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Crítica de cine: “Eisenstein en Guanajuato”, encontrarse a uno mismo

Crítica de cine: “Eisenstein en Guanajuato”, encontrarse a uno mismo

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Uno de los estrenos en Chile del ciclo “Europa Ya!” -organizado recientemente por la sala UC-, fue el último largometraje de ficción escrito y dirigido por el polémico realizador inglés Peter Greenaway (1942): el relato fílmico del breve, pero intenso pasaje biográfico, que el histórico artista ruso vivió durante su paso por México, en 1931. La cinta es una refinada batería de recursos audiovisuales y dramáticos, en los cuales queda inmortalizada la vulnerabilidad y la fragilidad, del autor de “El acorazado Potemkin”.


“El amor no es, quizás, más que el agradecimiento por el placer”.

Honoré de Balzac, en El tío Goriot

Es difícil que podamos volver a presenciar en una sala chilena, una película con las virtudes cinematográficas de Eisenstein en Guanajuato (Eisenstein in Guanajuato, 2015), por lo menos en el espacio temporal de unos meses: especulación narrativa en las imágenes, belleza fílmica y transgresión literaria, en su argumento y en las páginas del guión. Y mucho más que eso, contemplar, nuevamente, la estética y la disgregación de la realidad “inventada”, que ofrece y plantea, Peter Greenaway, a lo largo de sus secuencias.

Cuadros cuya composición citan en parte, a la estela iniciada por el gran Godard hace medio siglo, y que, por otra, nos recuerdan que el director inglés hace tiempo abandonó ya los parámetros de un realizador “promedio”: indagador de las posibilidades del video arte y del documental con aires de vanguardia; Greenaway es un mito entre los autores que se hicieron “famosos” en la órbita alternativa, a finales de la década de 1980, después de una travesía en la que cultivó el formato de los cortometrajes, y sus más diversos géneros.

La cinta que analizamos, tomando en consideración esos antecedentes, sería una suerte de ajuste de cuentas del creador británico, con las distintas facetas de su quehacer artístico, una especie de homenaje a las múltiples concepciones de relatar una historia audiovisual, que se han cruzado en su biografía profesional: las estrategias de montaje aplicadas sobre Eisenstein en Guanajuato, resultan una delicia “técnica” de la cual es imposible no dejarse cautivar y seducir estéticamente, si se nos autoriza esa dulce y alambicada expresión.

Eisenstein en Guanajuato 5

Corre 1931, y el maestro ruso llega a la más europea de las ciudades centroamericanas (debido al estilo arquitectónico de su enorme casco histórico), para rodar una cinta inspirada en el país que había causado su admiración, desde los tiempos de la Revolución Mexicana (1910-1920): ¡Qué viva México! (1979), un crédito que se terminaría de editar y de estrenar, mucho después de la muerte de Sergei M. Eisenstein (1948).

Originalmente, la idea original del cineasta (en la realidad tridimensional) fue grabar una película donde quedase registrada la épica cultural del movimiento político-social, que concluyó con la transformación de una nación de carácter latifundista, en una sociedad inserta en las costumbres propias de la modernidad. La tesis de Greenaway en su ficción, en tanto, es que ese viaje produjo en la personalidad del artista soviético, el reconocimiento de su homosexualidad y el encuentro consigo mismo y, por ende, de su verdadera orientación erótica y afectiva.

Esa exploración y búsqueda argumental, el director de 8 mujeres y ½, la lleva a cabo sobre las coordenadas ideológicas y audiovisuales, que mencionábamos: una fotografía rutilante (el manejo de la luz que hace el equipo de producción es memorable), pero diseñada en numerosas particiones y centros de perspectivas sensoriales y visibles, dentro de las dimensiones proyectadas a través de la pantalla de cine.

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Como si con esa representación “forzada” y elaborada (a veces en blanco y negro) de los objetos que conforman nuestro campo de observación (bellísima, y no reiterativa); Greenaway quisiera decirnos que la interpretación que esconde el desarrollo de una vida, pese a su “objetividad” aparente, es siempre diversa, y susceptible de ser comprendida bajo un sinnúmero de fórmulas y de códigos de significado, en esta oportunidad, casi de índole semiótica y cinematográfica.

Esa estética del espacio físico, cercana al video arte y a su intervención de las propiedades lumínicas y digitales de una videograbación, conforman el modo que tiene el realizador, de mirar a Eisenstein, el hombre detrás del mito: un ser vulnerable, repleto de temores, lleno de fragilidades emocionales y de miedos, en cuanto a su identidad y errática posición, en la dialéctica del materialismo histórico soviético.

En efecto, si las regiones y partes de una fotografía fílmica se dividen, es porque la esencia de lo retratado se verifica heterogénea, y a veces, también, indefinible, difusa en su concreción y en la imagen reverberada, al interior de una sala de cine.

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Las actuaciones del finlandés Elmer Bäck (Sergei E.) y del mexicano Luis Alberti (quien encarna a Palomino Cañedo, e “inicia” al ruso en la práctica de su hasta entonces desconocida sexualidad), son de una calidad interpretativa para dejar consignada en la hoja laboral de esa pareja de formidables intérpretes: saltan desde las tablas teatrales, para posicionarse al frente de una cámara, con un lenguaje escénico y una natural gestualidad, que sólo aumenta la sensación de modificar la realidad a secas, que trasluce toda la obra del director inglés: el teatro de la existencia, siempre está cargado hacia la parodia y el sinsentido del “uno”, ante el infinito de una narración y la singularidad del discurso histórico.

La música que se escucha gracias al soundtrack (propiedad de Sergei Prokofiev), igualmente, nos estimula y empuja encima de esa puesta en escena, de un Eisenstein sensible y neurótico, instalado a una esquina y a unos metros, de padecer ese cambio trascendental: un elemento sonoro, que simboliza la posterior transformación (radical) que tendrá el cineasta -de afrontar sus días, y su trabajo artístico y profesional-, luego de haber pasado y amado, en la impresionante y esbelta Guanajuato.

Peter Greenaway, además de ofrecer una cinta “experimental”, presenta un relato hermoso, cargado de metáforas y simbolismos, en una trama refinadísima, llamémosla así, de índole superior: la corporización en otro ser, del ansia y la búsqueda inconsciente del “amor”, que anida en las asociaciones mentales, creadas por cualquier ser humano; las que enlazadas a una cara, a un rostro, al cuerpo de una persona, o en los contornos de un paisaje, y en la postal y en la fotografía de los rincones de una ciudad, nos entregaría un lugar y una posición en el mundo, la llave y la versión definitiva, que indagamos en torno a nosotros mismos.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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