Filósofo. Universidad París 8
Sabina es Sabinas, así en plural y extensivamente. Asistir a sus conciertos es, al final del día, una posibilidad para la emergencia de múltiples sensaciones que pueden ir desde el hastío por su predecible y majadera bohemia hasta el estremecimiento más profundo cuando nos paraliza con un verso trágico y descarnadamente honesto.
Y es que a este poeta que se ha pasado la vida musicalizando el fracaso no puede sino entendérsele desde la complejidad de una época en donde el arte busca su reproductibilidad al interior de la industria cultural (así a lo Walter Benjamin) para alcanzar la consolidación de una obra. Sabina no puede sacudirse esta embrionaria condición del artista moderno (o pos) en donde la performance lírica debe asumir una posición dentro del oleaje mercantil y él lo sabe; así como lo supieron genios como Miles Davis, Bob Dylan o Leonard Cohen que, de alguna u otra manera, formatearon la creación, también y más allá del arte, a las exigencias de un mercado indescartable.
Sin embargo esta condición adherida al arte en nuestra época no implica necesariamente una banalización del arte mismo, menos una permuta de ese fondo original y fundante donde se sustancializa la creación. Por el contrario -y esa es la potencia de un poeta como Sabina- escucharlo y aguantarlo supone instalarse en un más de allá de los imperativos de mercado y caer, muchas veces rendido, en esa dimensión alcohólica y traumática que transpiran cada una de sus canciones. No hay, por así decirlo, un a medio camino con Sabina, es el todo o la nada en el centro de todos sus navajazos melancólicos.
Al mismo tiempo habría que sumarle a la obra de Sabina un asunto de temporalidad. Esta temporalidad tiene que ver, precisamente, con la idea de las “crisis”. Este autor no se concibe ni podríamos concebirlo fuera de este tiempo en donde su poesía se enfrenta a sí misma. Nadie quiere un Sabina feliz, optimista o bendito. Lo queremos triste, pesimista y maldito. Creo que no le daríamos ninguna posibilidad fuera de esta trinchera crítica en donde logra apuñalarnos una y otra vez con su poética maltrecha y de perro callejero. La crisis no es el motivo inspirador de Sabina, es, más bien, el ecosistema de todas y cada una de sus corrupciones y el túnel por donde se desliza una temporalidad bizarra y bufónica, la misma que es capaz de sabotear nuestros credos sobre el amor, la muerte o los excesos.
En fin, mezcla entre el folk deslavado y fuertemente poético de Dylan, la escatología de Cohen, la tragedia española de García Lorca y Alberti, la tauromaquia como fetiche y la canción melancólica francesa de George Brassens, Sabina se nos revela como un poeta altamente predecible, siempre sabremos cómo nos va a matar, el punto es que igual nos mata, dejándonos a la espera de otro de sus crímenes.