Un hombre se sienta cada día durante un año en la misma piedra del mismo bosque, a veces bien abrigado contra el frío y la lluvia, otras a pleno sol, a veces sin que pase nada, otras asistiendo a acontecimientos increíbles, y lo narra en un libro.
El mandala es un Serengueti de moluscos. Manadas de herbívoros enroscados cruzan la sabana sin fin de líquenes y musgos.
Los caracoles más grandes viajan solos, recorren la superficie angulosa de la hojarasca y dejan las laderas musgosas para los jóvenes y ágiles. Me tumbo boca abajo y me acerco sigilosamente a un caracol de buen tamaño que bordea el mandala. Me pongo la lupa delante del ojo y me acerco un poco más a rastras.
A través de la lupa, la cabeza del caracol cubre todo mi campo visual como una escultura magnífica de cristal negro. La piel reluciente está decorada con manchas plateadas, y unas estrías pequeñas señalan longitudinal y transversalmente la espalda del animal. Mis movimientos lo ponen en guardia; el caracol retira los tentáculos y se embute en el caparazón. Aguanto la respiración y se relaja. Del mentón le salen unos pequeños bigotes, que se agitan en el aire antes de inclinarse y tocar la piedra. Estas antenas elásticas se mueven como los dedos al leer el alfabeto braille, palpan ligeramente y consiguen arrancar el significado de la escritura de la arenisca. Al cabo de algunos minutos surge otro par de tentáculos de la coronilla de la cabeza del caracol. Suben, cada uno con un ojo blanquecino en la punta, y saludan al dosel arbóreo. A mí también se me salen los ojos de las órbitas a través de la lupa, pero este globo monstruoso no parece preocuparle excesivamente al caracol, que extiende todavía más sus pedúnculos oculares. Estos mástiles carnosos superan la longitud del caparazón y se agitan de un lado al otro.
A diferencia de sus parientes, el pulpo y el calamar, este caracol terrestre no dispone de una lente sofisticada con que formar imágenes nítidas. Sin embargo, hasta qué punto ve el mundo borroso un caracol es un misterio. Los científicos se topan con dificultades a la hora de preguntarles a los caracoles qué perciben, y este problema de comunicación ralentiza la vanguardia de la investigación sobre la vista de los caracoles. El único éxito experimental en este campo viene de tomar prestados los trucos de los domadores de circo y enseñar a los caracoles a comer o a moverse cuando ven una señal. Hasta el momento, estos artistas gasterópodos han demostrado que son capaces de detectar pequeños puntos negros en una tarjeta blanca. También distinguen entre tarjetas grises y tarjetas a cuadros. Que yo sepa, nadie le ha preguntado todavía a un caracol si es capaz de ver los colores, el movimiento o un aro en llamas.
Estos experimentos son apasionantes, pero dejan de lado una cuestión más amplia: ¿qué es lo que “ve” un caracol? ¿Ve como vemos nosotros y en su mente de gasterópodo se les aparecen imágenes de tarjetas a cuadros? ¿Asiste a proyecciones privadas de luz y oscuridad, procesadas por marañas de nervios como decisiones, preferencias y significado? El cuerpo humano y el de los caracoles se componen de las mismas piezas húmedas de carbono y arcilla, o sea que si la conciencia emerge de esta tierra neurológica, ¿con qué fundamento le negamos al caracol sus imágenes mentales? Sin duda lo que ve es radicalmente distinto, una película experimental con planos extraños y formas que se tambalean, pero, si son nervios los que dan lugar al cine humano, debemos contemplar la asombrosa posibilidad de que los caracoles experimenten algo parecido. sin embargo, el relato preferido de nuestra cultura es que la película del caracol se proyecta en una sala vacía. De hecho, el cine no tiene pantalla. sostenemos que el caracol no tiene una experiencia interna subjetiva. la luz del proyector del ojo simplemente estimula los conductos y el cableado del caracol, lo que provoca que el cine vacío se mueva, coma, se aparee y mantenga la apariencia de vida.
La cabeza del caracol estalla y mis especulaciones quedan interrumpidas. Un nudo confuso de carne parte la cúpula negra. El nudo aflora, se extiende y entonces el caracol se vuelve y me mira. Los tentáculos forman una x y salen en forma radial de la protuberancia pastosa y burbujeante del centro. Asoman unos labios vidriosos, que delimitan una hendidura vertical, y todo el aparato se mueve con dificultad hacia abajo y aprieta los labios contra el suelo. Con los ojos como platos, observo como el caracol empieza a deslizarse por la piedra, levitando a través de un mar de líquenes. Unos pelos minúsculos que palpitan y las ondulaciones de músculos infinitesimalmente pequeños propulsan al herbívoro, negro como el ébano.
Echado boca abajo observo como el caracol se detiene entre escamas de líquenes y hongos negros que sobresalen de la superficie de hojas de roble. Aparto la lupa y de repente todo desaparece. El cambio de escala te arroja a un mundo distinto; el hongo es invisible, el caracol es un detalle sin importancia en un mundo dominado por cosas de mayor tamaño. Vuelvo al mundo de la lupa y descubro de nuevo los tentáculos vigorosos, la elegancia negra y plateada del caracol. La lupa me permite capturar la belleza del mundo y me abre los ojos de par en par. Nos perdemos auténticas delicias por culpa de las limitaciones de la vista humana.
La velada con el caracol termina cuando el sol se asoma detrás de una nube. La suave humedad de la mañana se ha disipado, y el caracol se dirige hacia una cumbre, o una roca más bien pequeña, según como se mire el mundo. El caracol toca la roca con un tentáculo, pone del revés la cabeza y se estira. El cuello y la cabeza se extienden como los de una jirafa, más, todavía más, hasta que la barbilla topa con la roca, se despliega como una plataforma de lanzamiento, y el caracol entero se levanta del suelo en una flexión con la barbilla y sin manos. La gravedad parpadea incrédula y el animal sube inverosímilmente y prosigue su viaje, del revés, hasta la grieta de la roca. Vuelvo la mirada fuera del mundo de la lupa y el Serengueti se ha vaciado. Los herbívoros se han evaporado con el sol.