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Crítica de cine: “La ley del más fuerte”, el romanticismo de la totalidad Segundo largometraje del director estadounidense Scott Cooper (“Crazy Heart”)

Crítica de cine: “La ley del más fuerte”, el romanticismo de la totalidad

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Una película gigantesca. Eso define a esta cinta protagonizada por algunos de los mejores actores masculinos de habla inglesa en la actualidad. Una calidad dramática y artística, que se basa en tres pilares fílmicos: el notable trabajo como rol estelar de Christian Bale, la puesta en imágenes de un libreto con pretensiones de novela y el talento cinematográfico del joven realizador norteamericano a cargo. Un thriller que, inspirado en hombres solitarios, frustrados e infelices, aprisionados por la pobreza material, la mala fortuna y la negación a sus necesidades emocionales más elementales, exhibe una dura confrontación a la “tranquilidad rural” de la que presumen las entrañas de la nación del norte.


“¡Oh, flor del amor, cuyos poderosos labios nos absorben hasta la muerte! Te encontramos en todas las cosas fugaces y lejanas, hechiceras de nuestros veinte mil días: el cerebro habrá de enloquecer y el corazón se agitará destrozado por tu beso, pero, ¡oh, gloria!, ¡gloria!, ¡gloria!, el amor permanecerá eterno, solo y con desasosiego en la inmensidad y nosotros habremos de gritarle: tú no te has liberado de nuestra soledad”.
Thomas Wolfe, en Del tiempo y del río

En la mitad de la noche. Como en la Twin Peaks: Fire Walk with Me (1992), de David Lynch, la muerte sale a exigir la redención del menor de los hermanos Baze, en el corazón de las tinieblas de un bosque y de la nada. Al interior de uno de esos estados norteamericanos -el de Virginia parece ser aquí-, donde es posible que ocultos bajo la apariencia del orden, las tradiciones y el recato, todavía prevalezcan la ley del hombre más visceral, en desmedro del imperio de la razón y de las leyes.

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Y si bien el personaje interpretado por el actor Casey Affleck (Rodney), está lejos de compararse a la belleza perversa y transgresora de Laura Palmer, el final violento de sus días, lo asalta justo en la esquina del sendero, en esa curva existencial donde deseaba dar un vuelco definitivo al tranco perdido de su camino.

De hecho, el paralelo con la búsqueda de la luz que realiza la cámara de Scott Cooper, no deja de llamarnos la atención: desde enfocar los espacios de un cuarto oscuro y cerrado, hasta salir por una ventana abierta, de una granja sin moradores, en la persecución instintiva y fotográfica, de una realidad que asoma en el vacío de una pradera. Aquella, como el escenario en el pueden desarrollarse todas las pasiones y nudos dramáticos posibles: la evasión de la indiferencia pasmosa, y el dolor de la pérdida desoladora, ambas sin transiciones.

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Los dos Baze cobijan la sensación anímica de que la vida ha sido injusta con ellos, a pesar de sus intentos por alcanzar unas circunstancias radicalmente distintas a las que enfrentan. El menor, Rodney, después de regresar cuatro veces de la lucha despiadada en Irak, no concluye por acomodarse a la cotidianidad del día a día en una pequeña ciudad de Pennsylvania. Se enreda en el mundo de las apuestas y de las peleas clandestinas, como si en esa experiencia del padecer físico, su cuerpo liberara las reacciones químicas que no sólo calman su ansiedad mental, sino también las heridas esenciales de su organismo. Lejos de ser un héroe de guerra, asemeja un paria fuera de lugar, descolocado sin remedio del teatro de la existencia.

Y el mayor, Russell (el gran rol personificado por Christian Bale), se haya condenado por la pésima suerte y el desamor. Aún cuando moralmente es el único de los estelares con una conciencia del bien y del mal que guía sus acciones, sus circunstancias vitales jamás dejan de presentarse adversas para él. En eso, deja la imagen de estar sacada su aura nefasta, de las páginas marineras, profundas y filosóficas, del inmenso Joseph Conrad.

Una noche, y el derrotero de “normalidad” de Russell, cambia para siempre. Por eso hablábamos de ese motivo audiovisual de la oscuridad en este filme, en tanto impulso de una estrategia cinematográfica que desea exhibir al estado de las cosas en esa permanente contraposición entre la desolación más tremenda, amparada por la falta de luz; y la puerta de salida que pueden significar, a fin de derrotar esa parálisis ética, la aparición del sol y de una nueva jornada, aunque el astro sea tímido, y sus rayos apenas puedan traspasar las nubes, en un horizonte febril y encapotado. Todo lo perverso puede ocurrir en los márgenes de la nocturnidad, y esa misma maldad, puede desplegarse y solucionarse en el ancho campo de lo diurno.

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A ese factor fílmico, al que agregamos el de las fábricas industriales abandonadas en medio de la ruralidad –el que termina por apoderarse de cualquier indicio de civilización-, y la característica de los espacios vacíos como escenario de lo impredecible, y de una ciudad deshabitada, que fortalece su presencia escénica en desmedro del fluir constante de extras y el ajetreo propio de la modernidad; unen a Scott Cooper con el cine del ya citado David Lynch (la relación con Terciopelo azul y Carretera perdida, resultan evidentes), y también con la obra de Jim Jarmusch, especialmente, con su reciente estreno en Chile: Only Lovers Left Alive (2013). Y si vamos más lejos en nuestro afán de pesquisa audiovisual, no podremos dejar de anotar el título y los apellidos de La Notte (1961), del director italiano Michelangelo Antonioni, influencia sobre todo del segundo de ese par de realizadores norteamericanos.

La estructura de un guión casi perfecto y su complejidad dramática, es otro detalle que debemos precisar en nuestro análisis. Son muchos los buenos personajes que se difuminan en esta película, dentro de una sola historia, y de ambientes tan precarios, para creer que se trata de una casualidad o de un ingrediente propio de un drama violento.

Los tópicos argumentales presentes en La ley del más fuerte (Out of the Furnace 2013), pueden encontrarse en la gran literatura sureña de los Estados Unidos: en William Faulkner, en Sinclair Lewis, en John Steinbeck, en Thomas Wolfe, en Carson McCullers, en Flannery O’Connor y en Cormac McCarthy. El desamparo, la soledad, el desarraigo, la frustración, los fracasos afectivos, la disfuncionalidad familiar, la violencia desmedida, la pobreza de la clase media baja norteamericana, las traiciones de todo tipo, la búsqueda y la persistencia de un amor imposible, la necesidad de la redención y de la venganza, son características que mueven la psicología del elenco imperdible de esta película: se hallan en la maldad patológica de Harlan De Groat (Woody Harrelson), en la inmoralidad cínica y dispuesta a cualquiera cosa de John Petty (Willem Dafoe), y en la parsimonia hipócrita y comedida del comisario Wesley Barnes (Forest Whitaker).

Es una cinta ambiciosa la de Scott Cooper. Una de las mejores que se han puesto en cartelera en nuestro país durante este año, por algo fue aplaudida en 2013, cuando se exhibió en las muestras oficiales de los festivales de Venecia y de Toronto. Completa y honda en sus significados hermenéuticos, su hambre de gloria se expresa en las tres parcelas propias de su desenvoltura estética: la audiovisual, la dramática, y en la actuación formidable de su reparto.

Para escribirla, Cooper se apoyó en un autor de guiones: Brad Ingelsby. Con el propósito de rodarla, confío exclusivamente en su romántica obsesión por la totalidad, esa de intentar retratar la realidad mediante cuadros llenos de sentido y sin nada desparramado en la burda improvisación. Con crítica social y altura artística en idéntico tiempo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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