
Crítica de cine: “Polvo de estrellas”, yo necesito amor
El último largometraje del aplaudido director canadiense David Cronenberg (1943), nos demuestra, nuevamente, que presenciamos la obra de uno de los autores audiovisuales imprescindibles de la actualidad, y que en esta ocasión, insiste en una cierta preferencia temática, si tomamos en cuenta su anterior e incomprendida “Cosmopolis” (2012): la de diseccionar el vacío existencial y la locura, que rondan a los ricos, poderosos y famosos de la sociedad.
“Si el amor destroza, y sus estragos se ven en todas partes, ¿por qué no mostrar un poco de sentido común y renunciar a tiempo? Por la inmortalidad del deseo, o simplemente porque se espera un golpe de suerte”.
Saul Bellow, en Mueren más por desamor
Hay que poseer demasiada sensibilidad y talento, para rodar una película tan buena como Polvo de estrellas (Maps to the Stars, 2014). Y después, tener la posibilidad de contar con un elenco de primera categoría, a fin de poder dramatizar un libreto de esa belleza literaria, y patentar una manera de narrar en imágenes, que es propiedad y firma de David Cronenberg.
La cámara balbucea un plano, un rostro, gira, se aleja, y la realidad de “mentira” se construye rutilante e impecable, de una forma tan natural, y con una fluidez de continuidad tal, que uno ni siquiera repara en ese aspecto, porque así de sencillo y espontáneo, se presenta el fenómeno.
Por eso, tres son los fortines estéticos de esta cinta que engalana y realza a nuestra irregular cartelera: el foco elegante y rápido en sus falsos movimientos del director, la espesura literaria del guión (escrito por Bruce Wagner), y las interpretaciones de otro planeta de Julianne Moore, de Mia Wasikowska, de John Cusack y de Evan Bird (perdurable en su papel de la juvenil estrella Benjie Weiss, quien intenta relanzar su carrera y sobreponerse de una temprana adicción a las drogas, sufrida recién a los 13 años), y del empeñoso Robert Pattinson, encarnando al chofer y actor fracasado, Jerome Fontana.

Un párrafo aparte, merece el trabajo desempeñado aquí por la australiana de origen polaco: la rubia Wasikowska. Su rol, la personificación de una esquizofrénica fugada de una institución mental, que arriba a Hollywood para trabajar como asistenta de la actriz Havana Segrand (Moore), resulta excepcional. Especialmente cuando recita en reiterados actos de ritualización autoinducida, los versos del poema “Libertad”, del autor francés Paul Éluard.
Su caracterización termina por cautivar y seducir a cualquiera, y los “saldos” obtenidos durante las diversas escenas del plató, la instalan en la primera línea de las profesionales menores de treinta años, que se paran frente a una cámara en las grandes ligas del cine mundial: esta chiquilla que usa el pelo corto, no sólo es una mujer hermosa, sino que es una intérprete de una multiplicidad y una posesión de distintos registros psicológicos, corporales y faciales, que son, simplemente, de otro nivel. Y qué decir de Julianne Moore: su participación en Polvo de estrellas, confirma que el Óscar que se le entregó a comienzos de temporada por su papel en Still Alice (2014), era el anuncio, si cabe escribirlo, de su consagración definitiva, sólo meses después.
Como anunciábamos al inicio de este comentario, el canadiense David Cronenberg nos tiene acostumbrados a desplegar una batería de estrategias de narración audiovisual y riqueza de motivos estéticos, que hacen difícil adscribirlo a una corriente o a rasgos específicos, en cuanto a su manera de instalar en la pantalla una realidad ficticia o inspirada en el mundo tridimensional.
En esta oportunidad, sin embargo, el director conocido inicialmente por La mosca (1986), persiste en describir mediante secuencias cinematográficos un imaginario urbano-occidental de elitismo social, poder financiero, burbuja social y violencia en los vínculos cotidianos, que enlaza el largometraje que nos ocupa, con otras cintas del prontuario cronenbergiano, tales como Crash (1996), Una historia de violencia (2005), Promesas del este (2007), El método peligroso (2007) y la ya mencionada Cosmópolis (2012).
Y si bien la totalidad de estos créditos están inspirados en concebir fílmicamente un relato que exprese la practicidad y la verificación de ecosistemas citadinos al margen del discurso sociopolítico oficial y convencional (los negocios y los asesinatos impunes de la mafia rusa en Londres, por ejemplo, en el caso de Promesas del este); Polvo de estrellas, centra su peculiar mirada, en atestiguar las relaciones al borde del delirio y de la locura, producidas al interior de la familia Weiss (Cusack y Olivia Williams, los padres; Mia Wasikowska y Evan Bird, los hijos).
Una cápsula de riqueza, éxito mundano y apacibilidad aparentes, donde surgen, igualmente, situaciones como el incesto, la autodestrucción, la paranoia, las visiones mentales, la piromanía, las conductas extravagantes y el asesinato. Esas escenas, que recuerdan los mejores logros de David Lynch, son creadas con una frialdad y economía de ángulos, que refrendan la maestría técnica de Cronenberg: le bastan uno, dos, tres planos, rotundos en los giros del lente, y ese lenguaje audiovisual conforma una imagen profunda, de múltiples y contundentes resultados, tanto plásticos como representativos, de lo que desea manifestar el autor: la intimidad de un Hollywood signado por la banalidad afectiva, sexual, filial y el más triste y radical “desamor” y abandonos.

Para lograr aquello, el realizador se vale de recursos escénicos bastante sencillos: un terminal de buses, un paseo en limusina por las avenidas del barrio de las “estrellas”, los sets de un par de estudios de grabación, interiores en las mansiones de los protagonistas, y uno que otra secuencia “externa”: la terraza de una cafetería estilo vintage y el paseo de la fama (inolvidable ver a Mia Wasikowska declamando las líneas de “Libertad”, de Paul Éluard, mientras en un acto delirante, coloca sus manos sobre las marcas y estampas inmortalizadas de la madre suicida de su jefa en la trama, en esa típica postal escarlata de Beverly Hills).
Polvo de estrellas, en conclusión, termina por constituirse en una hermosa metáfora cinematográfica acerca de tópicos literarios y dramáticos de gran seducción emotiva, como lo son la búsqueda inagotable del cariño (ya sea erótico, parental o simplemente amistoso), extrañamente enlazado, esa consecución, con la de encontrar la ubicación particular y nominativa, que todos los seres humanos, sin deserción, persiguen en el mapa de la existencia. Un último cuadro de este filme sensacional, para atesorar: los dos hermanos mirando al cielo de Los Ángeles, nuevamente se escuchan las palabras del poeta francés trasladadas al inglés (ese poema es el verdadero soundtrack de la cinta), y las estrellas caen, se desparraman, se desintegran sobre el suelo cálido y la oscuridad de la noche, encima de la tierra y de la muerte.
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