Promotor de la piratería de libros, superdotado de la cotidianidad urbana, Quijote con rímel y comunista del pueblo sufriente. Su vida fue un navajazo a la cultura del consumo y a las instituciones. Nunca estuvo ni quiso ser parte del Olimpo –ni literario ni político- ni siquiera cuando la fama y el reconocimiento lo sedujeron como las sirenas de Ulises. Nietzsche decía: “Es necesario llevar en sí mismo un caos para poner en el mundo una estrella danzante”. La estrella danzante fue Pedro y lo que nos deja son perlas. Lamentamos que él sólo se llevara cicatrices.
Arrabalero, matutero, conocedor experto de los secretos del río Mapocho y de los cines proscritos del centro de Santiago, cazador noctámbulo de amores cebolleros e imposibles, lector insaciable de Jean Genet, fans de Miriam Hernández, promotor de la piratería de libros y fabulista descarnado a la vez que superdotado de la cotidianidad urbana, Quijote con rímel y comunista del pueblo sufriente, su vida fue un navajazo a la cultura del consumo, las instituciones y la superficie. Nunca estuvo ni quiso ser parte del olimpo –ni literario ni político- ni siquiera cuando la fama y el reconocimiento lo sedujeron como las sirenas de Ulises. Su vocación al margen fue siempre la ruta por donde se deslizó una de las plumas críticas más corrosivas de la sociedad chilena de las últimas décadas, y su sola estética con aros, pañuelos, collares y rouge, fue un constante sabotaje a las convenciones y a lo que se establecía como “normal” y “políticamente correcto”.
Y es que este Pedro, polifacético y rizomático, no es que haya desarrollado un amor especial por los márgenes, él era margen. Nada de lo que representó, escribió o dijo fueron las metáforas o los simulacros de una marginalidad que habitaba en él a modo de simple recurso lírico. Demasiado sencillo. Él se sostenía sobre un margen que le era vital y explicativo de sí mismo. Con Lemebel, sin duda, sería posible hablar de una ontología de la marginalidad y de una vida que transcurrió, hasta el final, acechada por esa fuerza original que le obligaba a ser outsider. No estamos hablando aquí de una caricatura inventada y póstuma que persigue rendir homenaje a otro poeta chileno, estamos hablando de una apuesta ético-existencial profunda y verdadera que se diseminó en cada una de sus creaciones y que gangrenó hasta la médula el deber-ser de una sociedad sobre-excitada consigo misma, con los morbosos éxitos económicos de las castas “cota mil” y con ese imbunche-apóstol del consumo que es el sujeto aspiracional chilensis.
Entonces diríamos que Lemebel no fue un sujeto de derechos sino un sujeto-ético. Más allá de su historia y vínculos con el partido comunista, Pedro Lemebel no fue precisamente un “ciudadano” que ejercía devotamente sus deberes cívicos o que respetara morales partidistas al momento de organizar su vida y darle sentido a su poética. Su apuesta siempre habitó en un lugar-otro, en una suerte de estética/ética que más bien tendía a dinamitar la severidad de los protocolos. No hizo de su obra (como sí lo hicieron más de una vez Neruda o Teitelboim con telenovelezcas consecuencias) una extensión estética de pautas políticas partidarias ni mucho menos se aprovechó del establishment internacional para hacer circular su obra. Fue solamente él, aferrado a su margen y a su honestidad blindada de todo cálculo, quien hizo de su vida y literatura una amenaza bizarra para las instituciones políticas y las partituras morales.
Si nos compramos lo anterior diríamos que probablemente él -y nadie más- podría haber liderado en Chile al movimiento homosexual y llevarlo a una suerte de emancipación en su diferencia, y no a una reivindicación exclusivamente dentro del marco legal como ha ocurrido. Lemebel de alguna manera representaba lo i-representable, aquello que se diferencia radicalmente y que se explica a sí mismo no en comparación a… sino a partir de una alteridad intransable que no persigue emparentarse con derechos ya establecidos para heterosexuales. Sin embargo esta radicalidad fruto del margen que lo sostenía no podía ser sistémica, política en el sentido institucional, era demasiado ex – céntrico como para ajustarse y ser aceptado por los cánones, precisamente porque él no era un canon, sino un arañazo de uñas pintadas a la sociología más profunda de un país. Lemebel representaba para el sistema, en palabras de Derrida, lo Monstruoso (o lo i-representable nuevamente).
Probablemente mucho habría que decir también sobre Lemebel y la democracia. Sin embargo diremos simplemente que fue un síntoma; síntoma crítico de una democracia fundada en transas, tráficos y circunspectas negociaciones entre civiles, militares y políticos (Ménage à trois. Tomás Moulián dixit); síntoma intransigente de una democracia imperfecta que en sus limitaciones estructurales no comprendió -ni comprende- la idea de multiplicidad y singulariza en el mercado su núcleo vinculante; síntoma delirante de una democracia que lo veía como un triunfo de la diversidad rampante y que más de alguna vez lo utilizó como monedita de oro en la fiestas de la cultura del Parque Forestal. En fin, síntoma latente de una sociedad que negó la belleza y la diferencia gargareando sus logros económicos y sacándose de las muelas relatos sobre lo heroico de nuestra transición.
Ya se fugará mucha tinta, seguro, escribiendo sobre su poesía y su obra (en buena hora). Cada una de sus palabras, habladas o escritas, así como cada uno de sus gestos y performances que recorrieron las calles de Santiago, ocultaban el trauma de una sociedad insatisfecha que no era capaz de auto-representarse su propia tragedia mercantil post-dictadura, y revelaban por defecto la ausencia de un vínculo que realmente trascendiera la instrumentalidad del neoliberalismo.
Roberto Bolaño dijo una vez que Lemebel no necesitaba escribir poesía para ser el mejor poeta de Chile. ¿El premio nacional de literatura? Lemebel no necesitó jamás un “Oscar”.
«Lemebel lo transgredió todo, y en su última noche la pena por su Chile tan querido no pudo tener, tampoco, un último poema».
Nietzsche decía: “Es necesario llevar en sí mismo un caos para poner en el mundo una estrella danzante”.
La estrella danzante fue Pedro y lo que nos deja son perlas. Lamento que él sólo se llevara cicatrices.