Vencedora en la categoría “World Cinema-Dramatic” del prestigioso festival estadounidense de Sundance (2014), la película del director nacional no ha dejado de sumar galardones: así lo ha hecho en distintas líneas de competición por certámenes de Escocia, Alemania, y en las muestras de Miami y de Rotterdam. Con el sello de cámara y fotografía, que le son propios a los trabajos de Inti Briones, las cualidades artísticas de la cinta están lejos de fundamentarse sólo en ese ítem. También hablamos de un thriller de grandes roles actorales, y de unas fortalezas narrativas desconocidas para la inmensa mayoría de los largometrajes de ficción, que se graban por estas latitudes.
“Las muertes más exquisitas, fíjese bien, son las que nos alcanzan en los tejidos más sensibles”.
Louis-Ferdinand Céline, en Muerte a crédito
Basada en hechos sustraídos de la crónica policial chilena, la tercera obra del realizador chillanejo Alejandro Fernández Almendras (1971), es una pieza mayor dentro de la cinematografía criolla actual, por lo menos en el género específico de la ficción. Al interior de una actividad, en donde el desempeño audiovisual de los filmes documentales, supera con largueza la calidad dramática de las películas inspiradas en argumentos de origen literario, aquello ya es decir bastante.
Y si la historia que relata, ha convocado la atención crítica del circuito independiente norteamericano, se debe a que los nudos y tópicos que desarrolla, además de hallarse plausiblemente bien contados, tienen una fuerte raigambre en el cine estadounidense. Desde el repertorio western, pasando por Clint Eastwood, hasta llegar a una película como la recientemente estrenada La ley del más fuerte (Out of the Furnace, 2013), la “gesta” del solitario de clase media baja, que se enfrenta a fuerzas sociales y criminales que le superan, constituye un clásico en las producciones del país del norte, tanto en Hollywood, como en los estudios que escapan a su conducción temática y financiera.
Aquello, en gran medida, explica el éxito internacional de Matar a un hombre (2014), y el galardón del gran jurado, que recibió en la categoría “World Cinema – Dramatic”, por parte del Festival de Sundance de principios de este año, y el premio “Future Cinema Critics Award”, que le fue otorgado por el Festival de Cine de Miami, de esta misma temporada.
Pero aparte de que en este filme, presenciamos la factura de un libreto casi sin fisuras, escrito también por el artista que dirige el entramado creativo general de la pieza, la cámara y la fotografía, aquí desplegadas, son de un nivel de “grandes ligas”: unos factores que no envidian a ninguna cinta proyectada, por las pantallas de las salas de alguna muestra, de esas llamadas de “primer orden mundial”.
Hay dos escenas –obras del talento de Inti Briones- en las que los motivos y la plasticidad del encuadre, la composición de la fotografía, alcanzan una idea, una imagen, una visión de la realidad, que expresan con sublime belleza cinematográfica, la totalidad de las emociones contenidas en la estructura de este título: la soledad, el desamparo, la impotencia, y las frustraciones cotidianas, de la familia compuesta por Jorge, Marta, y sus hijos, Jorgito y Nicole. Un vacío, un tedio, y una infelicidad, que pueden ser la de cualquier familia de provincias, adscrita a ese grandilocuente término sociológico, que recibe el nombre, a falta de otro mejor, de “mesocracia chilena”.
La primera secuencia, es aquella “toma” -un plano general cerrado-, en la cual Jorge (interpretado formidablemente por el actor Daniel Candia), expulsa a un intruso de los predios que custodia en las afueras de Tomé. El lente registra el hecho de una manera fría, indiferente, a la manera de un documental, para luego dar un giro, recuperar los fueros de la ficción, plantearse en un contraplano “americano” encima de la espalda del hombre, mientras este, solitario, observa la inmensidad del horizonte, el que concluye más allá de la línea que separa al sol del océano Pacífico.
La segunda escena, es la que exhibe el abuso sexual de la que es víctima Nicole, por parte del Kalule (Daniel Antivilo), en un capítulo más del acoso que recibe ese modesto grupo familiar, por haber denunciado a ese delincuente y a su banda, ante las autoridades pertinentes. La joven corre gritando, desesperada, a través de los senderos de uno de esos bosques de pino tan típicos de la zona. Sólo se oyen los gritos de la adolescente, mientras la cámara se encuentra estática, aguardando la llegada del ilícito, la del acontecimiento que por ahora no abarca su mirada, y que sólo se escucha por el momento.
Luego, en unos breves segundos, y apoyado sobre una verja instalada en la berma del camino, y ante la observancia pusilánime de un vecino, el experimentado criminal manosea a la Nicole. El lente mantiene otro plano general cerrado, a prudente distancia, pero que sin embargo, graba con un crudo realismo, y con una lograda luminosidad, la lenta crueldad de ese minuto.
El guión, además de sostener el intenso suspenso del drama y revelar las claves por las que transita el reparto, asimismo, se las arregla para pronunciar una fuerte crítica en contra del sistema judicial chileno, y por ende, hacia los entes encargados de resguardar el orden y la integridad de sus ciudadanos más desvalidos. Como si la falta de evidencias contundentes de los delitos cometidos por el Kalule, y la sencillez de medios en que vive la familia de Jorge y Marta (Alejandra Yánez), fueran, finalmente, la excusa suficiente para justificar la lentitud preventiva, de las instituciones involucradas en su protección.
No sólo la actuación de Daniel Candia alcanza una calificación digna de mencionarse. También se destacan la citada Yánez, el “malvado” Antivilo, la inocente Nicole y Jorgito. Este último, encarnado por Ariel Mateluna, el que si bien participa nada más que de unos breves pasajes en el largometraje, desenvuelve aquí sus reconocibles dotes dramáticos, con el objeto de personificar roles del ámbito popular. A su correcta intervención en este crédito, se agrega la notable y violenta secuencia que protagonizó hace poco en Génesis Nirvana (2013), de Alejandro Lagos.
La dirección de cámara y de fotografía, sumadas al cometido del elenco y los detalles del libreto, hacen de Matar a un hombre una buena película, una obra audiovisual profunda y creíble, con el propósito de retratar una realidad social y antropológica, cuyos actos se repiten en el día a día de la vida urbana de nuestras ciudades.
En algunas escenas, sin embargo, la voz de los personajes se torna un poco inaudible, especialmente en la copia subtítulada, lo que podría preocupar, sin duda, pensando en marzo de 2015, cuando llegue la hora de disputar sobre la alfombra roja de Los Ángeles, el Oscar a la Mejor Película Extranjera.