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Crítica música: Joyce Di Donato y Boris Giltburg señalan el rumbo al Teatro Municipal del futuro Presentaciones de los solistas en el escenario santiaguino durante la semana pasada

Crítica música: Joyce Di Donato y Boris Giltburg señalan el rumbo al Teatro Municipal del futuro

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Días de gloria musical vivió el edificio de Agustinas en los últimos días. Las exhibiciones artísticas de la mezzosoprano estadounidense de fama mundial, y del pianista ruso-israelí, no dejaron indiferente a ninguno de los espectadores que tuvo la fortuna de escucharlos. Al contrario, demostraron que el prestigio internacional del recinto capitalino se debe a su vocación -desde su fundación hasta nuestros días-, por la difusión de los repertorios clásico y docto en el país. Por casi cuatro horas, el nombre de la Región Metropolitana estuvo a la par, gracias a la calidad interpretativa de los espectáculos ofrecidos, con la historia de los grandes proscenios de Europa y de Norteamérica.


Una semana inolvidable tuvo el Municipal: así de simple. Primero, el martes 12 de agosto, y aunque ya se había presentado en Chile el año 2012, el pianista ruso-israelí Boris Giltburg (1984), estrenaba entre nosotros su Premio Reina Elisabeth de Bélgica, reconocimiento que había obtenido en el mes de junio de la temporada pasada (2013).

Ese galardón, sólo vino a confirmar lo que era un secreto a voces en el circuito de los melómanos, un murmullo sibilino de admiración: que nos encontrábamos frente a uno de los mejores solistas jóvenes del mundo en la especialidad (de los que bordean la treintena, claro).

La ocasión, también, sirvió para rescatar el valor y la preocupación que entrega la actual administración del Teatro, a la organización de su ciclo de Grandes Pianistas. Muchas veces subvalorada por el público que acude con frecuencia a disfrutar de la céntrica cartelera, esta programación ha terminado por convertirse en uno de los grandes esfuerzos artísticos del Municipal. Bástenos para respaldar la afirmación, con mencionar los patronímicos del intérprete que antecedió a Giltburg, durante las frías jornadas de julio: los del checo Lukáš Vondráček.

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Pero Boris Giltburg es un pianista más maduro a la hora de llevar sobre el teclado, sus ideas musicales en torno a una partitura. Lo que en el europeo era la expresión de un sorprendente talento natural –que le permite abordar casi cualquier pieza del repertorio-, en el judío nacido en Moscú, aunque criado en Tel Aviv, concluye por convertirse en la posesión de unas cualidades donde el virtuosismo están al servicio del estilo, y no al revés.

Las creaciones de Robert Schumann, Sergei Rachmaninoff, Béla Bartók y Franz Liszt, se sucedieron con una sonoridad y un nivel de ejecución, que a los santiaguinos, por lo general, sólo nos es permitido apreciar en grabaciones de discos compactos o de vinilos.

Con la distancia que facilitan los días pasados, escogemos, dentro del muestrario de obras presentadas,  los Seis movimientos musicales op. 16 del ruso y la Sonata en si menor, S. 178, del compositor austriaco, en especial por la destreza que requieren los giros de ambas en la escala musical, y por la dificultad propia de los motivos estéticos que le imprimieron sus autores al segundo de inventarlas. Pecaríamos de injustos si evitamos resaltar la calidad con que el pianista hebreo manifestó su comprensión artística de los Papillons, op. 2, de Schumann: una delicia acústica y melódica, desde su introducción hasta su final en Re mayor.

Lo anotó con un sentido literario bastante acabado, el musicólogo José Miguel Izquierdo, en el comentario de sala que se distribuyó durante la función crepuscular de ese martes: “La posibilidad íntima que entrega el piano, el componer a varias voces y en diferentes colores dentro de un ambiente reducido, ha sido esencial para la música de los últimos doscientos años. Hay algo de oscuro y caprichoso en el acto de sentarse a escuchar aquellos sonidos que, desde un piano concebidos, regresan al piano y a las salas, para encumbrarse entre asientos y lámparas como fantasmas de un pasado ya extinto. Es esa fantasmagoría la que ha sido tan cautivante para tantos compositores a través del tiempo”. Al correr de esos 12 minutos de hace casi una semana, participamos “místicamente” de ese nostálgico sentimiento estético al que alude el investigador chileno.

Acerca del espectáculo extraordinario que desplegó la mezzosoprano estadounidense Joyce Di Donato (1969), el miércoles 13 de agosto, sólo podemos sumarnos a los diferentes elogios que se han publicado en la prensa del último fin de semana. Tener en la escena artística nacional a una cantante de esa altura, en dos oportunidades, separados esos eventos por el espacio de dos años, es un lujo difícil de lograr en este lejano confín de Sudamérica, por más que hayan acontecido en el contexto de una gira continental y con el concurso de varios agentes privados dispuestos a sostener esa quimera.

Si la voz de la norteamericana es un “manjar” por su bello timbre y su audaz coloratura, que recorre a un mismo nivel sonoro desde obras del Barroco hasta pistas de la ópera contemporánea, además de pasearse por el bel canto –con todo el entrenamiento y la complejidad que esos vaivenes técnicos requieren-; Di Donato es una actriz de dotes dramáticos superiores, y una mujer de un carácter y de una personalidad, sencillamente encantadoras.

Y ha venido a Santiago en la cúspide de su carrera, en plena posesión de sus facultades musicales, y a un precio de oírla en vivo muy inferiores a los que se pagan por estrellas del rock y del pop, mucho menores en su jerarquía interpretativa, si les compara con el “peso” que ostenta Di Donato en el campo lírico de esta década.

Händel, Mozart y Rossini, son el trío de compositores que han fundamentado conceptualmente la trayectoria de la diva, desde que ésta alcanzó la fama, hace más de diez años. Y en el programa que la rubia resolvió sobre las tablas de la calle Agustinas, prescindió del vienés, y le sumó a Haydn (hermosa su interpretación de la cantata Ariadna en Naxos), le agregó a Johann Adolph Hasse, a Vincenzo Bellini (precioso su abordaje al aria de Adelson y Salvini), y a Franceso Santoliquido. Y por supuesto, que se apoyó en tres piezas del autor de El barbero de Sevilla: lo tradujo en dos canciones y en un pasaje, Non più mesta, propiedad de la ópera La cenicienta.

Una semana descollante en lo musical, en un área que le es propia al trabajo que el Teatro ha desarrollado a la largo de su historia (aunque no exclusiva, en el ámbito ciudadano). Y que debe servir para que las mentes futuras, que se harán cargo de su administración –en una postura legítima, pero equivocada dada las múltiples opciones escénicas con que cuenta hoy la urbe-, echen atrás en su anhelo de convertir al Municipal, en algo así como un auditorio ecléctico y de multiuso, en un recinto que acoja a bandas de música popular y a conjuntos folclóricos, cuando ese no es su rol ni tampoco los rasgos de su arquitectura, en tanto edificio con fines artísticos. Es un debate que recién comienza, y la razón de fondo, que alimenta con ardor y pasión, la polémica suscitada por la Gala Presidencial del próximo 18 de septiembre.

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