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Crítica a “El botón de nácar” de Patricio Guzmán: Una líquida metáfora sobre la identidad difusa de Chile

Crítica a “El botón de nácar” de Patricio Guzmán: Una líquida metáfora sobre la identidad difusa de Chile

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Premiado en la Berlinale 2015 (Oso de Plata al mejor guión), el último largometraje documental de Patricio Guzmán compone una sugerente poética audiovisual: un pensamiento estético acerca de la memoria, una reflexión en torno a la vitalidad del agua en el Universo, y del genocidio como motivo dramático en la historia de Chile, pero expresados con los elementos personalísimos, de la biografía artística del autor: su voz en off, una sobria y cuidada fotografía, y planos de pura y arrebatada ficción.


“Este es el mar / El mar con sus olas propias / Con sus propios sentidos / El mar tratando de romper sus cadenas / Queriendo imitar la eternidad / Queriendo ser pulmón o neblina de pájaros en pena/ O el jardín de los astros que pesan en el cielo / Sobre las tinieblas que arrastramos / O que acaso nos arrastran / Cuando vuelan de repente todas las palomas de la luna / Y se hace más oscuro que las encrucijadas de la muerte”.

Vicente Huidobro, en Últimos poemas

El botón de nácar 1

En la cinematografía chilena, se aprecia claramente a un trío de creadores que ha hecho de la deliberación en torno al tiempo pasado, una marca registrada: Fernando Agüero, Silvio Caiozzi y Patricio Guzmán. Y de ese grupo, el más persistente en ese afán, ha sido el autor de La batalla de Chile. En efecto, la totalidad de la obra de éste, puede observarse como una meditación fílmica y documental, en torno al gobierno de la Unidad Popular, al 11 de septiembre de 1973, y a sus consecuencias humanas, sociológicas e históricas, en la actualidad viva y presente del país.

Pareciera que El botón de nácar (2015) se alejara en un comienzo de ese eje temático, pero no, traspasada la medianía argumental de la cinta (y de manera genial y sorpresiva, de ahí el galardón a comienzos de año, al libreto de la pieza, en Alemania), surge como una isla desde el océano, una nueva arista (escalofriante), en torno a los acontecimientos de nuestra cronología reciente y contemporánea.

El botón de nácar 4

Sin embargo, ¿arriba de qué pilares audiovisuales se sostiene la nueva propuesta de Patricio Guzmán Lozanes (1941)? A mi entender, encima de los siguientes: primero, sobre su inconfundible voz en off, sin la cual no puede concebirse ni la singularidad ni el efecto sobre los sentidos que causan esas imágenes hiladas, y unidas en una dirección de sentido, por ese timbre y ese sonido robado de la parsimonia, de la tranquilidad y de la cavilación profunda y solitaria.

Segundo: la concepción plástica y fotográfica en relación al tiempo, al espacio (me refiero a la tridimensionalidad que cobija nuestra existencia física), al agua del mar, y su escenario como testigo del asesinato sistemático de los pueblos aborígenes de la Patagonia, en el siglo XIX (los selk’man); y del exterminio de opositores políticos que fueron arrojados vivos o muertos, a las aguas del océano Pacífico, durante la dictadura cívico-militar.

El botón de nácar 9

 

Y tercero: la verificación de una poética audiovisual pensada en torno al silencio (de su significado como elemento estimulador de ideas y de ambientaciones), al ruido de la naturaleza (el rumor del agua en este caso), el crujir del viento, de la soledad y de los movimientos de los planetas, de las estrellas y de los cometas que rasgan las galaxias, y que observa este rincón llamado Chile, desde otras distancias, tan lejanas, que llegan a ser irreales y ficticias.

Ahora, es importantísimo hacer notar que la fuerza fílmica de El botón de nácar, es el producto de una brillante retórica narrativa, manifiestada en el guión, y en las decisiones de montaje, adoptadas por su realizador. Sin ir más lejos, los constituyentes puramente audiovisuales de los largometrajes de Patricio Guzmán (salvo La batalla de Chile), resultan de una sencillez y de una sobriedad fotográfica, que dejan pasmado: en este título, por ejemplo, las imágenes son capturadas por el lente de un telescopio astronómico (en su mayoría), por registros de archivo, por entrevistas de un tenor casi periodístico, y por una cámara “muda”, de planos quietos y elocuentes.

El botón de nácar 2

Así, la cinematografía de este crédito, se levanta, finalmente, como la ideología de un relato, de una abstracción en torno al agua como puesta en escena de los asesinatos impunes que han ocurrido en la historia republicana de Chile, y que fueron amparados por la fuerza del Estado y por la omisión de la ley: el de los onas, inicialmente, y el de los detenidos desaparecidos, llevada a cabo por la labor de los organismos de inteligencia estatal, tras el 11 de septiembre de 1973.

Y ese corpus doctrinario, como contraste, se encuentra muy lejos de la cámara espectacular y a veces acrobática en sus desplazamientos, de un Fernando Agüero, o de un Pedro Chaskel, por ejemplo. Pues paradójicamente, el cine de Guzmán basa sus dones, su encanto, y su categoría indiscutible, en el poder de las palabras, en las oraciones redactadas por su mano, en esas frases emanadas de su voz, y en las secuencias inventadas por los puntos y comas, y que se recortan y que se pegan, en el fragor de una sala de edición o de montaje.

No sería gratuito afirmar, que El botón de nácar, más que una poética del cine, representa una especie de hermenéutica y de simbología literaria (respaldada por encuadres y fotogramas), relativos a esos episodios mencionados (y vergonzosos) de la historia patria. ¿Qué otra cosa, podría significar, por ejemplo, la aparición estelar de un poeta como Raúl Zurita, autor del epígrafe que antecede al filme, y protagonista de cuñas fundamentales en el desarrollo de la trama?

El botón de nácar 3

Por esa carretera, alucinante y hermosa, es donde este largometraje adquiere su verdadera consistencia: la de unir definiciones centrales en la travesía existencial de Chile: la poesía, el cielo, el agua del mar, y los hechos de sangre en un nivel masivo (numerosos a lo largo del discurrir palpable de la nación); y exhibidas, en la sentencia certera de Pedro Chaskel, y en una cierta “etimología” del género documental: como “una verdad bien dicha”.

Segunda parte de una trilogía que comenzó hace un lustro exacto con La nostalgia de la luz (2010), la película que ahora comentamos, si bien no es tan conmovedora como aquella, inserta en los parajes y en el desierto del país (mucho más ambiciosa desde un punto de vista netamente técnico que ésta); se alza, no obstante, en una obra maestra a la hora de retratar, con elegancia, belleza y estilo, el mito desmemoriado, de identidad difusa, y amnésico, bautizado pomposamente como “Chile”.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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