Si bien la mujer ha sido modelo y musa desde la prehistoria, al estudiarla como creadora, se constatan las enormes dificultades que ésta ha tenido para desarrollar sus talentos artísticos. «Me atrevería a aventurar que el Anónimo, que tantos poemas escribió sin firmarlos, era a menudo una mujer», sentenció Virginia Woolf. Abundan las autoras de notables obras visuales que, no obstante, jamás firmaron sus trabajos o que, peor aún, firmaron sus padres, esposos o hermanos por ellas. Recién hoy, por ejemplo, se han reivindicado nombres como el de Sofonisba Anguisola (véase su Autorretrato pintando un panel devocional, 1556)
Alphonse de Lamartine, escritor y político francés del romanticismo, afirmó que «hay una mujer al principio de todas las grandes cosas». Hay otras frases para el bronce, como aquella de Rudyard Kipling quien señaló que «la intuición de una mujer es más precisa que la certeza de un hombre», y no se olvide que Mahatma Gandhi advirtió que “llamar a las mujeres el sexo débil es una calumnia; es la injusticia del hombre hacia la mujer». Como historiadora del Arte puedo añadir que los íconos pictóricos y escultóricos más famosos del mundo occidental –La Venus de Milo, La Mona Lisa de Da Vinci, Olympia de Manet, La maja vestida y desnuda de Goya, o, Marilyn Monroe de Andy Warhol, entre otros– son aquellos donde se representa a una mujer.
En los próximos días dictaré dos conferencias que versan sobre lo femenino en las artes visuales: “La mujer en la historia del arte: modelo, musa y creadora” (16 y 30 de marzo) y “Picasso. Mujeres y apropiación” (18 de abril). Comentaré acerca de cómo se ha representado a la mujer en diversos períodos y analizaré el rol que ellas han jugado en el mundo del arte.
Cuando el hombre estuvo en condiciones de pintar y esculpir, lo primero que hizo fue una imagen de una mujer; me refiero a esas pequeñísimas figurillas del Paleolítico, esas diosas madres mal llamadas “Venus” (Willendorf, Laussel, Lespugue). Se trataba de amuletos que “ayudaban a perpetuar la especie”, pues el cavernícola reconocía y destacaba la capacidad de la mujer de dar vida. Los griegos, por su parte, la idealizaron, crearon imágenes de perfección, esculturales diosas pétreas cuyas medidas eran 90-60-90, todas de cuerpos y rostros armónicos, perfectamente proporcionadas y con semblantes que exudaban equilibrio. Y, más que retratar o individualizar a la mujer, los romanos se abocaron, posteriormente, a inmortalizar sus elaborados peinados. El Medioevo, en tanto, exaltó un binomio: la buena madre (Virgen María) –con la cual los hombres querían casarse– y la pecadora (Eva) –con quien deseaban tener una aventura–. Más tarde, los varones renacentistas encargaban pinturas de pequeño formato que inmortalizaban a sus esposas de perfil y elegantemente ataviadas –y que, en estricto rigor, no eran retratos de seres humanos sino “retratos de estatus” para exaltar su fortuna–. Respecto del desnudo femenino, quienquiera que examine la historia del arte occidental o que visite con frecuencia los museos, constatará que dicha imagen ocupa un lugar relevante en la historia de la visualidad, ¡desde la Antigüedad hasta la posmodernidad!
Pero si bien la mujer ha sido modelo y musa desde la prehistoria, al estudiarla como creadora, se constatan las enormes dificultades que ésta ha tenido para desarrollar sus talentos artísticos. «Me atrevería a aventurar que el Anónimo, que tantos poemas escribió sin firmarlos, era a menudo una mujer», sentenció Virginia Woolf. Abundan las autoras de notables obras visuales que, no obstante, jamás firmaron sus trabajos o que, peor aún, firmaron sus padres, esposos o hermanos por ellas. Recién hoy, por ejemplo, se han reivindicado nombres como el de Sofonisba Anguisola (véase su Autorretrato pintando un panel devocional, 1556).
En definitiva, el camino de las artes sigue siendo un terreno duro para ellas. Baste mencionar las estadísticas del famoso Premio Turner (una suerte de Oscar de las artes visuales) instaurado en Inglaterra en 1984 para premiar al mejor artista joven del año (por “joven” se entiende a aquellos menores de 50 años; nótese que en el Reino Unido se es joven por mucho más tiempo que en Chile…): el 39% de los jurados han sido mujeres; nada más que el 29% de los seleccionados han sido mujeres, y sólo el 13% de los ganadores ha sido mujer.
¡Las mujeres en la vida y obra de Pablo Picasso son relevantes!, partiendo por su madre –no hay que olvidar que el artista optó por firmar sus trabajos con el apellido materno–. Decía que había dos tipos de mujeres: “diosas y porteras” y, obsesionado con su virilidad, repetía que “no envejecemos, maduramos”. Se casó en dos ocasiones –la última a los 79 años–, tuvo seis amantes con las cuales mantuvo una prolongada relación, además de un sinnúmero de aventuras. Le gustaba asociarse con la figura del mítico Minotauro (mitad hombre, mitad toro); lo consideraba su alter ego y lo convirtió en uno de los protagonistas de su obra gráfica; dos buenos ejemplos a consultar: Minotauro acariciando a una mujer dormida (1933) y La Minotauromaquia (1935).
Picasso nació en 1881, época en la cual era costumbre que los jóvenes se iniciaran sexualmente en un prostíbulo. El título de su icónico cuadro Las señoritas de Avignon (1907), alude a una calle de Barcelona (Avinyó) conocida por la cantidad de burdeles que allí funcionaban.
Fue un hombre de carácter fuerte y de gran energía. Profundamente egocéntrico, temeroso de la muerte, tuvo siempre a su lado a una mujer que lo idolatró, que lo cuidó y que, muchas veces, fue también su modelo, musa, amante y, por último, su víctima.
*Claudia Campaña. Doctora en Historia del Arte. Académica Universidad Católica