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Ensayo: Escenas de la vida Bohemia En la literatura universal

Ensayo: Escenas de la vida Bohemia

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Felipe Reyes es escritor y editor.


Ocio increíble del que somos capaces,

perdónennos los trabajadores de este mundo y del otro

pero es tan necesario vegetar.

En cambio estamos condenados a escribir,

y a dolernos del ocio que conlleva este paseo de hormigas

esta cosa de nada y para nada tan fatigosa como el álgebra

o el amor frío pero lleno de violencia que se practica en los puertos

Enrique Lihn

adaverde

A comienzo del Siglo XIX un singular grupo de personas –como una nueva peste negra– ha empezado a deambular por las calles de Europa y Estados Unidos. Suelen vestir con sencillez, viven en los barrios miserables de la ciudad, leen bastante, no duermen, no tienen ocupaciones laborales y parece no importarles el dinero.

Con frecuencia su vida sexual resulta extraña para su época, e incluso se ha visto a algunas de las mujeres usar el pelo más corto de lo habitual. Y como si eso fuera poco, rinden tributo al arte y a las emociones: ellos serán los llamados “bohemios”.

Sobre todo luego del éxito que alcanzó Escenas de la vida Bohemia (1851), la desenfadada novela de Henry Murger sobre la existencia de ciertas buhardillas y cafés parisinos donde se reunían intelectuales y artistas. En la novela, el músico Schaunad, el poeta Rodolphe, el pintor Marcel y el filósofo Colline, al borde de la miseria económica, establecen una asociación para afrontar juntos las contingencias de la vida cotidiana, sea cual sea ésta, con la confianza de que, tarde o temprano, abrazarán el esquivo éxito artístico.

Henry Murger nació en el París de 1825. Trabajó primero en la sastrería de su padre y luego como oficinista en un despacho de abogados, ocupación que pronto abandonaría para dedicarse por entero al arte y la literatura. Luego, su padre acabó echándolo de la casa. A partir de ese momento la vida de Murger se convertiría en el prototipo de la vida bohemia. Esa bohemia que, en palabras de Murger, “se halla erizada de peligros, ya que a cada lado está bordeada por dos abismos: la miseria y la duda”.

«En caso de necesidad (los bohemios), también saben practicar la abstinencia con la virtud de un anacoreta; pero, cuando consiguen un poco de dinero, al instante cabalgan a lomos de las ruinosas fantasías, amando a las jóvenes y bellas, bebiendo los mejores vinos y faltándoles ventanas por donde tirar el dinero

A partir de entonces comienza a usarse ese término para referirse a todo quien, por una u otra razón, no encajara y disintieran abiertamente de la concepción burguesa de respetabilidad social practicada en la época.

Desde sus inicios la mentada vida bohemia se plantearía como un espacio abierto. Y así lo señalan lo primeros autores, quienes no distinguían clases sociales, edades, grupos ni profesiones. Arthur Ransome, en La Bohemia en Londres (1907), señala: “La bohemia puede estar en todas partes, porque no es un lugar, sino una actitud mental”. En ese sentido, la definición puede abarcar distintos fenómenos artísticos y socioculturales de los últimos dos siglos, desde el romanticismo al surrealismo, tanto como de los beatniks a los punks.

Para los bohemios la mayor preocupación no era tener una casa o comprar ropa elegante, sino mostrarse receptivos frente al mundo y dedicarse, más que como simples espectadores, como creadores, al principal depósito de sentimientos que se hallaban descubriendo: el Arte. Los mártires de la jerarquía de valores bohemia serían los que habían sacrificado la seguridad de un empleo normal y la venia de su sociedad para escribir, pintar, hacer música, para dedicarse a viajar o simplemente a sus familias.

Muchos estuvieron dispuestos a sufrir e incluso a pasar hambre por sus poco prácticas convicciones. En las pinturas decimonónicas se les muestra encorvados sobre una silla en alguna buhardilla. Aparecen demacrados y agotados. Puede que con la mirada perdida, y con una expresión que asustaría al encargado de una oficina al momento de pedir un trabajo. Señas que indican que su alma no tenía relación con los superficiales desvelos utilitaristas de los que acusaban a la burguesía. Acaso porque lo que los había llevado a esa indigencia era el horror a dedicar su vida a un trabajo que despreciaban. Charles Baudelaire había declarado que todo empleo que no fuera el de poeta «destruía el alma» y Roberto Bolaño, más de un siglo después diría: “Los poetas eran pobres pero eran los poetas”.

Stendhal tenía la impresión que quienes más apreciaría su libro Del Amor (1822) serían los que gustaban de la indolencia y la ensoñación, los que recibían con agrado las emociones que producía escuchar a Mozart y podían pasarse horas enteras reflexionando en una calle abarrotada de gente.

Uno de los más connotados bohemios de los Estados Unidos decimonónicos sería Henry Thoreau, quien en 1845 se traslada a una cabaña que se había construido con sus propias manos al borde de la laguna Walden. Ahí nace su libro Walden, La Vida en los Bosques (1854), donde también incluiría la lista del exiguo costo de su afanada construcción. Su objetivo era comprobar que sí podía llevarse una vida externamente sencilla pero interiormente rica. Demostrando a la burguesía de su tiempo que era posible conjugar la escasez material con la autorrealización psicológica. “La riqueza del hombre –escribe Thoreau– se mide en proporción a la cantidad de cosas de las que puede prescindir”.

A comienzos de la década del veinte, el poeta Quillotano Alberto Rojas Giménez se sentía asfixiado en el ambiente chileno. En un país donde el poeta es considerado un ser superfluo, su mayor añoranza era un lugar donde pudiera vivir en un ambiente apropiado y, según él, sin condición de inferioridad social. Rojas Giménez, al igual que Baudelaire, no podía vivir sino como poeta. Ninguna otra ocupación le despertaba el menor entusiasmo. En palabras del propio vate: “No tengo nada. Y sólo ambiciono días que me traigan siempre un poco de amor y de belleza.”

“Y en mi inadaptación, en mi calidad de pobre diablo, yo alzo las pupilas, enciendo las estrellas y abrazo el cielo, la tierra y el mar como si fueran míos” (Hiedra, libro de juventud que no fue publicado hasta 1948). Y en Chile era difícil, y lo sigue siendo, ganarse la vida con la poesía. Rojas Giménez esperaba acaso por el azar –“siempre el mejor amigo de los poetas”, en palabras de Jorge Teillier – la oportunidad de salir del país. Y esa oportunidad llegó cuando el consejo de Bellas Artes le adjudico una beca a su amigo el pintor Paschin Bustamante.

Cuenta la leyenda que Rojas Giménez, luego de renunciar a un cargo de burócrata que había conseguido en el Ministerio de Educación, convenció a Bustamante de que cambiara su pasaje de primera clase por dos de tercera y lo llevara con él. Tarea más difícil fue la de conseguir que la compañía naviera aceptara tal propuesta. Se dice que Rojas Giménez recurrió al alcalde de Valparaíso, a quien amedrento con la amenaza de suicidarse lanzándose desde el balcón municipal si no lo ayudaba en su singular empresa, la que finalmente se concreto. Y se fue a París “con dos libras esterlinas amarradas a la falda de la camisa”.

En su libro de crónicas Chilenos en París (única obra que publica en vida, en 1928) relata con admiración la vida de los compatriotas que llegaron a esa ciudad, y pese a las privaciones y sufrimientos lograron realizar su obra: “Para el artista que cuenta en la mayoría de los casos con medios limitados de lucha, subsistir, hacerse un lugar en esta atmósfera de trabajo incesante es cosa de verídico prodigio”. Pero a la vez, es también una idealización de la ciudad francesa –“Vivir. He aquí un verbo que en París toma caracteres insospechados”–, y no solo para los latinoamericanos, recordemos el caso de Hemingway y su andanzas relatadas en “París era una Fiesta”. Para Rojas Giménez en París “al artista se comprende y se le reconoce su alto valor en la sociedad”. Sin embargo, al poco tiempo ya estaba de vuelta en, como diría el poeta Enrique Lihn,  el “horroroso chile”.

Cuando Marcel Duchamp visitó Nueva York en 1915, describió el barrio de Greenwich Village como una auténtica bohemia: “El barrio estaba lleno de gente que no hacia nada«. Más tarde Jack Kerouac se ufanaba criticando a todos “los que cada día, con el cuello de la camisa bien rígido, se obligaban a tomar el tren de las 5.48 de la mañana, para dirigirse a sus trabajos«. Kerouac, quien alabara a los espíritus libres, a los vagabundos, a los poetas y a todos  quienes se abandonaran al camino. A los artistas salvajes que decidieron levantarse tarde, prendiendo fuego a sus ropas de trabajo, para convertirse en «hijos de la carretera y observar el paso de los trenes de carga, conscientes de la inmensidad del cielo y sentir el peso de la América ancestral«.

Vida de paciencia y valor – escribe Murger en Escenas de la Vida Bohemiaen la que sólo puede lucharse revestido con una resistente coraza de indiferencia a prueba de necios y envidiosos, en la que no se debe, si no se quiere tropezar en el camino, abandonar ni un solo instante el amor propio, que sirve de bastón de apoyo; vida encantadora y terrible, que tiene sus victorias y sus mártires, y en la que no debe penetrarse más que cuando se está dispuesto a padecer la implacable ley del vae victus”. Como vemos, nada ha cambiado demasiado.

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