La novela murió (Tajamar Editores) pertenece a la etapa tardía del autor, del 2000 en adelante. Quizá no tenga esa virulencia, esa energía y esa soltura que se percibe en sus cuentos; no obstante, es la cartografía de los tópicos que el autor despliega en su narrativa, sobre todo su obsesión por el paso del tiempo.
En su extensa obra, que abarca novelas, cuentos y guiones cinematográficos, el escritor brasileño Rubem Fonseca también tomó las riendas de la crónica y se lanzó a escribir con la libertad que da el género los textos recopilados en el volumen La novela murió (2013), publicado por la editorial chilena Tajamar Editores, que ha realizado un importante trabajo de reedición e incluso de traducción (en muchos casos por primera vez al castellano) de este autor imprescindible de la literatura brasileña. Gracias a la traducción y a la popularidad que logró Clarice Lispector hace algunos años, las editoriales pusieron sus ojos en la narrativa carioca, permitiendo así a los lectores ampliar el repertorio de importantes nombres como Joaquim Machado de Assis, João Ubaldo Ribeiro o Jorge Amado.
Fonseca domina el género, se siente a sus anchas y escribe sobre lo que quiere: desde su gusto por leer poesía hasta los detalles de sus días en la República Oriental Alemana (RDA) mientras escribía su novela Vastas emociones y pensamientos imperfectos como becario, al tiempo que el tristemente conocido muro ya había empezado a agrietarse. De su inquietud por un poema de García Lorca en el que está su apellido pasa a las diferentes formas de preparar “cabritas” (palomitas de maíz).
De su pasión por el cine, su vocación de director –frustrado–, su experiencia como guionista y su paso por distintos sets de filmación a un viaje por Nueva York y su visita al bar donde se le pasaba la mano al poeta Dylan Thomas. De la vitalidad que otorga la masturbación que evita el cáncer de próstata. De la idea de la delgadez unida a la relación de los ricos con el dinero y la adicción compulsiva de comprar libros y luego no saber dónde ponerlos. Del destino de la literatura y esa especie única llamada “el lector” o la contradicción entre creación y censura. Todo pasa por el “filtro Fonseca”.
Todo parece mezclarse (al igual que en sus mejores relatos) en una cocción burbujeante y penetrante en que la pedante clasificación de “alta cultura” y “baja cultura” se entrelazan gracias a un particular uso del lenguaje y la oralidad, cuya erudición excesiva se contamina con la pasión carnavalesca.
En su escritura, Fonseca invierte la ya clásica lectura borgeana sobre los géneros menores, y lee la literatura como un tipo de la calle que conoce los códigos. Para darnos una idea, en un mismo párrafo pueden convivir Walt Whitman, Lord Byron, Marlon Brando, Baudrillard, el bótox, George Orwell, los obesos y los gimnasios.
Hay que tener en cuenta que muchos de estos textos, o crónicas reunidas en La novela murió (que Fonseca llama “pensamientos imperfectos”), pertenecen a la etapa tardía del autor, del 2000 en adelante, y quizá no tengan esa virulencia, esa energía y esa soltura que se percibe en sus cuentos; no obstante, son la cartografía de los tópicos que el autor despliega en su narrativa, sobre todo su obsesión por el paso del tiempo. Sus genealogías buscan esconder el hilo invisible que el tiempo teje en las personas, las costumbres y las cosas. Ahí está la natural nostalgia de un hombre de casi noventa años de edad, pero Fonseca no se queda en eso, rápidamente y con humor supera el bache y escupe para sacar el mal gusto que deja en la boca el lugar común de “todo tiempo pasado fue mejor”. Y en esa tensión entre escritura y experiencia, entre erudición y calle, está presente en estas crónicas la marca de su inmensa narrativa.
Fonseca lee y escribe desde el centro mismo del huracán, y observa con admiración los cambios y deformaciones de la sociedad carioca, su pasión por el movimiento y el culto al cuerpo, al ritmo efímero del carnaval, cuando al día siguiente después de los desfiles sólo quedan los borrachos, las plumas sueltas y los rastros de la brillantina, el eco lejano de gemidos sexuales y las risas que claman por la eternidad del presente. Su compatriota, Joaquim Machado de Assis, decía que la crónica surgió cuando dos viejas se pusieron a hablar en la vereda sobre otra persona… Fonseca las escucha todos los días.