El esperado trabajo del director de «No» a cargo de la régie en el inicio de la temporada lírica 2014 del Teatro Municipal de Santiago, dejó en el público la sensación que la puesta en escena estuvo por debajo de las expectativas. En especial cuando sus ideas artísticas -como el mismo sostuvo- parecían apuntar a plasmar una suerte de retrato moral e ideológico acerca de las encrucijadas éticas del Chile actual. Nada de aquello se observó encima de las tablas.
“La ópera es la verdad de la mentira, y el cine es la mentira de la verdad”.
Ramón Gómez de la Serna, en Greguerías.
Había expectación por observar el debut y desempeño de Pablo Larraín (1976), encabezando la dirección de escena de una ópera, arriba del centenario proscenio del Municipal. Sin que el resultado fuera totalmente decepcionante, debemos afirmar que su desempeño fue sólo aceptable, correcto, y muy en línea con el imaginario contemporáneo de lo que debe ser una régie de arte lírico.
En palabras simples: una amalgama de luces, hologramas y proyecciones fílmicas —no siempre en íntima relación hermenéutica las unas con las otras—, en prescindencia de los detalles y el virtuosismo, y por qué no decirlo, la belleza, de los antiguos cuadros teatrales, la fotografía del cine, y su parentesco evidente con la pintura.
Seguir esta opción «digital», puede resultar alucinante y llamativo, visualmente hablando, para el espectador educado en lo que podríamos llamar una estética posmoderna, a falta de un mejor término a utilizar en estas líneas. En efecto, la régie de estos días cuenta con elementos tecnológicos que ni el mismo Luchino Visconti se hubiese imaginado que podría utilizar en el montaje de una ópera, pero si el fin del director de Fuga era conceptualizar una idea simbólica detrás de su puesta en escena, la falta de sentido “ideológico” con que la dilató en el estrado, le privaron de concretar una realización satisfactoria al respecto. Salvo el de un abigarrado conjunto de factores -reunidos en un sofisticado paisaje-, inconexos entre sí por muchas secuencias de la pieza.
Las declaraciones que el mismo cineasta efectuó en la previa, motivaron el entusiasmo mediático por su puesta en escena. En especial cuando sus ideas artísticas parecían apuntar, en ver a Katia Kabanova (1921), como una suerte de retrato moral e ideológico acerca de las encrucijadas éticas del Chile actual, ese país que se debate entre el éxito económico, y las demandas políticas y sociales de sus ciudadanos. Nada de aquello se observó encima de las tablas, sin embargo.
Ante esa realidad, cabe preguntarse por esa falta de correspondencia estética, de fondo y forma, entre lo enunciado y lo que finalmente se hizo. ¿Por qué Pablo Larraín no fue más consecuente con sus ideas teatrales, y situó la acción dramática de Katia… sobre Santiago del Nuevo Extremo, en reemplazo de la pequeña aldea rusa de Kalinov, por ejemplo?
También, ¿y si el director sustituía las gélidas aguas del Volga, por el flujo imprevisto y traicionero del Mapocho, dentro de la libertad creativa propia de la invención? Sólo él lo sabe. Pero hacer una proximidad temática tan forzada, entre un leit motiv tan común del arte universal, como lo es el adulterio y sus sanciones y castigos comunitarios, con la coyuntura presente e histórica de una nación en particular, nos parece, por lo menos, si no pretencioso, obvio.
En cuanto al manejo actoral de los cantantes y su despliegue arriba del escenario, poco de novedoso pudo apreciarse. Lo mejor de la réggie, fueron esos cuadros en que la trabajada sincronía de los bailarines del Teatro, realizaron su acabada, virtuosa y experta irrupción.
Las luces, el vestuario y el diseño digital de los productos simbólicos exhibidos, igualmente, se encontraron en línea con los adelantos y la perfección técnica, que el desarrollo de la industria moderna, ha concedido a las artes visuales en general. Destacaron esas mariposas ficticias, oníricas, las que revoloteaban en el jardín de los Kabanov, sostenedoras del factor estético que se deseaba expresar, cuando Boris le revela su amor prohibido a Katia.
En el aspecto vocal, brillaron especialmente las cualidades interpretativas de la soprano rusa-estadounidense Dina Kuznetsova (Katia). “Seductora y cautivante”, le definió hace un tiempo atrás la crítica francesa. Así, la cantante resultó una emotiva Katia Kabanova, la que abordó con delicadeza los extremos emocionales por los que atraviesa la protagonista durante la historia. Fue dramáticamente creíble en mostrar la contrariedad afectiva propia de este difícil rol, y su timbre alcanzó, toda su técnica y potencia cosmopolita, en el monólogo final que conmovió al auditorio.
A la mezzosoprano sueca Susanne Resmark, le correspondió representar el papel de Kabanija, la autoritaria y cruel suegra de Katia. Su personaje exhibió una voz sólida y sin vaivenes, siguiendo un camino dramático que resolvió de gran forma la insensibilidad descomunal de la mujer: de esa manera, redondeó una actuación deslumbrante. Por su parte, Evelyn Ramírez, la joven mezzosoprano chilena, cantó con su notable y acostumbrada bella voz el rol de Varvara, la hija prestada de los Kabanov.
En las gargantas masculinas, superior en lo vocal y en la caracterización de su máscara, estuvo Alexander Teliga, el barítono polaco que encarnó a Dikoi, el displicente e intrigante amante de la Kabanija. Steven Ebel, quien actuó como Boris, si bien exhibió falencias de volumen en algunos pasajes, se reivindicó en su vitoreado dúo con Katia.
Kudriash, el papel del profesor, fue cantado por el tenor turco Tansel Akzeybek. Este presentó una versatilidad digna de mencionar en su realización dramática, a la que acompañó con una hermosa y elevada voz. Su canción popular escenificó un delicado pasaje, en el corazón de un tempestuoso océano de traiciones y bajezas humanas.
Finalmente, consignamos la extraordinaria dirección musical, de memoria y sin errores, de Konstantin Chudovsky. El titular de la Filarmónica caminó sobrio y místico al dialogar con la tragedia de esta pieza, y anunció con temple artístico y sentido de las formas melódicas, el sendero de la belleza y del romanticismo, cuando la contemporánea partitura, así se lo sugirió.