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Crítica de cine: “El final del día”, el apocalipsis en frecuencia crepuscular Una película de Peter McPhee Cruz

Crítica de cine: “El final del día”, el apocalipsis en frecuencia crepuscular

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El 21 de diciembre de 2012, según el calendario de la extinta civilización mesoamericana Maya, se iba a derrumbar el mundo conocido, por causa de un cataclismo universal: nada de esa profecía, sin embargo, aconteció. Durante esa jornada de hace casi cuatro años atrás, el autor se instaló a grabar esta obra en el pueblo nortino de Quillagua, un oasis situado en el desierto de Atacama. ¿El corolario?: uno de los mejores largometrajes documentales que se hayan filmado últimamente en Chile.


“Anochece a las cuatro de la tarde / el cielo desmiente a todos los espejos / y sé que te he perdido”.
Jorge Riechmann, en Figuraciones tuyas

El final del día (2015) es una pieza cinematográfica “acabada” en varios sentidos: plasticidad audiovisual, evocación de otros títulos del género en Chile, un guión que transcurre en sintonía y espesor dramático junto a las secuencias que se observan en la pantalla, y una música incidental cuya presencia continua y permanente durante el desarrollo de la cinta, se convierte en un protagonista y elemento argumental más, de la obra en cuestión.

La estética en torno a una idea apocalíptica la aborda el director (Peter McPhee Cruz), instalándose en ese pueblo de la Región de Antofagasta, ubicado en los márgenes del seco e indomable desierto de Atacama. Y la cámara entregará el testimonio de un acontecimiento cósmico que jamás sucede, que no llega nunca a alterar el parsimonioso día a día de los habitantes del aislado villorrio, y que aun así, impregna con su sentimiento y carácter, al lente que registra la cotidianidad en estado “terminal” (se trata de un oasis en medio de la “nada”), de Quillagua.

El elemento sonoro. Una radio local, moderna, en frecuencia modulada, informa de la predicción de los Maya de hace quinientos años, y crea la atmósfera, estimula la incertidumbre y la emoción y la posibilidad de lo terrible: el fenómeno mediático que se alimenta de especulaciones, y de una profecía lanzada por una civilización que fue incapaz de sobrevivir a los vaivenes, a la fuerza natural y al oleaje consuetudinario de la historia humana. Un factor de irrealidad y de “ficción”, que se agrega a la escena de una urbanización contemporánea, pero existente sólo gracias a un azar ilógico: un oasis regado por el agua y un torrente acuoso, que brota de la arena más parecida a la superficie marciana, dentro del planeta Tierra, la de Atacama.

Quillagua es un fósil audiovisual que respira, como los pesquisados por Patricio Guzmán en Nostalgia de la luz, aunque estos, los de aquí, metaforizados en forma y en figura de casas, de precarias construcciones que acogen a seres humanos dejados a su suerte, y que ponen en tela de juicio la noción del progreso y de desarrollo económico, impalpable en los extremos del país. Y las cuñas capturadas, sitúan de manifiesto que estas biografías, se hayan presas de la soledad de un “finis terrae”, de una marginalidad atenazada por el desierto, y las ruinas, y los restos dejados por otro seres ya idos, muertos, desaparecidos, gastados sus pasos por el tiempo y la música del viento.

La luz de la cámara entrega la impresión caleidoscópica, de un continuo atardecer: es la realidad diegética que evoluciona en un reloj que no avanza, y que se detiene a las cuatro de las tarde. Así ven y sienten el “apocalípsis”, tanto el director como los vecinos de Quillagua: un cielo que se traga al sol, extraviado en el horizonte cuadrado (un plano que simboliza la “catástrofe” diurna), y que luego lo devuelve desfigurado, en una noche sin desenlace, ni conclusión, ni final.

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Y la música de Jorge Puig (mezclada elocuentemente por Andrés Zelada), más que un acompañamiento, guía y conduce la dramaticidad profunda de ese lente: acoge los diálogos, las estaciones de la luz, las palabras de los ancianos, de los niños, los balbuceos de la gente de mediana edad. Incluso cuando decae la intensidad del argumento, y el libreto y la magia del montaje flaquean, parecen a punto de desfallecer, es el soundtrack el que mantiene el suspenso, y la voracidad frenética de una historia que desea testimoniar un hecho inaudito, y que si sucede no lo sabremos nunca en verdad, por lo menos en la posteridad (pues moriremos todos): el término y la conclusión del calendario de los mayas, y su manifestación en la realidad tridimensional: el final físico del mundo.

La reflexión estética que propone Peter McPhee, en torno al extremo desértico de Chile, corporiza, como en el Sin norte, de Fernando Lavanderos, los contornos y los límites de un espacio en el cual la búsqueda existencial y metafísica, se confunden con la sensación de infinito propias de la anchura de la planicie seca, el cielo azul, y las montañas grises, de esa región extrema. Arena, sol, crepúsculo y colofón de un “estadio” humano y civilizador.

Y antes necesitan (los “personajes”) y requerimos (“nosotros”), una explicación que justifique el afán de todos los días: la gente de Quillagua, entonces, habla de Dios, conversa de la religión, disecciona acerca de los pensamientos que despiertan en ellos, el respirar en un ambiente donde los días aparecen iguales, y monótonamente peligrosos: un cambio, y quizás que sea cierto, esto, del apocalipsis de los mayas, el que ellos ya viven, con cada racionamiento de luz nocturna, y en cada oportunidad, en que naturalmente, la luz del cosmos, baja la cortina, cierra las persianas. Es de noche.

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El final del día es un largometraje documental ambicioso. Apuesta a una escena magnífica, a un mito improbable (la mentada profecía indoamericana), y a los significados, a los acordes de la música incidental, como valores supremos de realización audiovisual. Y aun así no aburre, mantiene la atención, la expectación. El guión, empero, adeuda demasiado a la sala de montaje. ¿Y si fuera así, cambia mucho el asunto? Para nada.

La propuesta audiovisual, plástica, estética y narrativa del autor, resulta con tanta vehemencia expuesta en las secuencias de la cinta (y demasiado clara), que ese probable error, esa factible debilidad, esa carencia técnica, no impide admirar el relato artístico (expresado en fotogramas), de los camiones transformados en chatarras inmortales, de las mujeres abandonadas en las desgracias e infelicidades de un rancho nortino, en la locura de los hombres con discursos mesiánicos, evangélicos y apostólicos, de los niños que crecen solos, de un pueblo que es un porcentaje alto de voluntarismo, y otros, decibeles de azar, de pura suerte, de puro no tener otro lugar donde ir y poder comer, respirar, vivir en paz.

Dueño y poseedor de planos hermosos (si hasta el amor romántico se refleja en esos crepúsculos nerudianos), y de un sentimiento de melancólica resignación, el tercer crédito de Peter McPhee Cruz se acrecienta como una de las mejores películas chilenas estrenadas durante este año. Lamentable que no la aprecien y disfruten, más que un puñado de personas y de excéntricos interesados.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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