Escritor, director de Ceibo Ediciones, y miembro de La Furia del Libro.
Durante la última jornada de la Feria Internacional del Libro de Santiago, en nombre de Ceibo Ediciones nos correspondió presentar el libro de Hilda López Un sueño llamado Quimantú. En la contraportada de esta obra se lee que quien ideó y logró que existiera una editorial del Estado al servicio de la cultura fue Salvador Allende. Una empresa editorial, proponía el Presidente, “que contribuya a ampliar los horizontes intelectuales y culturales de la nación, facilite el acceso a las grandes fuentes del pensamiento nacional y universal y abarate los costos de los libros, en beneficio de las capas modestas de la población”.
Dos días antes de este evento, en la revista Qué Pasa, leímos que el escritor y ex ministro de cultura de Sebastián Piñera, Roberto Ampuero, anticipándose a lo que será la nueva política del libro del gobierno y que se conocerá a comienzos del año entrante, expresaba que una “editorial estatal, con bibliotecas y librerías del Estado, son propuestas inquietantes (…) El riesgo es que los libros sirvan para plasmar las ideas políticas de turno”.
[cita]La llamada “industria editorial”, como cualquier otra en nuestros días, se rige por las leyes del mercado. En las librerías se vende mejor y en mayor número aquello que tiene más promoción, publicidad y marketing. El libro, visto así, no parece ser distinto a una consola, una bicicleta, un salame, o un automóvil. Esto es también porque, como dice Ampuero, «los libros plasman las ideas políticas de turno». En este caso, el libro como objeto, no en cuanto a su contenido. Y la idea política de turno es la de la libertad de mercado y la ausencia de políticas públicas en materia de producción y consumo. El libro como producto suntuario[/cita]
En realidad no puede ser de otro modo. De hecho, lo mismo sucede hoy. La llamada “industria editorial”, como cualquier otra en nuestros días, se rige por las leyes del mercado. En las librerías se vende mejor y en mayor número aquello que tiene más promoción, publicidad y marketing. El libro, visto así, no parece ser distinto a una consola, una bicicleta, un salame, o un automóvil. Esto es también porque, como dice Ampuero, «los libros plasman las ideas políticas de turno». En este caso, el libro como objeto, no en cuanto a su contenido. Y la idea política de turno es la de la libertad de mercado y la ausencia de políticas públicas en materia de producción y consumo. El libro como producto suntuario.
En su libro “Mágicos y Lógicos”, André Maurois señalaba que “lo maravilloso toma, en cada época, una forma que sea compatible con las creencias de esa época. Los griegos tenían sus dioses, sus musas y sus ninfas; los celtas, sus encantadores y hadas; los germanos, sus nibelungos y sus walhallas. Para un adolescente educado en la forma en que H.G. Wells se educó, sometido a las disciplinas científicas, la evasión debería tomar, naturalmente, la forma de imaginarios descubrimientos”. Esta es la razón, según Maurois, de la existencia de “La Máquina del Tiempo”, de “La Isla del Doctor Moreau”, del “Hombre Invisible”.
A fines del siglo XIX, la razón literaria, la misión de la novela, era cargar de forma furibunda contra quienes, con sus fabricaciones monstruosas, con sus maquinarias infernales, buscaban someter y desprestigiar al ser humano ante su propia inteligencia. Pronto, la maquinaria del sometimiento se haría tanto más eficiente como cruel, con sus grandes ejércitos de rostros cubiertos por máscaras anti gases, sus hornos crematorios, sus fosas comunes, sus campos arrasados, sus destrucciones masivas; Thomas Mann o Robert Antelme defendían cada uno a su modo a la Especie Humana; realismo versus fantasía, nacionalistas versus universalistas; compromiso político de la novela versus defensores de la libertad e independencia del arte.
Usando el concepto de Maurois en otro sentido, la misión de la literatura se convierte en una respuesta, una acción de resistencia ante los conflictos de esa época.
Probablemente, es de esperar, una editorial del Estado contaría con comités de autores, libreros, académicos, pedagogos, críticos, estetas, editores, para idear colecciones, seleccionar títulos, planificar tirajes y negociar –con los custodios de las arcas fiscales- precios de venta al público que permitan el acceso masivo de los lectores a las obras. Puede ser inquietante. Pero puede serlo aún más seguir dejando al libro en la estantería de los productos inalcanzables y a los ingenieros comerciales y publicistas a cargo de plasmar las ideas políticas de turno en este asunto de los libros.
No sabemos si acaso leer a diario sea más provechoso, sano o humano que pasar el mismo tiempo con la vista fija en las manchas de una pared, en estado ataráxico, o ante una pantalla de televisión, consumiendo productos prefabricados. Puede que sí. Habría que ver. Pero necesitamos libros para hacer la prueba.