Mónica Ríos es coeditora de editorial Sangría, http://www.sangriaeditora.com/
Hace unas semanas recibí un email masivo de la Gabriela Mistral Foundation invitando a una ceremonia para honrar la labor humanitaria de la escritora chilena Isabel Allende y de la ex primera dama, Cecilia Morel Montes.
La invitación en inglés, que me llegó, elucubro, a través de alguna base de datos del estado chileno, describe la labor de las homenajeadas: primero, la conocida carrera de escritora de Allende, la historia de su propia fundación creada en 1996 dedicada a la construcción de un mundo en el que las mujeres tengan “justicia económica y social” y su función de empoderamiento de mujeres y niños del mundo; segundo, la ex primera dama como promotora de la cultura chilena y causas humanitarias, entre ellas, las misiones médicas en Linares, el tour en Chile de la Youth Orchestra of The Americas (según su página web, encabezada por Plácido Domingo y compuesta por jóvenes músicos occidentales), la recatalogación de los salones del palacio de gobierno chileno con nombres de poetas reconocidos y el programa Elige vivir sano, el mismo que el ministerio de Desarrollo Social tiene en revisión debido a las dudas surgidas a propósito de su financiamiento y que no aseguraría acceso igualitario.
Frente a tal festejo que se realizará el 16 de abril en la avenida Park en Nueva York, uno de los barrios más caros del mundo y cuyos recaudos, dice en el email, irán a las víctimas del terremoto en el norte de Chile, vale la pena indagar en las consecuencias que tienen estos actos humanitarios sobre el llamado valor de las escritoras y de su partición en la cultura. En particular, me interesa detenerme en esta manera de entender la cultura que promueve el humanitarismo y su conexión con las escritoras chilenas. Especialmente cuando esta invitación viene acompañada del logo de la Fundación Gabriela Mistral, que consiste en una foto de la poeta sonriendo al lado de una estrella con colores patrios, actualizando, bajo otra estética y otros fines, gestos que cualquiera que se educó en el Chile de la dictadura conoce bien.
El humanitarismo es una ideología que abraza tanto el pacifismo como una desidentificación con lo local e instituciones situadas, como el estado, las etnias y la clase, pues, tal como indican varios artículos encontrados al azar en páginas académicas, la creación de la ideología humanitarista coincide con la acuñación del término cosmopolita en la Grecia post socrática. En el cambio del siglo XIX al XX, ambos conceptos se actualizaron en relación a las ideologías de la modernidad, la higiene y la eugenesia. Asunción Lavrín comenta la imbricación de estas formas de organización social en su libro Mujeres, feminismo y cambio social en Argentina, Chile y Uruguay 1890-1940, y nos recuerda cómo Mistral alabó “la transformación de la ‘caridad desordenada’ en beneficencia pública organizada” como parte de lo que llamó “patriotismo biológico” (212). En varias de estas líneas resuena el humanismo cristiano y Jacques Maritain, de quien la poeta chilena habla con entusiasmo en sus diarios íntimos -así aparece en el volumen que editó Jaime Quezada-. No es casual que en ese cocktail de caridad religiosa y regulación social, podamos reconocer lineamientos del gobierno que se terminó en marzo de 2014.
La invitación a higienizar la figura de la poeta, columnista, diplomática y educadora después de sucesivas reinterpretaciones de su vida privada y su lesbianismo, viene aparejada con una práctica humanitarista que perpetúa la idea de que son las mujeres quienes pueden ser activas en esta forma poco radical de distribución de la riqueza y de los derechos, y de cómo la cultura puede utilizarse para perpetuar un proyecto económico y social conservador. Durante los años en que Cecilia Morel cumplió las labores de la retrógrada institución de Primera Dama y músicos jóvenes de otros países tocaban en provincia, la cultura en Chile fue desarticulada de lo público para entregar las directrices culturales a empresas privadas vinculadas con imperios transnacionales. Desde los fondos, becas, ministerios y universidades asociadas a la desarticulación de lo público en transas con privados, el trabajo artístico se trató como cualquier comercio: debía ser rentable y, eventualmente, contratar empleados. Este proceso terminó por cimentar la idea de un escritor “de valor” juzgado si acaso rendía o no aquellas ganancias económicas y discursivas que no pusieran en peligro la transa del sistema público y, de paso, desarticulara trabajos en colaboración y colectivos. En los conciertos que promovió Cecilia Morel, en la ceremonia del premio Nacional de literatura en 2010, y en la ceremonia del 16 de abril de la Gabriela Mistral Foundation, nos encontramos con la misma trama que se repite en los gestos culturales de la sociedad humanitarista al servicio de una inmovilidad social.
Escribo esto desde otro sitio en la ciudad de Nueva York, fuera de Manhattan y a unos cuarenta y cinco minutos de viaje en metro desde donde ocurrirá el homenaje, en medio de una exhibición sobre el arte político y activismo en los años sesenta en Estados Unidos y una exhibición sobre el Black Arts Movement , uno de cuyos cuadros retrata a la misma Angela Davis que estuvo en Chile a principios de los setenta. En las salas y pasillos del museo en el que pago una entrada de un dólar, las fotos, pinturas, collages e instalaciones proponen mirar un arte que dialoga e interviene en el contexto público (https://www.brooklynmuseum.org/exhibitions/witness_civil_rights/). La audiencia no se compone, como en cada esquina de Manhattan, de turistas; las personas que miran los cuadros parecen ser locales leyendo frases de su propia historia, en un continuo esfuerzo por reescribirla, por intervenir los mismos barrios que circundan el museo y las casas en las que se apilan los inmigrantes y sus descendientes. No hay nada aquí de experiencia contemplativa, de sublimidad y de pasar un buen rato; por el contrario, el activismo en el arte provoca la escritura, el diálogo, el malestar, la indignación. Es otra manera de mirar el museo y las calles que se opone, entonces, a la poca imaginación que tiene el humanitarismo en la cultura.