Puede que «Paso del Norte», una obra basada en el texto homónimo de Juan Rulfo, sea un montaje de nicho, para gente de teatro o interesada en la experiencia estética, pero es una gran obra, con una propuesta conceptual real, profunda y bien construida. Rodrigo Pérez, que representa al padre, construye un personaje de manera notable. Los años de oficio y la rigurosidad del mismo dan frutos, al punto que, tal vez, sea uno de los mejores actores teatrales que en este momento se hallen trabajando.
Paso del Norte, es un montaje basado en el cuento del mismo nombre de Juan Rulfo. La obra -que se presentó durante un mes en el Teatro La Memoria- mantiene casi la totalidad del texto y diría que también su sentido estético, en tanto el relato es despojado de adjetivaciones, distanciado de todo barroquismo lingüístico en la voz del narrador, entregando la palabra, fundamentalmente, a los personajes; construido sobre la base de la crudeza de ciertos espacios humanos y sociales.
Dirigida por Cristián Plana se construye sobre un supuesto que cruza de manera transversal la propuesta artística, tanto en términos estéticos y políticos, incluso de la convención misma de lo que significa sentarse en una sala a ver teatro, este supuesto es, precisamente, el receptor, el público, la audiencia, el respetable (que la mayoría de las veces no es tan respetable), de hecho, podríamos decir que exige un cierto tipo de espectador y, esto, hay que reconocérselo a Plana. No hace concesiones, desarrolla su propuesta y la expone en función de sostenerla, no de generar una aceptación masiva.
Esto no es ni bueno ni malo (detesto ser tibio o amarillento, pero a veces no me queda otra. Hasta un crítico a veces debe ser ambiguo, aunque en Chile eso parece la norma), pero si es una opción que determina el tono general del montaje, bueno, es claro que estoy diciendo una tontería, mal que bien, cualquier obra de arte en cualquier estilo o disciplina hace esto, por democrática que sea una propuesta, nadie puede construir una obra para “todos”, entre otras cosas porque -como el buen lector ya debe saber- “todos” no deja de ser una entelequia, una fantasmagoría similar a “el público” o “el pueblo”. Estas generalizaciones que igualan lo diverso por naturaleza, son, evidentemente imposibles.
Un buen amigo, literato, profesor, y escritor, me comentó entre jarra y jarra de cerveza a la salida del teatro, que aunque la propuesta le gustó, le parecía elitista. Mi amigo es inteligente y sensato, pero se equivoca, se lo dije: no, no es elitista, es una propuesta y como tal, no puede sino tener un público específico, a menos que se entienda elitista como un grupo reducido que pertenece a una elite (su significado de origen) en este caso intelectual, cosa esta última que debo dudar del público teatral.
“Paso del Norte” exige un público interesado en el desarrollo de la historia y de los personajes, en un proceso en que el mundo, el imaginario que entrega el montaje, se desarrolla lentamente, se instala en un ritmo lento, en que cada texto tiene un peso que se articula a través de (algo tan simple como) el tiempo que se demora en ser dicho, en como los personajes se plantan en escena, con un diseño escenográfico brillante, preciso, inteligente en el sentido más concreto del término: en cómo resuelve los movimientos de la escena y cómo genera un mundo.
Cómo mencionaba antes, resulta un muy buen trabajo el de la dirección en torno a los actores, al dar el espacio, el tiempo, para que sus cuerpos articulen la escena, con movimientos que poseen su propia tensión, con cuerpos que se mueven poco y con precisión, de manera tal que un gesto pequeño se vuelve en un movimiento gigante, con voces bien articuladas y que se proyectan de manera notable.
Ambos actores poseen un manejo vocal acabado y poderoso, una resonancia notoria que, en la actuación es –como mínimo- el 50% del trabajo. Además, tal como en la perspectiva de la voz y de la dicción, los cuerpos están trabajados intensamente, los movimientos de los actores son precisos, pocos de hecho, pero muy bien llevados a cabo; un trabajo finamente construido, con limpieza y atención a los detalles, movimientos que significan en sí mismos, no en el sentido de exponer ideas específicas, sino en la medida que generan un universo estético, que proponen un mundo y una mirada sobre él.
Moisés Angulo (el hijo) es un buen actor, competente y con fuerte presencia, su rostro aguileño y su tamaño hacen naturalmente que uno lo observe, pero el saca partido a sus condiciones, es verosímil con el mundo propuesto y las acciones físicas que lleva a cabo son significativas y se condicen con la propuesta general de la obra, sumando sentidos posibles a ella.
Rodrigo Pérez (el padre), construye un personaje de manera notable. Los años de oficio y la rigurosidad del mismo dan frutos, al punto que, tal vez, sea uno de los mejores actores teatrales que en este momento se hallen trabajando. Su rostro, las inflexiones de su voz, los movimientos de sus piernas y brazos al sentarse, ponerse de pie, moverse, hablar, son magníficos, construye una imagen de vejez, desolación y crueldad que, sin duda, no son nada de fáciles de lograr, menos con la profundidad que él propone. ¿Profundidad?, -no quiero caer en discursos metafísicos tan comunes en el mundo de las críticas teatrales, comenzando por las escuelas- tendría que ver en mi discurso con la posibilidad de abrir significaciones y posibilidades de interpretación a través de efectos (en este caso corporales y vocales) que no podrían aparecer, de no ser, precisamente por ese trabajo.
Rodrigo Pérez es un espectáculo en sí mismo en esta obra.
El diseño, por su parte, a cargo de Ángela Venegas y el propio Plana, está a la altura del montaje. Bien pensado, porque en un espacio pequeño y minimalista casi, se genera un universo semiótico que permite leer una idea, un mundo o universo que se asienta en relación al diálogo y la dependencia de los personajes. En cierto momento de la obra, además, abre este espacio para situar un mundo diferente, muy bien creado, con una lograda capacidad técnica y, sobre todo, con una economía muy inteligente a la hora de elegir los elementos que componen el espacio y que semiotizan en la relación montaje/espectador, dando cuenta de una decisión concreta por parte de la dirección al respecto.
Tal vez, la iluminación, no fue la más acertada. Faltó, en mi opinión, calor. Una de las cosas que caracteriza los universos rulfianos es un calor sofocante, probablemente una metonimia de la desesperación, de la sensación de encierro y aplastamiento de lo humano, tema patente en el cuento original. En este mismo sentido, sucede algo similar en el montaje completo. Es una obra muy bien desarrollada, desoladora y brutal, pero le falta una cierta crudeza que se pierde en una sobre estetización de los motivos, asimismo, el recurso de la lentitud y pesadez de la escenificación y habla, se agota en la segunda parte de la obra, se pierde, se ingresa en la costumbre y por lo mismo extravía el extrañamiento que producía al inicio y que era uno de sus puntos álgidos.
Puede que Paso del Norte sea un montaje de nicho, un montaje para gente de teatro o interesada en el arte (dudo que una persona desvinculada de toda disciplina artística pudiera disfrutarla o no aburrirse), pero es una gran obra, bien hecha, con actuaciones notables y con una propuesta conceptual real, profunda y bien construida. Absolutamente recomendable si el espectador quiere hacer un esfuerzo que (en mi opinión) vale la pena absolutamente.
Esta obra demuestra una de mis tesis fundamentales: no es verdad que no hay teatro ni compañías en Chile. La multiplicidad de la cartelera, así lo confirma. ¿Se lo confirma a quién? al público que va al teatro, porque tal vez de eso carece sí Chile, de un público que abandone la televisión y los realities y vaya a sentir la cercanía del teatro, las cercanía de las actrices y actores, de diseñadores y dramaturgos, de directores, de músicos, de productores, de todos aquellos que permiten a este arte seguir existiendo, en la trinchera estética y social del teatro. Una trinchera que además, crece cada día con compañías independientes, cada vez más, compañías de artistas que tienen algo que decir, y si no lo tienen, no importa, quieren decirlo y eso, es un país tan callado como Chile, es un carnaval que vale la pena celebrar.
En Chile hay teatro bueno, malo, mediocre y excelente… teatro hay, falta el público, falta que los buenos ciudadanos abandonen el aburrido confort de sus casas, del cine de celebridades y pantallas verdes sobre las cuales un computador construye lo que parece un mundo, que abandonen a las caras repetidas y obscenamente estúpidas de la Tv y se internen en el reto que el teatro impone: encararse a la realidad emocional, social y mental de nuestra cultura.
El público no le hace un favor al teatro ni a las compañías cuando va a verlo, el público se hace un favor a sí mismo cuando entra a ver un montaje.