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Crítica de cine: “Antes del frío invierno”, las estaciones climáticas de la sensibilidad Es el tercer largometraje de ficción del realizador y novelista francés Philippe Claudel

Crítica de cine: “Antes del frío invierno”, las estaciones climáticas de la sensibilidad

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La llegada a nuestra cartelera de una película del famoso director galo, se recibe con la expectativa de uno de esos títulos que eran filmados por los grandes creadores europeos, durante el siglo pasado: y las ilusiones no mueren decepcionadas. Protagonizada por dos de los mejores actores del viejo continente de estos días (el franco-argelino Daniel Auteuil y la inglesa Kristin Scott Thomas), en la oportunidad, además de sostenerse la idea audiovisual del crédito, sobre la columna narrativa de un guión de categoría, observamos tanto a un elenco de alta estatura interpretativa, como a un cineasta dueño de una mirada (que se desafía por convertir en imágenes), los extraños sentimientos que impulsan el comportamiento y las relaciones humanas, en esta, su obra más lograda. 


“He llegado a no verle a la vida más sentido que el de indagar su sentido, aun a sabiendas de que ninguna pista lleva a aclarar nada, fallando en la pesquisa una vez detrás de otra. Piénsalo. Si bien se mira, no tenemos más que eso: el placer de respirar y de ejercitar la propia voz en sus distintas modalidades de tristeza, indignación o entusiasmo: no hay otro elemento base”.

Carmen Martín Gaite, en Nubosidad variable

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La música es un motivo estético fundamental -de primer orden e importancia-, en Antes del frío invierno (Avant l’hiver, 2013), el tercer largometraje de ficción escrito y dirigido por el francés Philippe Claudel.

Así lo apreciamos, por lo menos, cuando las melodías originales de André Dziezuk -preparadas especialmente para la cinta-, estelarizan el soundtrack; o bien, cuando la frecuencia emanada desde el audio ambiental, resultan ser las notas de la partitura de Roses of Picardy (1916), una pieza del inglés Haydn Wood, utilizada por el realizador a fin de indicarnos los avances y los cambios (tanto existenciales como dramáticos), por los que atraviesan los protagonistas del filme, a medida de que avanza el tiempo cinematográfico y nos aproximamos al inaudito desenlace del argumento.

Pero el clímax de esta variante analítica, alcanza su punto más alto e intenso, hacia el segundo en que ingresan a través de los oídos de los espectadores, estas dos pistas sonoras: el del aria “Si, mi chiamano”, cantada por el personaje de Mimí -una fracción esencial de la ópera La Bohème, de Giuseppe Verdi-, y la del tema Comme un p’tit coquelicot (1951), de Claude Valery, modulada por la voz y la garganta de la actriz Leïla Bekhti (quien encarna el rol de Lou, en la obra).

Entonces, intuimos el verdadero rostro del vínculo que Philippe Claudel (53 años, 1962), desea construir con el despliegue de ese tópico auditivo: sus personajes en esta ocasión (y los seres humanos, por lo general), portan en sus conformación genética, un factor tan impredecible y lleno de infinitas posibilidades de expresión, como los que son generados por la sensibilidad y las emociones.

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Aparece alguien en el horizonte, una mujer, un hombre, o como en esta oportunidad concreta, los acordes y las vocales de una música especialmente bella, y ya nada, en los rincones de esos caracteres tan decididos (a veces dibujados con la tinta y la frialdad de un asesino, y dotados de unos rasgos claros y definidos), ya nada, repito, será lo mismo.

Claudel recurre a las propiedades estéticas de los motivos sonoros, de su efecto sobre las afectividades primarias de las personas, con el propósito de constituir una intencionalidad cinematográfica al respecto. Y eso, también, lo acompaña de una estrategia visual, que acá, en Antes del frío invierno, se observa de la siguiente forma.

Inicialmente, bajo la ambientación de las escenas en la estación climática del otoño, la que antecede a la época de más bajas temperaturas, que titula a la película; aquí, sin embargo, con la peculiaridad de una dirección de arte, que acoge a la acción dramática, en la sosegada interioridad de una ciudad francesa de provincias, recreada por las necesidades y los contratos de producción de esta cinta, en Luxemburgo (un Gran Ducado europeo, de superficie territorial pequeña, situada en la frontera franco-alemana).

La cámara, por consiguiente, busca encuadrar la fragilidad de esos roles -que en un plano general- se manifiestan exitosos y sofisticados, y hasta ricos y con un matrimonio estable por largos 30 años (como es el caso del papel de Daniel Auteuil, el destacado neurocirujano de nombre “Paul Natkinson”), pero que un acercamiento más acabado, se revelan en extremo susceptibles, y a un paso del despeñadero tanto psíquico como ético.

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Con el objeto de retratar esa descripción, el realizador, además de recurrir al concurso de un gran reparto actoral, estimula la vivencia audiovisual de esa sensación, a través de una elaborada estrategia fotográfica, que muestra a sus personajes en situaciones cotidianas (de trabajo, diversión y familiares), con otras que componen la soledad que va de la mano de cualquier búsqueda afectiva (el foco exhibe Paul, sin ir más lejos, en conciertos de música docta, en su consulta, operando en el pabellón del hospital, en el cual trabaja, y en los diálogos de la mañana y de la noche con su esposa, Lucie, interpretada magistralmente por Kristin Scott Thomas; pero, también, el lente lo retrata vagando sin sentido al volante de su automóvil, en la nocturnidad de las horas vespertinas, y por los barrios de la ciudad donde se instalan las prostitutas, con la meta de hallar a la desconcertante Lou).

Esa combinación de secuencias, lógicas en su continuidad, responden a un montaje urdido en forma estupenda por el equipo de Claudel, e igualmente, a las cualidades narrativas, profundas y complejas de una estructuración literaria, propias del libreto redactado por un escritor reconocido, el que corresponde a un dato imprescindible, a la hora de reseñar el currículum de este cineasta (autor de las novelas Almas grises, La nieta del señor Lihn y de Aromas, entre otros textos).

En efecto, y a raíz de su reciente visita a Chile, sucedida a comienzos de este año (principios de enero), en El Mostrador Cultura+Ciudad dedicamos un extenso artículo crítico con el fin de delinear las temáticas estéticas y las propiedades técnicas de su labor fílmica. Para leerlo, pinche aquí.

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Así, la irrupción premeditada de Lou (Leïla Bekhti), en los parsimoniosos días de Paul (enviándole ramos de rosas rojas a todos los lugares que frecuenta, en una metáfora escénica de la música de Haydn Wood que se escucha en la banda sonora), provoca tal trastorno en la personalidad del doctor, que incluso aquél se ve obligado a dejar sus labores profesionales, con la perspectiva de encontrar la paz mental y la tranquilidad del espíritu, en un descanso sin fecha de retorno a sus monótonas ocupaciones. Ese periodo de vacaciones (en la época del invierno boreal), el papel enfrentado por Auteuil, lo utiliza para acercarse a esa muchacha que extrañamente aparece en su camino, cuando menos se lo espera e imagina, casi al modo de un espectro.

Son tres las escenas que, estimuladas por las canciones mencionadas más arriba, componen ese acercamiento afectivo entre la joven y enigmática mujer, y el hombre que ronda los 60 años.

En un orden de proyección temporal (a la largo de la película), la primera se desarrolla en una dependencia interior del Museo de Arte Moderno de Luxemburgo: Paul y Lou conversan de los cuadros que observan, y caminan por los pasillos de una exposición pictórica, mientras la cámara en movimiento –que los sigue a la distancia de un plano medio-, retrata el origen de un vínculo que sin ser amoroso o erótico, se desliza, ambiguamente, por la conmoción y pureza de lo filial, en la línea de los lazos entre un padre y una hija.

La segunda escena, ocurre en el auto de Paul, luego de que éste recoge a la joven en una calzada, en el momento en que ella se prostituía, al amparo de la oscuridad y de la noche. La morena Lou le confidencia al hombre su terrible desacomodo en el mundo, le habla de sus anhelos suicidas, y entonces, Auteuil enciende la radio del vehículo, para consolarla y enseñarle que también existen cosas bellas por las que vale la pena vivir: desde los parlantes, discurren las letras y la música del aria ya citada que canta Mimí, incluida en la famosa ópera del compositor italiano Giacomo Puccini (La Bohème).

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Y el tercer cuadro, tiene lugar en los melancólicos y tristes jardines del Parque Dräi Eechelen de Luxemburgo: Lou intenta acariciar a Paul -en un gesto de indudable connotación sexual-, pero el médico le hace ver lo indecoroso del hecho (siendo él casado). Acto seguido, y diciéndole que aquél no es “necesario”, le regala un disco que contiene su versión melódica y escénica favorita de la obra clásica del bel canto (la de Puccini). Y la joven literalmente se derrumba ante la honesta sinceridad que representa el obsequio de su amigo cincuentón.

Relato brevemente estos imponentes pasajes audiovisuales y dramáticos, con el objeto de abordar la reflexión filosófica y literaria que expresa artísticamente en este largometraje, Philippe Claudel: en sus sorpresivas bifurcaciones, la existencia provoca encuentros humanos -sacudiendo con violencia y energía inusitada-, a quienes los protagonizan, marcándoles para el resto de sus derroteros, a veces, con resultados que concluyen en la muerte. Esos temblores anímicos, los que despiertan territorios ocultos de la sensibilidad, también generan que nos miremos en la verdad de lo que somos, con nuestras vergüenzas, faltas, crímenes y bajezas, derrotas y frustraciones.

“Soy mucho mayor que tú”, le comenta Lou a Paul, cerca del desenlace del filme (en un cuadro de luces oscuras y asfixiantes), bajo la figura de una confesión inconfesable, pese a que cronológicamente, el fenómeno no puede -y dista- de ser verdad. Resultar consciente de esa desgracia -la de contemplarse en una acequia moral-, y luego reconocerse, por ende, respirando esa infelicidad radical, “tumba” a una persona, sin la menor posibilidad de recuperarse. Vislumbrar el magnífico lenguaje artístico, en que el director francés, despliega su talento cinematográfico y literario, para exponer aquello, valiéndose de imágenes y diálogos, es una intensa experiencia, una que sólo toma 103 minutos, algo menos de dos horas “reales”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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