Que «Gracias a la vida» sea una canción pegajosa sobre cosas lindas, es un entendimiento tan vano como la estúpida descripción genérica que hacía una profesora de jardín en el acto que homenajeaba sus 99 años de natalicio, cuando decía que «esta canción es un himno universal de amor por la vida». No, es el fruto refinado de toda su trayectoria, la joya principal de aquella corona de joyas que fue su disco Últimas composiciones y una de las más deslumbrantes cartas de suicidio que se hayan escrito.
De pronto han convertido a Violeta Parra en una especie de Arturo Prat, con una historia depurada, llena de efemérides, como la cara de un catálogo arqueológico de folclore, como una serena imagen para un billete o un busto. Quizás esa sea una forma razonable de aproximarse a un héroe militar o a una celebridad política o científica.
En efecto, bien se pueden separar los descubrimientos de Albert Einstein de su personalidad, omitir su historia personal –o falsearla incluso, como cuando dicen que Einstein creía en Dios o que le iba mal en el colegio– y aun seguir entendiendo lo importante, y hasta hacerle honor y justicia a su memoria.
Sin embargo, en el caso de los artistas no se puede jamás hacer esa distinción sin amputar la genialidad de la obra completa, sin reducirla a meras rimas ingeniosas, bonitas como artesanía pero insignificantes como arte.
Que el Gracias a la vida sea una canción pegajosa sobre cosas lindas o, incluso, para los más entendidos, una oda de siete estrofas, de cinco versos dodecasílabos y uno adicional al final… dice poco y nada. Es un entendimiento tan vano como la estúpida descripción genérica que hacía la profesora del jardín de mi hermano chico en el acto que homenajeaba sus 99 años de natalicio, cuando decía, emocionada, que «esta canción es un himno universal de amor por la vida»…
No.
Debemos oponernos a esto, a que sepulten su obra con ese velo de pureza histórica, con esa infamia, esa herejía bien intencionada de la beatificación de la persona, con ese desprecio camuflado a la especial dignidad del Arte.
Al contrario, lo primero que debe decirse de esa canción, y, por qué no, tal vez lo único que debería decirse de la Violeta, para explicarla toda, es que su Gracias a la vida es, justamente, su última canción, el fruto refinado de toda su trayectoria, la joya principal de aquella corona de joyas que fue su disco Últimas composiciones, con su Maldigo del alto cielo y su Volver a los diecisiete.
Y, sobre todo, debería decirse sin jamás dejar de insistir en esto, que el Gracias a la vida es una de las más deslumbrantes cartas de suicidio que se hayan escrito.
Que más que un himno a la naturaleza, es el epitafio con el que sellará su calidad de artista –porque eso es lo que es un artista, un sintiente avanzado, alguien que siente el mundo de un modo especial, más fuerte, más intenso que sus pares–, en suma, un testigo emocional privilegiado de su tiempo que manifiesta en su tragedia la tragedia de toda su época, El canto de ustedes que es mi propio canto.
Un artista es uno que, por sentir más, sufre con más fuerza, ama con mayor delirio, alaba la creación que le deslumbra con toda la intensidad de un niño frente a Dios, y que luego puede girar, y actuar con una mayor e implacable violencia contra todo aquello para maldecirlo y destruirlo.
Violenta, Violenta Parra, como le llama su hermano, era un llanto de amor y de furia que se vertía en forma de canción, y que cuando ya no cupo en los versos, cuando ya no tuvo oyentes en su solitaria carpa-universidad, cuando ya el canto lo había expresado todo, no vaciló y se transformó en un disparo certero en la sien, como un acorde final que, súbito, cierra las cadencias irresueltas.
Así, posesa, obsesa, beligerante, apasionada, insana incluso, al borde permanente del estallido del llanto o de la risa, los materiales de su canto, es la única forma en la que podremos recordar a la Violeta haciendo justicia a su memoria. No como celebridad añeja, sino como arquetipo transversal al tiempo.
Pero, aun así, es preciso añadir, finalmente, otra cosa. Porque la Violeta no solo se suicidó por su desconsolado amor por el Run Run que se fuera pal norte, ni por las tormentas de su alma creativa. Fue también por el fracaso de su gran proyecto de elaborar una universidad del folclore, fue también por el abandono del país a las artes, eso la sumió en un profundo desconsuelo.
La muerte de Violeta fue, en este sentido, un fracaso del Estado.
Y un fracaso que, además, fue vidente de la destrucción brutal que se hizo de la música chilena los años posteriores y que aun no se ha remediado ni pretende remediarse. No basta con el notable gesto de fijar el Día de la Música en su honor, o forzar cuotas de arte nacional en las radios. Se requiere algo muchísimo más hondo en materia de políticas públicas, un aporte sustantivo a las academias de arte superior, procesos concursables de proyectos que tengan mínimos de transparencia, más espacios para el artista emergente.
Violeta ha vivido un siglo, y vuelve a nacer, de diecisiete, en todos los artistas nacionales que siguen sus pasos y en todos los académicos e investigadores de las artes, que recuperan su legado y el de tantos otros para la memoria del mundo. Es a esos a los que hay que salvar ahora para redimirla a ella, solo así se podrá levantar la gran carpa de una vez y para siempre.