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“El código enigma”, las letras de la gramática interna en la vida del matemático Alan Turing Crítica de cine a la película del Morten Tyldum, nominada a ocho estatuillas de la Academia

“El código enigma”, las letras de la gramática interna en la vida del matemático Alan Turing

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Inspirada en la biografía del matemático inglés Alan Turing (1912-1954) -el científico que inventó la primera computadora de la historia moderna, a fin de descifrar las comunicaciones secretas de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial-, la presente obra corresponde a un filme de época, el que fue rodado según las clásicas características del género de suspenso. A la valiosa actuación de Benedict Cumberbatch, se le añaden las estimables compañías secundarias de Keira Knightley y de Matthew Goode. En suma, un largometraje provisto de una hermosa fotografía, de técnicas de montaje precisas y cuya acción, discurre por las pautas de un libreto efectivo, eso, con el objeto de relatar la orfandad y el drama humano del intelectual británico, producto de su secreta y castigada homosexualidad.


“Era un proscrito disfrazado. Sí: la cruz de su calvario sería la soledad. Sabía que estaba envenenándole, e iba haciéndose más vil al tiempo que más desgraciado”.

E. M. Forster, en Maurice

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La fragilidad emocional que despliega Benedict Cumberbatch, en su interpretación del atormentado Alan Turing, es lo mejor de El código enigma (The Imitation Game, 2014), uno de los títulos que compite por dejar una huella perdurable en la cercana edición de los premios Oscar 2015. Habría sido sorprendente, por ejemplo, que la cinta dirigida por el noruego Morten Tyldum, hubiese sido nominada a la categoría de mejor película, pero no sería extraño que su rol protagónico concluyera por obtener, el trofeo al desempeño más logrado de un actor principal, en esta versión.

Todo el trabajo de Cumberbatch indica una contenida desesperación, un dolor que pugna por estallar, y que valiéndose de gestos, de miradas y de silencios –en un lenguaje fílmico y dramático muy propio del cine británico-, proporciona las claves ocultas de ese hombre genial, el que sucumbió a los designios de una vida trunca, y al que podríamos definir como un “Oscar Wilde de las ciencias”. Pues al igual que aquél, Turing sufrió el rigor de un sistema legal que, hasta fines de la década de 1960, penaba con dos años de cárcel el delito de “inmoralidad”, a consecuencia de la práctica pública de la homosexualidad.

En efecto, la película del realizador Morten Tyldum (1967) –grabada con elenco británico, y producida con capitales ingleses y estadounidenses-, contiene más de una relación con otros tres largometrajes ficcionados en locaciones y estudios de la isla; y en donde también subyacen el tópico de una afectividad que debe satisfacerse oculta y en la intimidad de bares y habitaciones clandestinas, so pena de sufrir los rigores de la sanción y el escarnio social: con la Wilde (1997), de Brian Gilbert; con la Maurice (1987), de James Ivory; y con la insuperable mini serie de TV, Retorno a Brideshead (1981), estelarizada por Jeremy Irons, Anthony Andrews y Diana Quick, entre otros.

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Aunque no sólo El código enigma destaca por las el trabajo dramático de Cumberbatch y compañía: los roles secundarios de Keira Knightley (Joan Clarke) y de Matthew Goode (Hugh Alexander), sino, asimismo, por algunos factores propiamente cinematográficos, y que la sitúan en un lugar expectante a lo que pueda decidirse durante las siguientes semanas, de cara a la ceremonia de Los Ángeles. Primero, por la calidad técnica de su guión, un texto que se basó en la biografía titulada Alan Turing: The Enigma, escrita por Andrew Hodges, y que fue transformada en un libreto fílmico gracias al talento de Graham Moore.

Así, esas hojas escritas constituyen un buen ejemplo para mostrar el camino narrativo de cómo contar una historia a través de imágenes y efectuar en paralelo, saltos temporales complicados en la línea diegética de la obra, sin terminar provocando confusión en el espectador (brillantes son esos flashbacks hacia los años ’20, el lapso de la guerra y el presente desde el que se relatan los hechos, que es a principios de la década de 1950). Tenemos, por consiguiente, 114 minutos de secuencias montadas con una perfección admirable, y que reflejan acontecimientos y problemáticas científicas mediante escenas claras y sencillas, sin dejar de lado una cuidada propuesta audiovisual, ni menos la hondura dramática de esa vida humana trágica y suicida.

De esa forma, la producción se las arregla para ofrecernos bellos planos aéreos, pictóricos efectos especiales, y esas aproximaciones a las ojos y a la expresividad “interna” de los personajes, tan cara a los créditos de los grandes directores ingleses contemporáneos: el citado Ivory (pese a que es norteamericano), a Mike Leigh, a Stephen Daldry, a Stephen Frears y a Joe Wright.

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Refrendan estas observaciones que anotamos, la escena que exhibe a un adolescente Alan Turing (encarnado por el joven Alex Lawther), mientras el director de su colegio le comunica la muerte de Christopher, su único amigo, primer y gran amor homosexual, del futuro padre de la informática computacional. La cámara se detiene en el rostro del menor, y sólo escuchamos la voz de la autoridad escolar. Entonces, y a medida que las malas noticias irrumpen desde el timbre de aquel, de su sonido vocal, la cara del muchacho adopta la sensación de rabia, la impotencia y el absurdo de la pérdida, y el sentimiento de lo que significa el derrumbe de un sueño de felicidad. La luz realza los contornos de esos rasgos, y la tristeza emerge en símbolo y personificación verdadera.

La fotografía y la puesta en escena, dicen otro tanto. Ya sea en los andenes de una estación de ferrocarriles, en las dependencias de una base militar, en las mesas de un salón de té, o en las calles de un pueblo británico plagado de bicicletas y rodeado de tiendas de campaña, el nerviosismo y la singularidad del papel de Cumberbatch, son estimuladas por la composición de los cuadros, el rictus del actor, los detalles de utilería, y la elección del foco y de la región áurea de los elementos dispuestos frente al lente. Esos viajes urbanos de Alan Turing, que Morten Tyldum se empeña en retratar, manifiestan una especia de trayecto y desarrollo existencial, registrado bellamente y con una gran sensibilidad por la cámara: la melancolía y la nostalgia de los colores captados, así, representarían las variaciones de la frustración que acorralaría al matemático a lo largo de sus días.

BENEDICT CUMBERBATCH stars in THE IMITATION GAME

Quizás, en ese razonamiento, dimos con el centro de : una película que expresa la gesta de un período épico (la victoria militar de los Aliados sobre la Alemania nacionalsocialista), pero en el fondo, su tópico escondido, resulta de la grandeza intelectual (la del científico que inventó la primera computadora de la historia, a fin de descifrar las comunicaciones secretas de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial); en contraste con el fracaso esencial de Alan Turing, ya sea por el siglo en que le correspondió ejercer, sus elecciones vitales, como la respuesta con que asumió sus circunstancias más decisivas y determinantes.

Y de banda sonora: la exquisita música compuesta por Alexandre Desplat para la ocasión, y la soledad del matemático, un frío oscuro y tenebroso, desolador, que los ojos y la faz de Benedict Cumberbatch, asumen con una sinceridad reveladora.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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