Srinivasa Ramanujan fue un joven que parecía tener un acuerdo con los dioses. Nunca aprendió ni concibió la matemática como un profesional. Su mente funcionaba de otra manera. Para él, lo importante no era la estructura, sino la revelación. Nunca una demostración, nunca una explicación, solo centenas de fórmulas disparatadas que, con el correr de los años, han resultado casi todas ciertas, y que poco a poco hemos podido ir colocando dentro del edificio matemático occidental.
Desde el primer gran maestro -Pitágoras- hasta nuestros días, la historia de la matemática está plagada de mujeres y hombres ilustres de fuerte carácter. Sin embargo, hay uno difícil de describir. Uno que escapa a todos los cánones establecidos y que, quizás, sea el más querido de todos. Un hombre que murió cuando apenas tenía 32 años, pero que dejó un legado que aún no ha sido completamente descifrado. Un joven que parecía tener un acuerdo con los dioses para que los números le revelasen cada uno de sus misterios.
Srinivasa Ramanujan nació en Erode, India, el 22 de diciembre 1887. De familia relativamente pobre y devota de la diosa Mahalakshmi de Namakkal, no cursó una escolaridad regular. Sin embargo, se cuenta que, siendo aún un niño, cayó en sus manos un libro de matemática que solo contenía fórmulas y teoremas sin mayor explicación. Intrigado, Ramanujan comenzó a descifrarlas una a una. Sentado, de piernas cruzadas y en actitud meditativa, se pasaba el día garabateando trazos en la tierra intentando entenderlas, descubriendo, maravillándose. Y esto es lo extraordinario: Ramanujan nunca aprendió ni concibió la matemática como un profesional. Su mente funcionaba de otra manera. Para él, lo importante no era la estructura, sino la revelación. Nunca una demostración, nunca una explicación, solo centenas de fórmulas disparatadas que, con el correr de los años, han resultado casi todas ciertas, y que poco a poco hemos podido ir colocando dentro del edificio matemático occidental. Por lo menos aquellas que llegaron a nosotros, pues muchas se perdieron en la tierra: el papel era demasiado caro para los escasos recursos de los que disponía.
Ramanujan reprobó dos veces sus exámenes para entrar a la universidad: no tenía tiempo para prepararlos, pues estaba demasiado ocupado haciendo matemática. Sobrevivió trabajando en la oficina de contabilidad de Madras, donde día a día convivía con centenas de números. Se cuenta que, años después, estando ya enfermo, un amigo fue a visitarlo en taxi.
-¿Qué número de patente tenía? -preguntó Ramanujan.
-Uno sin importancia: 1729 -recibió como respuesta.
-¡No, 1729 es un número muy interesante! Es el menor número que puede ser escrito como suma de dos cubos de dos maneras diferentes:
Ese amigo que quedó pasmado ante su respuesta era nada menos que el célebre matemático inglés Godfrey Hardy. Fue él quien lo acogió en Cambridge tras haber sostenido una intensa correspondencia, después de que el talento de Ramanujan había sido por fin detectado por Ramachandra Rao, uno de los fundadores de la Sociedad de Matemática India. Hardy decía que Ramanujan hallaba las soluciones a los problemas mediante un proceso que mezclaba intuición e inducción, y del cual era incapaz de dar un relato coherente. Por esto, tuvo que acometer una singular tarea: para tratar de entender lo que él pensaba y de dónde nacían sus ecuaciones, primeramente debía “enseñarle matemática” o, al menos, debía transmitirle un lenguaje común en que ambos pudieran entenderse. Tenía que instruir al maestro, en quien veía a un nuevo Euler, con el talento suficiente para escalar hasta las alturas de Newton. Y esta extraña relación profesional debía obrar pese a las distancias siderales que separaban a este gentlemen inglés, amante del cricket, homosexual y profundamente ateo, del genio pobre hindú, quien solía decir que los teoremas le venían a la mente por acto de inspiración divina.
Ramanujan era un apasionado de las secuencias y las series infinitas, las que aparecen desparramadas en todas sus notas. Junto con Hardy, emprendió el estudio de una secuencia de extrema importancia:
1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30, 42, 56, 77, 101, 135, 176, 231, 297, 385, 490, 627, 792, 1002, 1255, 1575, 1958, 2436, 3010, 3718, …
En ella, el término que aparece en la posición corresponde al número de maneras de escribir como suma de enteros positivos. En otras palabras, es la cantidad de maneras distintas de “partir” el número en piezas aditivas, sin distinguir particiones en las que aparecen los mismos sumandos pero dispuestos en distinto orden. Así, en la tercera posición aparece un tres, pues 3 admite tres particiones: 3 = 2+1 = 1+1+1. De igual forma, en la cuarta posición aparece un cinco, pues 4 admite cinco particiones:
4 = 3+1 = 2+2 = 2+1+1 = 1+1+1+1.
Por su parte, las siete particiones de 5 son:
5 = 4+1 = 3+2 = 3+1+1 = 2+2+1 = 2+1+1+1 = 1+1+1+1+1.
Junto con Hardy, estableció la siguiente fórmula de aproximación para el término n-ésimo (recuerde que la letra e se usa para denotar un importantísimo número descubierto por Euler: e=2,71728…):
Sería imposible describir en unas pocas líneas todo el portento de la obra de Ramanujan. En apenas cinco años en Cambridge, produjo más de una treintena de artículos seminales trabajando por su cuenta, además de varios otros en colaboración con Hardy. Sus descubrimientos siguen influenciando la matemática hasta el día de hoy. Solo por dar un ejemplo, formuló una conjetura que vino a ser corroborada décadas más tarde por el belga Pierre Deligne, trabajo por el cual este fue galardonado con la medalla Fields en 1978. En fin, no podría hablarse hoy en día de matemática sin mencionar su nombre ni referirse a algunos de sus legados: los grafos de Ramanujan, las sumas de Ramanujan, la constante de Ramanujan, la forma cuadrática ternaria de Ramanujan, el teorema maestro de Ramanujan, …
Desde su temprana juventud, Ramanujan había sido aquejado por varias enfermedades. Tenía permanentes cuadros de tuberculosis que hoy se cree que derivaban de una enfermedad parasitaria (la amebiasis hepática, perfectamente curable si se diagnostica correctamente) y que se agravaban con el clima de Inglaterra. Esto, sumado a sus problemas para subsistir en este país envuelto en la I Guerra Mundial, la nostalgia de su tierra y el trato vejatorio al que se vio a veces expuesto por ser oriundo de una colonia británica, lo motivaron a volver a la India en 1919. Pero su salud no mejoró. En 1920, su genio y su espíritu (que en él se confundían en uno solo) se apagaron para siempre. ¡Quién sabe cuánto más nos hubiese podido legar con tan solo haber vivido un par de años más!
En 1991, Robert Kanigel publicó El hombre que conocía el infinito: la vida del genio Ramanujan, obra de carácter biográfico que inspiró la película casi homónima estrenada en 2016. En ella, Dev Patel juega el papel de Ramanujan, y Jeremy Irons el de Hardy. Es de esperar que pronto llegue a las carteleras de los cines de nuestro país. Si puede verla se la recomiendo plenamente, no como el fino catador de cine que ciertamente no soy, sino simplemente porque, sin ser un documental, es de las producciones cinematográficas sobre la vida de un científico más ajustada a la realidad que se ha realizado. En cuanto a la matemática presente en la película, no hay nada que corregir: como unos de los asistentes trabajó nada menos que el matemático (de origen hindú) Manjul Bhargava, uno de los ganadores de la Medalla Fields en 2014 y gran conocedor de la obra de Ramanujan, su inspirador.
Tres fórmulas Ramanujan:
La primera de ellas, presente en su primer artículo, anunciaba ya de algún modo la originalidad de la obra que vendría. Ella puede ser obtenida con apenas los conocimientos de la escuela (y una cuota de astucia extraordinaria). La segunda figuraba, en medio de muchas otras, en una carta que envió a Hardy, y pese a que no iban acompañadas de ninguna explicación, este y su colega Littlewood estimaban que todas debían ser correctas simplemente porque eran tan bellas y originales que nadie podría ser capaz ni siquiera de formularlas sin una motivación profunda. En cuanto a la tercera, permítanmela exhibirla sin mayor explicación; solo diré que se trata de una joya delirante que permite calcular con gran exactitud los dígitos del esquivo número π.