En la reciente cuenta pública realizada por el Presidente Gabriel Boric, destacaron dos anuncios que no sólo implican legislar sobre materias que afectan a la ciudadanía, sino que recogen el principio de la autonomía de las personas en el ámbito sanitario: el aborto y la eutanasia.
En relación a la regulación del aborto, dicha mención cobra real importancia, pues aun cuando el ordenamiento jurídico chileno desde hace un par de años regula el aborto – conforme lo establecido en la Ley N° 21.303, que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales, esto es, cuando la vida del a mujer se encuentre en riesgo, cuando el feto no tenga posibilidades de sobrevivir fuera del útero por padecer una patología congénita, y/o cuando el embarazo sea producto de una violación-, no caben dudas que, en aquellas situaciones que no pueden encasillarse dentro de tales hipótesis, ante un embarazo no deseado (como la entrega de anticonceptivos defectuosos por parte del Estado), muchas mujeres y/o personas gestantes en nuestro país siguen buscando su interrupción en la clandestinidad, a sabiendas que en Chile tal conducta se encuentra restringida o penalizada, poniendo en riesgo su vida y salud (física, mental y emocional) al realizarse dicha prestación en condiciones deplorables e inseguras, sin poder hacer exigible responsabilidad alguna a quienes lleven a efecto dicho procedimiento y viéndose impedidas de recibir las atenciones necesarias post aborto.
Pese a ser una práctica que se lleva a cabo desde tiempos inmemoriales, actualmente, en muchos países existen restricciones para poder acceder al aborto legal y seguro -ya sea por falta de reglamentación, de voluntad política o por centros de salud inadecuados-; frente a este panorama, y teniendo en cuenta el impacto que genera la realización de los abortos en forma clandestina, a la luz de los instrumentos internacionales vigentes en materia de derechos humanos, así como de la revisión de las interpretaciones de éstas realizadas por distintos organismos, corresponde plantearse si el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo, como fenómeno relacionado con la salud sexual y reproductiva de las mujeres y/o personas gestantes, debe ser considerado en nuestro ordenamiento como un derecho, pese a la reticencia de algunos sectores de la sociedad a despenalizar el aborto voluntario, y entendiendo, claro está, que dicha medida en caso alguno debe ser considerada dentro de las políticas de planificación familiar.
En efecto, de la revisión de la normativa y de la jurisprudencia internacional en materia de aborto, es posible colegir que la negativa al acceso a servicios de un aborto legal y seguro viola los derechos humanos más básicos de las mujeres y/o personas gestantes (tales como el derecho a la vida, derecho a la salud y a la atención médica, derecho a la no discriminación y a la igualdad, derecho a seguridad personal, derecho a la libertad, derecho a la privacidad, derecho a la información, derecho a decidir el número de hijos e intervalo entre los nacimientos, derecho a gozar de los beneficios del progreso científico, derecho a la libertad religiosa y de conciencia, y derecho a no ser sometidas a un trato cruel, inhumano y degradante), toda vez que los Estados son responsables de garantizar la salud de la mujer, calificando las leyes que penalizan el aborto como discriminatorias y como un obstáculo para que ellas puedan acceder a la atención médica, sugiriendo que se eliminen todas aquellas disposiciones punitivas hacia quienes se han sometido a abortos.
Así las cosas, es posible entender que, de momento que las personas gestantes no pueden tomar decisiones autónomas respecto a la interrupción voluntaria del embarazo y, consiguientemente, no pueden acceder a prestaciones sanitarias que le garanticen un aborto legal y seguro; y teniendo en cuenta, a la vez, las complicaciones que presenta la realización de este procedimiento en forma clandestina, toca a los Estados tomar todas las medidas necesarias para asegurar a las personas gestantes, con independencia de su identidad de género, el acceso al aborto como parte del ejercicio de sus derechos fundamentales.
Por otro lado, y en relación con la intención del Ejecutivo de ingresar un proyecto de ley que regule la eutanasia, cabe hacer presente que dicha iniciativa no puede ser considerada populista, ni mucho menos inmoral. Ciertamente, hoy en día, no sólo cobra relevancia hablar sobre la dignidad de la persona humana desde su nacimiento y durante el desarrollo de su vida, sino que se nos plantea la posibilidad de brindar una muerte digna a quienes presentan pronósticos de salud limitados, teniendo siempre en consideración su voluntad.
De este modo, la eutanasia -esto es, la realización de actos u omisiones por parte de un médico u otro profesional de la salud destinados a causar la muerte de un/a persona que se encuentra enferma, con su consentimiento (o el de su representante o familiares), a fin de evitar su sufrimiento, adelantando su muerte-, se nos presenta como una opción válida en aquellos casos en que no es posible recuperar la salud de un individuo ni mejorar su calidad de vida. A diferencia de la limitación del esfuerzo terapéutico y de los cuidados paliativos, la eutanasia surge como una alternativa para aquellos/as pacientes que se encuentran en una fase terminal de su enfermedad, quienes, haciendo uso de su libertad y autonomía, manifiestan su genuino deseo de poner fin a su agonía y acceder a la muerte médicamente asistida, con dignidad, con tal de poner fin a su sufrimiento, liberando a sus familiares y/o cuidadores, de la carga que significa este tipo de padecimientos.
Dado que la eutanasia está prohibida en nuestro país, el reciente anuncio presidencial permite pensar en la posibilidad de que se discuta un texto que establezca un marco normativo que permita a un/a paciente terminal decidir cómo terminar con su vida, en caso de enfermedades incurables, irreversibles y progresivas, sin posibilidad de respuesta a los tratamientos curativos y con un pronóstico de vida reservado.
Sin embargo, cabe hacer presente que, tanto en el caso del aborto como en el de la eutanasia, no basta con que la persona que quiere acceder a esta prestación exprese válidamente su consentimiento, sino que requiere que el/la médico tratante (y/o centro asistencial al cual se recurre) no se niegue a realizar dicho procedimiento por considerar que atenta contra sus convicciones personales, afectando su conciencia e integridad moral, generándose un conflicto de intereses entre el profesional (o prestador) de la salud y el/la paciente ante la posibilidad de que éste/ésta desee interrumpir voluntariamente su embarazo o acceder a una muerte digna.
De este modo, las novedades incluidas en el discurso del pasado 1° de junio, más allá de generar distintas reacciones, vienen a dar luces sobre la necesidad de regular situaciones de orden bioético y biojurídico que guardan relación con la dignidad humana, tanto al inicio como al término de la vida. En efecto, la posibilidad de legislar sobre el aborto y la eutanasia, no sólo tiene que ver con adoptar políticas públicas que sean de agrado para la “barra brava del Presidente” (como lo manifestaron algunos sectores políticos), sino que resultan de interés para la sociedad en su conjunto, especialmente en aquellos grupos que se encuentran en especial situación de vulnerabilidad.
Justamente, al establecerse parámetros legales que permitan a los/las pacientes tomar decisiones de manera libre y voluntaria ante embarazos no deseados o al ver que su salud es irrecuperable, no sólo se recogen criterios bioéticos que se ajustan al cambio de paradigma en el ámbito asistencial, sino que se da el reconocimiento que corresponde, en nuestro ordenamiento jurídico, a la autonomía de la voluntad frente a escenarios clínicos complejos, eliminando cualquier barrera que impida el adecuado ejercicio de este derecho.