vagina.
Pero cuando se hizo más conocido el término “útero errante” fue en la Antigua Grecia.
El eminente filósofo griego Platón (424 a.C.-347 a.C), fundador de la Academia de Atenas, recoge este concepto en el “Timeo”, uno de sus famosos Diálogos. En el libro escribió que en las mujeres, “la matriz y la vulva se parecen a un animal ansioso de procrear” y que, precisamente, si durante mucho tiempo se está sin producir frutos, el útero (matriz) “se irrita y se encoleriza; anda errante por todo el cuerpo”.
Las consecuencias, que aparecen así escritas en el “Timeo”, a juicio de Platón, son terribles:
“(el útero) cierra el paso al aire, impide la respiración, pone al cuerpo en peligros extremos, y engendra mil enfermedades; y esto no se remedia sino cuando el hombre y la mujer, reunidos por el deseo y por el amor, hacen que nazca un fruto, y le recogen como se recoge el de los árboles.”
Platón no toma esta idea directamente de los egipcios, sino de los Tratados Hipocráticos, la compilación de textos médicos atribuidos a Hipócrates (460 a. C.-. 370 a. C.), padre de la medicina occidental, según apunta el médico Thomas A. H. MacCulloch en el artículo Theories of Histeria (1969) (“Teorías de la histeria”) que aparece recogido en The Canadian Journal of Psychiatry.
En los Tratados Hipocráticos hay una parte específica donde se habla de las enfermedades de las mujeres y ocupa buena parte hablando del útero y su desplazamiento.
Hay que entender que, si bien en el Antiguo Egipto sí se hacían disecciones de cuerpos, apunta López Pérez, no era algo usual en los tiempos de Hipócrates.
Por lo tanto, no había tanta certeza de cómo era este órgano al que se le asociaban partes animales, como el tener dos bocas u olfato, y se creía que su estado natural era el de humedad.
También recalca la doctora Carole Reeves, del Centro de Historia de la Medicina de la University College London, en su charla “Úteros errantes y aguas malignas: las quejas de las mujeres y su tratamiento”, que el análisis de estos documentos se tiene que hacer teniendo en cuenta el conocimiento que se tenía en aquella época, y no desde una perspectiva contemporánea.
Según se lee en los Tratados Hipocráticos, la matriz de una mujer que no ha tenido relaciones “no tiene humedad por sí misma y tiene un espacio amplio por haberse vaciado el vientre”, así que se desplaza por todo el cuerpo al estar “más seca y ligera de peso”.
En el interior del cuerpo, el útero seco podía moverse al hígado, al corazón, costillas, garganta. Daba igual. Podía desplazarse allá donde fuera debido a esta ligereza. Y allí, fuera de su lugar, producía un montón de sintomatologías.
Por ejemplo, si el útero se desplazaba hasta el hígado, dicen que provocaba lo siguiente:
“sofocos, la parte blanca de los ojos se vuelve hacia arriba, se siente frío y algunas mujeres, incluso, se ponen lívidas y les rechinan los dientes, afluye saliva a la boca y llegan a parecer poseídas por la enfermedad de Heracles (epilepsia). Si la matriz queda un tiempo junto al hígado y los hipocondrios, la mujer se asfixia.”
El útero errante era la respuesta a los distintos males inexplicables que padecían las mujeres.
“Los antiguos griegos también culpaban al órgano femenino de todo, desde convulsiones hasta depresión. El comportamiento histérico (emociones fuera de control, miedos irracionales, conducta descontrolada y exagerada) se asoció con las mujeres, siendo el útero el epicentro de la culpa”, expone Elizabeth Kissling en The Wandering Uterus (“El útero errante”), artículo recogido en la Society for Menstrual Cycle Research (Sociedad para la investigación del ciclo menstrual).
Y había varios remedios.
Como se asumía que el útero tenía sentido del olfato, proponían poner un olor pestilente donde estaba mal colocado y, a la vez, poner un olor agradable en la vulva con el objeto de que, atraído por el buen aroma, regresara allá.
Otra solución era irrigar con semen la matriz, ya que pensaban que se desplazaba porque estaba seca y árida. Así que la prescripción a mujeres viudas era quedarse embarazas y a las solteras, casarse.
Hasta Galeno (129 d.C.-) llega la teoría del útero errante. Aunque este célebre médico griego cree que el útero no deambula por el cuerpo, lo ve anatómicamente imposible, pero sí afirma que cambia su posición, por ejemplo, durante el embarazo.
Este también mantiene el concepto de histeria (hysteria) como el gran mal de las afecciones femeninas y sus variaciones, como la “sofocación uterina”.
Los tratamientos de Galeno para la histeria consistían desde purgas, elaboraciones con hierbas hasta casarse o reprimir estímulos que pudieran excitar a una mujer joven, apunta el artículo científico Women And Hysteria In The History Of Mental Health (“Mujeres e histeria en la Historia de la Salut Mental”) publicado en la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos.
La idea de que la histeria era un mal causado por el útero, y por ende, una dolencia exclusiva de las mujeres, perduró en el tiempo. Durante la Edad Media, esta dolencia llegó a llamarse “furor uterino” o “mal de amor” y se repetirá, de nuevo, a lo largo del Renacimiento.
En la Inglaterra victoriana, por ejemplo, se mantuvo el diagnóstico de histeria, locura o estados emocionales inestables en las mujeres.
Aunque popularmente se pensaba que se podía tratar con estimulación eléctrica en la vulva, lo cierto es que las teorías médicas del siglo XIX consideraban que los orgasmos podían ser peligrosos.
“Se pensaba que la masturbación en las mujeres causaba histeria, no que la curaba”, afirma Kate Lister, investigadora y profesora de la Universidad de Leeds Trinity, en su libro, A Curious Story of Sex (“Una curiosa historia del sexo”).
También había tratamientos radicales. Como explica Elizabeth Kissling, “se pensó que una histerectomía, la extirpación total o parcial del útero, curaba la inestabilidad emocional, así como una serie de otros síntomas no relacionados”.
El médico y psicólogo francés Paul Briquet (1796 – 1881) inaugura un nuevo paradigma: la de que, tal vez, la histeria no tenga nada que ver con el útero.
“El desarrollo de la neurología hizo que la concepción del paciente ‘nervioso’ se mirara con una base más respetable y científica, y hubo un cambio de énfasis en el útero para pasar al sistema nervioso”, sostiene Thomas A. H. MacCulloch.
En su “Tratado clínico y terapéutico de la histeria”, Briquet considera a esta enfermedad como una “neurosis del encéfalo” no relacionada con una actividad sexual insatisfecha. También empezó a reflexionar sobre la idoneidad de cambiarle el nombre a este trastorno, algo que no se haría hasta un siglo después.
De ahí, el siguiente cambio importante fue desvincular la histeria ya no al útero, sino a la idea de que era una dolencia esencialmente femenina.
Para eso fue clave Jean-Martin Charcot (1825-1893), neurólogo francés y profesor de anatomía patológica.
Charcot no distinguía entre enfermedades neurológicas de hombres y de mujeres y, para él, la histeria tenía este origen neuronal, así que se dispuso a estudiarlo en pacientes de ambos sexos.
Hasta 1893, año de su muerte, publicó más de 60 casos de histeria masculina atendidos por él.
Es aquí cuando llegamos a Sigmund Freud (1856-1939), el famoso médico y psicólogo. Y discípulo de Charcot.
Freud le dio mayor importancia al aspecto psicológico de la enfermedad y, además, ahondó en un concepto que ya había usado Charcot: el de trauma.
De ese modo, la histeria pasó a ser una dolencia de origen psicológica causada por traumas, muy a menudo de naturaleza sexual.
Según el psicoanálisis, el síntoma histérico es la expresión de la imposibilidad de la realización del impulso sexual, como recogen en su artículo científico Women And Hysteria In The History Of Mental Health.
Aunque ya se había avanzado en desvincular la histeria de la mujer, no ayudó que Freud centrara su estudio sobre todo en mujeres y solamente registrara un caso masculino que, además, pasó desapercibido.
No fue hasta la mitad del siglo XX que la palabra “histeria”, presente por más de dos milenios en los tratados de Medicina, desapareció del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA, en sus siglas en inglés).
Apuntan Tasca, Rapetti, Carta y Fadda en Women And Hysteria In The History Of Mental Health que en 1980 se elimina el concepto de “neurósis histérica” y que “los síntomas histéricos ahora se consideran una manifestación de trastornos disociativos”.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua definía la histeria como una “enfermedad nerviosa, crónica, más frecuente en la mujer que en el hombre”.
La RAE lo cambió en 2017.