Vanessa Kaiser, es periodista y magíster en Ciencia Política
«No hay mayor invitación al amor que amar primero»… le dice Martin Heidegger, filósofo alemán autor de Ser y Tiempo, a Hannah Arendt mientras caminan por entre los árboles de un magnífico bosque… Cuando vi esta escena entendí lo que nos quiere decir Arendt, teórico- política alemana de origen judío, con su concepto de amor mundi. Se trata de un modo de vivir que se realiza en una apertura hacia los otros y el mundo humano, cuya condición es la de vincularse desde una actitud de entrega de quien ama- y por eso ama primero-. Así, el amor mundi es una invitación que la banalidad y la desconfianza; el pensamiento utilitario y los cálculos de costo- beneficio, tornan incomprensible… hasta situarla bajo la rúbrica de la «locura».
La película “Hannah Arendt” de Margarethe von Trotta estrenada el 2012 nos muestra cómo eseamor mundi experimentado por la misma Arendt, torna el juicio del nazi Adolf Eichmann, cerebro de la solución final y responsable de los transportes de deportados a los Campos de Concentración, en su propia condena. Y es que estamos ante una mujer que no se transa, que al descubrir en Eichmann nuestra propia normalidad, se convirtió en el espejo de sus contemporáneos; un espejo que reflejaba los fundamentos de la comisión de las atrocidades del holocausto, en cada uno de los que tan tranquilamente conciliaban su sueño bajo la convicción de ser <buenas personas>, distintos de Eichmann.
Todos los normales tras la lectura de Arendt, aparecieron frente a sí mismos como asesinos potenciales. Y es que su normalidad poseía el mismo carácter que Arendt observó en la personalidad del nazi. Se trata de una normalización de los humanos que responde al mismo patrón cultural, homogeneizados y estandarizados en un igual modo de vida promovido desde la psicología, la moral del homo economicus y anteriormente de las ideologías que destruyen la diversidad humana hasta transformarla en el hombre masa que sirve a sus propósitos. No importa si éstos están asociados a niveles de desarrollo económico, a exigencias en torno a ciertos ideales de conducta o a la realización de la ley de la raza pura. El efecto sobre el humano que deviene en masa productiva, consumidora o instrumento de las atrocidades que exceden nuestra posibilidad de hacer justicia, es el mismo.
Sus contemporáneos no la iban a perdonar y Arendt lo sabía.
He ahí la fuerza del amor de Hannah por el mundo… expresada en su propia renuncia a una vida cómoda en un marco social y profesional donde contaba con cariño y respeto, para hacer una entrega que ayudara a las generaciones por venir, en su comprensión del mal banal, es decir, de aquél mal que no resulta de intenciones perversas, sino que simplemente se produce por el modo en que su ejecutor se vincula con el mundo. Sobre Eichmann, la teórico- política escribió:
“Seis psiquiatras habían certificado que Eichmann era un hombre <<normal>>. <<Más normal que yo, tras pasar por el transe de examinarle>> se dijo que había exclamado uno de ellos. Y otro consideró que los rasgos psicológicos de Eichmann, su actitud hacia su esposa, hijos, padre y madre, hermanos y hermanas y amigos, era <<no sólo normal, sino ejemplar>>. (…) Tras las palabras de los expertos en mente y alma, estaba el hecho indiscutible de que Eichmann no constituía un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insania moral. (…) Peor todavía, Eichmann tampoco constituía un caso de anormal odio hacia los judíos ni un fanático antisemita, ni tampoco un fanático de cualquier otra doctrina.»
¿Pero es que acaso el amor no consiste justamente en esa entrega que frente al egoísmo prefiere el sacrificio; frente al interés personal, el bien de otros, aunque ello implique un salvoconducto al cadalso del propio infierno?
Hannah, en su amor al mundo, estuvo dispuesta a señalar nuestra normalidad como el origen de un mal, el mal banal, que hizo posible el holocausto y afectó también a la dirigencia judía que colaboró con los nazis en la organización de la deportación del pueblo judío y que supo cobrarse su venganza etiquetando a Arendt con la rúbrica de la «judía antisemita».
Sorprenden en la película de von Trotta las escenas en las que se discute sobre una especie de doble dimensión de la consciencia. Cuando Eichmann se defendía de las acusaciones con frases del tipo «yo sólo recibí órdenes y cumplía con la tarea encomendada», la fiscalía le interrogaba sobre si, realmente «no tenía consciencia de lo que hacía». ¡Claro que la tenía! ¿Pero qué era para Eichmann, un humano tan normal como cualquiera <estar consciente>?
La conciencia de un humano normal se funda sobre la certeza cognitiva de saber lo <que estamos haciendo> y <cómo hacerlo> sin equívocos. Sus fundamentos éticos se establecen sobre la base de una posesión de aquel conocimiento que sirve a la concreción de los propósitos prefijados, como sucede al ingeniero que sabe hacer una bomba y, simplemente, la hace, porque es su trabajo… Estamos, en definitiva, frente a una <conciencia del hacer> que nos sitúa en una posición preestablecida por los conocimientos adquiridos y la costumbre de trabajar según órdenes o la búsqueda de intereses exclusivamente particulares, en los que el mundo- es decir, los otros- no tiene cabida ni consideración.
Pero la consciencia tiene otra dimensión a partir de la cual es posible poner en tela de juicio todo lo aprendido y abandonar la búsqueda del propio éxito o la tarea que nos ha sido encomendada por comprender, desde lo profundo, el significado de lo que hacemos y decidir, en consecuencia, no estar dispuestos a asumir el daño que pueden ocasionar nuestras acciones. Esta consciencia es la que en el marco del pensamiento arendtiano experimenta quien no ha seguido el patrón cultural socrático que sitúa a la razón como enemiga de las pasiones… es una consciencia sintiente que deviene en un «pensar apasionado», es decir, «un pensar vivido», en la que el mundo que se sitúa más allá de nuestra mezquindad personal, está presente en las reflexiones del pensante. Ese fue el gran <daño> de Hannah a tantos de sus amigos que le abandonaron y al mundo de su época que la juzgó y exilió de la comunidad a la que pertenecía.
Arendt, que presenció el juicio de Eichmann en Jerusalén en el marco de un trabajo periodístico para The New Yorker, el cual sirvió de base a la publicación posterior de su obra Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, nos desafió a un movimiento interno que va desde la cognición a un pensar que nos deja a merced de sus vientos, un pensar que exige de nosotros <un permanente estar distinguiendo> entre el bien y el mal… Este modo de estar en el mundo implica llevar a los otros en la piel, arriesgarse frente a los sentidos comunes osificados, tener el coraje de rebelarse frente al mal que resulta del quehacer humano inocuo en apariencia, quebrar con los estereotipos, negarse a la adscripción objetivante a partir de la cual excluimos a los distintos… en suma, amor mundi.
En definitiva, Hannah, la «judía antisemita», cometió un error imperdonable, mostrando que el caso de Eichmann no responde a una singularidad perversa o irracional, sino que es un <modo de estar en el mundo> a ciegas preferido y vivenciado por todos los normales que querían señalarle como un monstruo, una excepción a nuestra naturaleza… según la cual, ninguno de nosotros podría, en ninguna circunstancia, <ser> Eichmann. Pero, ¿cuál es el origen de nuestra <normalidad moderna>?
La simple certeza cognitiva de que somos irrelevantes e innecesarios, piezas reemplazables de una maquinaria o sistema que nos excede, cuyo marco es el de una vida obediente y funcional a objetivos preestablecidos; existencia caracterizada por su superfluidad o total ausencia de arraigo en el mundo <con otros>. ¿Quién se atreve hoy, sin ningún interés ulterior sobre el cual puedan fundamentarse los beneficios y ganancias que de ello devienen, a <amar primero>?
Al contrario, se nos enseña que nada de lo que hacemos importa para el mundo… así es como el mundo tampoco ha de importarnos. Todo acontecimiento nuevo del que formamos parte es banalizado, reducido a una cifra estadística que lo desviste de su singularidad, de su carácter irrepetible. De esa manera nos convencen de que nuestras acciones y nosotros mismos carecemos de la capacidad para cambiar el mundo. Esta forma de pensar no sólo se enseña, sin ninguna reflexión en torno a su significancia, sino que se vive en el sistema educacional que nos estandariza, en el Estado para cuyas instituciones somos sólo un número, en el mercado, donde valemos según nuestro poder adquisitivo y en todas las relaciones afectivas que carecieron de lazos tejidos en torno a nuestra singularidad y, por ende, nos transformaron en humanos intercambiables.
El problema es que, como lo advierte Arendt en su obra Los Orígenes del Totalitarismo, mientras el humano viva bajo la convicción de ser irrelevante, en la imposibilidad de afirmar su dignidad y la de otros desde el amor mundi, seguirán abiertas las compuertas para un futuro advenimiento de las soluciones totalitarias…