De acuerdo a la CEPAL, casi 4 de cada 10 mujeres rurales no tiene ingresos propios, mientras que en las urbanas son 3 de cada 10 (en los hombres rurales llega sólo al 14%). ¿Cómo abordar esa situación cuando menos del 15% de las personas que poseen tierras son mujeres?
La nueva ruralidad de las últimas décadas del siglo XX e inicios del XXI ha tenido como protagonistas a las mujeres rurales. Los relatos “desoídos” y el trabajo invisibilizado ha sido desbordado por las voces de casi 60 millones de mujeres rurales a nivel mundial que se constituyen en agente primordial del desarrollo sostenible.
La transformación social, económica y medioambiental necesita de las manos de las mujeres; así lo proponen los organismos internacionales, las organizaciones de mujeres, las políticas públicas.
En este proceso de reconocimiento, las biografías de las mujeres rurales han estado marcadas –con los matices que entrega un enfoque interseccional- por una mejor conexión con las ciudades, acceso a educación terciaria, incorporación a los mercados laborales y flexibilidad en las normas sexoafectivas. No obstante, todo ello se ha hecho en el marco de una modernización económica que reproduce desigualdades y que las deja en situación de desventaja con relación a los hombres rurales y sus pares urbanas.
En materia de ingreso, de acuerdo a la CEPAL, casi 4 de cada 10 mujeres rurales no tiene ingresos propios, mientras que en las urbanas son 3 de cada 10 (en los hombres rurales llega sólo al 14%). ¿Cómo abordar esa situación cuando menos del 15% de las personas que poseen tierras son mujeres? Esta falta de acceso implica, sin lugar a dudas, menos dinero, mayor dependencia y menos poder de decisión en los hogares.
En Chile, la Casen, da cuenta que el 32% de las mujeres rurales está en situación de pobreza, mientras que en las zonas urbanas lo está el 16%. En términos de diferencia salarial por territorio y edad, se observa que las jóvenes rurales tienen ingresos 7,5 veces menor que las urbanas.
Con relación a la participación en la estructura productiva resultante de la modernización neoliberal chilena se observa que la fuerza de trabajo de mujeres rurales se incrementó en un 142% en los primeros 20 años de la transición democrática; pero dominó el carácter flexible del trabajo. Los datos son alarmantes: mientras un 49% de los hombres son trabajadores temporales, en las mujeres los valores alcanzan el 91% Ello implica, entre varios elementos, que están expuestas a jornadas laborales de más de 12 horas en promedio y que carecen de sistemas formales de protección social.
En estudios nacionales e internacionales sobre el uso del tiempo en las zonas rurales también se evidencia la brecha de género. Aun cuando se debate sobre la pertinencia de los actuales instrumentos de medición -por ajustes metodológicos que reconozcan la realidad de esas zonas- se constata que las mujeres trabajan más que los hombres. Incluso, en América Latina y el Caribe más de la mitad de las mujeres “inactivas laboralmente” trabaja en el autoconsumo y lo hacen, incluso, hasta edad avanzada. Esta autopercepción invisibiliza su aporte a la Población Económicamente Activa agropecuaria (PEA).
En este escenario, cabe preguntarse, ¿cómo lograr ser agente principal del desarrollo sostenible cuando la igualdad de género y la autonomía está permanentemente en entredicho? Un interesante estudio del Prodemu constató que un 71% de mujeres rurales chilenas encuestadas participa en alguna organización social, relevando la importancia de la asociatividad. En mi experiencia de trabajo e investigación con mujeres rurales, los lazos familiares y vecinales son fundamentales para sortear la crudeza de los campos y las desigualdades del sistema. Si bien la fuerza de esos lazos es un elemento constreñidor en lo relativo a las normas sociales, es también un factor de soporte para las biografías femeninas.
En nuestro mundo de rampante individualización, diría Zygmunt Bauman, la nueva ruralidad y especialmente las mujeres que allí habitan, recuperan su tradicional sistema de integración social, los lazos comunitarios, para hacer frente a su condición de desigualdad. Así, empoderadas y unidas siguen haciendo oír sus voces.