La nueva joya de la filmografía colombiana (que compitió hasta último minuto como mejor largometraje de habla no inglesa, en la reciente entrega de los premios Oscar), es un homenaje audiovisual al encuentro de dos civilizaciones y culturas: la europea y la indoamericana, en la pesquisa de la verdad y de un significado trascendente de la existencia. Rodada en blanco y negro, a su estética histórica e identitaria, añade elementos técnicos como los de una cámara de registro documental y los de una fotografía que apelan a la perfección docta y clasicista.
“Y, sin embargo, ¿no es también un sueño de grandeza y poder el que conduce a la ciega humanidad por los oscuros senderos de la crueldad excesiva y de la excesiva devoción? ¿No es un sueño la búsqueda de la verdad, al fin y al cabo?”.
Joseph Conrad, en Lord Jim
El ruido de los estallidos, que se escuchan a lo lejos. Explosiones y tiros que surcan el líquido. Los aborígenes peruanos se lanzan, entonces, al río Amazonas para salvar la vida, mientras los soldados colombianos los persiguen, en una secuencia que corresponde a las postrimerías de los años ’30. El lente de Ciro Guerra, un niño genio (1981), transforma ese fotograma pleno de desesperación, en una imagen de la precariedad, en un encuadre equivalente al absurdo y lo esperpéntico, que esconden en su vientre, la historia republicana de nuestros países, y sus permanentes contradicciones, tanto éticas como estéticas. Reales e inventadas.
Si los autóctonos se lanzan al agua sin pensarlo, el investigador europeo, el profesor alemán que busca la planta sagrada (la yakruna), evade las balas con rapidez, aunque demacrado y enfermo, pero con la seguridad de subirse a una canoa, y evacuar en compañía de su colaborador, que lo arrastra exangüe, sin mayores complicaciones. Dos respuestas a un mismo problema: civilización y “barbarie”.
Basada en los diarios de los expedicionarios germanos Theodor Koch-Grunberg y Richard Evans Schultes, quienes en distintos momentos del siglo XX subieron río arriba, con el objetivo de desentrañar el misterio de las culturas amazónicas, algunas adictas al canibalismo, y otras, a orientarse según la dirección del viento y la posición de las estrellas en el cielo, para conducir sus pasos. El abrazo de la serpiente es una película en movimiento, y de factor acuoso, que mezcla diferentes trasposiciones temporales y de narratividad, a fin de condensar esos relatos unidos por personajes disímiles, y por una búsqueda en común: el descubrimiento de las respuestas y soluciones, que entregarían el encuentro de aquel Grial natural: la yakruna.
Lo teutón, lo nórdico, rondan la ambientación de este filme. Werner Herzog y su Fitzcarraldo (1982), por ejemplo: una aguja rasga un vinilo, y –en vez de un aria de ópera- la música británica de Handel, se escucha donde antes sólo hablaban el rumor de la corriente, el viento, y el lenguaje de los pájaros. Y también se observan pistas abandonadas por el portugués Miguel Gomes y su Tabú (2012): el blanco y negro que se salta décadas ficticias, en una provocación a la detención de la memoria, a la fatalidad de los recuerdos, a la pérdida sin saldos de la nostalgia. En realidad transcurrieron 20 años, pero la escena sigue quieta, idéntica para las dos vertientes que, separadas y unidas, componen la coralidad de este largometraje.
¿En qué coordenada estética se rastrea el atractivo de El abrazo de la serpiente, más allá de encuadrar una obra cinética, inspirada en el génesis, versión audiovisual e hispanoamericana?
La originalidad es la respuesta: ocupar métodos clasicistas en la fotografía (sólo un par de colores y sus sombras, luces y graduaciones), y una composición pictórica que retrotrae a los grandes paisajistas, dibujadores y biólogos investigadores, que han pasado por este continente: Humboldt, Rugendas, Darwin, por nombrar. En el argumento de la persistencia por un ideal científico, Ciro Guerra lanza sus pesadas cartas fílmicas. Una linealidad que vuelve y regresa, una y otra vez, sobre el motivo de la búsqueda, y el guión desgrana secretos, fórmulas mágicas, conjuros que explicarían el absoluto y la semilla que dio impulso y aliento, al hecho inaudito y sorprendente de la vida, que entregaron fuerzas a cuerdas vocales que hablan y pronuncian, los idiomas del “diablo”. Venidas desde el universo, desde lo recóndito que se haya afuera de la Tierra. El misterio de lo ignoto, de lo desconocido.
Un fotograma: un hombre mira el agua que se revuelve sobre sus entrañas, y le pregunta al mago de su etnia, si en este lugar no fue donde aterrizó la madre anaconda, y dejó a los antepasados comunes, para que poblaran la selva, y su humedad perenne. En esos segundos, se exhibe el talento de Guerra, como autor cinematográfico: dos planos, y una cosmovisión audiovisual, dramática y literaria, que adquiere forma, cuerpo, sentido, orden.
Religión, olvido, pesquisa, tragedia universal y coyuntura interna de cada uno de los personajes. Hombres de ciencia que se enfrentan a sus miedos, y problemas cotidianos: la soledad, la esposa que vive lejos, el pasado que condena la posibilidad de cualquier reencuentro con la tradición, un abrazo con el presente, una diáspora consigo mismo. La cámara muestra esa lucha insistentemente: los buscadores bregan, río arriba, en dirección a la muerte, al hallazgo de esa especie botánica, que es el máximo conocimiento de un pueblo, de una etnia.
Una odisea que contiene los elementos de un drama homérico, aunque nuestro, latinoamericano, mestizo, blanco e indígena. Como los documentales del chileno Patricio Guzmán, que en el desierto, rastrean fósiles extraviados sin vuelta. Así, el lente registra un conjunto diegético que pugna por existir, por balbucear en imágenes, una historia, un cuento, un relato global y a la vez íntimo y hondamente afectivo: exponer a la intemperie, las raíces de una nación que ya no existe: la de las extintas tribus amazónicas. Poesía cinematográfica, ideología audiovisual, una batalla sentimental y psicológica, porque cada hombre debe convertirse en un hombre íntegro, y libre, dicen los Coihuanos, cuando alcancen ese punto: la conclusión del torrente que nace del cielo.
El abrazo de la serpiente tiene un símil artístico entre nosotros: las obras de Gabriel García Márquez y de Mario Vargas Llosa. Las novelas Cien años de soledad y La guerra del fin del mundo. Así de notable e inédita es esta película: hay de lo que exijan. Hambre de gloria. Cuadros cerrados, planos abiertos, una cámara que gira y se mueve como oraciones redactas sobre una hoja en blanco: talento, libertad, intuición y una estructura que dicta los desplazamientos del lente, en el recorrido de ese confín sin márgenes ni fronteras espaciales.
Y la idea de fantasear, de soñar dormidos, despiertos, o bajo los influjos de un alucinógeno: un espejismo que ronda en cada secuencia de este filme, pues observar un mito, según decía Ortega y Gasset: “es la expresión poética de una verdad”.