La ópera prima del músico y director chileno, premiada durante la Berlinale 2016 (con un Teddy Jury Award), se estrena bajo la fama del hecho policial que inspiró su trama en el país: el caso Zamudio. Aunque hacemos referencia a un filme irregular, matizan, empero, la banda sonora, el análisis de temas como la incomunicación y el abandono, y la noción audiovisual de una ciudad capital equivalente a un espacio posible para la realización de las afectividades proscritas.
“De pronto tuve la sensación de que era perfecto, que no se podía añadir nada a aquella felicidad o satisfacción. Era todo lo que había y todo lo que podía haber. Lo mejor de todo se había condensado en ese instante. Y no podía ser otra cosa que amor”.
Hanif Kureishi, en Intimidad
La primera película de Álex Anwandter (1983), tiene una cámara pulcra e inteligente. El responsable se llama Matías Illanes: planos cerrados, cercanos, íntimos, el corolario de un esfuerzo cinematográfico importante. La idea es retratar la vida privada del protagonista, Pablo: sus aficiones, sus días cotidianos, sus amores, su introspección atormentada, las traiciones que conforman su reloj, sus comportamientos más característicos. En ese foco tímido y a la vez invasivo, verificamos lo aplaudible de la propuesta cinematográfica de Nunca vas a estar solo (2016).
Una cinta que depende en demasiado, asimismo, de la calidad musical de su soundtrack: un elemento que vuela autónomo, independiente, misterioso y suspensivo, en esos cielos translúcidos de un Santiago al amanecer, o del crepúsculo en la bóveda de la misma ciudad, y que Anwandter gusta de utilizar como muro divisorio entre las etapas que sacuden las jornadas de Pablo (encarnado por Andrew Bargsted) y de su padre (interpretado por el actor Sergio Hernández), en esos barrios cercanos a la avenida Independencia, donde el cerro San Cristóbal se recorta a unos metros, con su cara mordida, con un rostro mascado, despoblado y sin árboles. Una postal audiovisual que recuerda el estilo de Alejandro González Iñárritu, y su corrupta Ciudad de México, en su inaugural Amores perros (2000).
Prohibición que sólo puede latir dentro de las cuatro paredes de una habitación. Pablo se disfraza, se pinta, se viste, se saca la ropa, y se acuesta con Félix. Parece no haber cariño, pero sí entrega física a modo de simulacro y de satisfacción corporal, cuando no emocional. Planos acertados, secuencias intensas. Es la intimidad sexual de un veinteañero gay, que guarda su secreto contra viento y marea, a como dé lugar. Porque su identidad está vedada. Detrás del rouge, del maquillaje, de los polvos blancos, con que esconde su cutis indefenso, vulnerable, seco.
Los problemas de la cinta son de “narratividad” fílmica. La historia se centra en el joven transformista, y en el período que transcurre después de la golpiza que sufre a manos de unos conocidos y amigos, para luego perderse, extraviarse, y difuminarse igual que sus señas más elementales, tal como ocurre durante la primera mitad del largometraje. Y Juan, el progenitor ausente, de repente irrumpe con la fuerza dramática de un protagonista. Nacen personajes venidos de la nada, sin explicación aparente, y que tras unos minutos, se esconden en la noche, como aparecieron. Un ejemplo: la doctora encarnada por una radiante Antonia Zegers.
El guión evidencia flaquezas, y el montaje hace lo que puede. Después del clímax argumental (la brutal masacre a Pablo), inserto en la medianía de la cinta, el rol de Sergio Hernández termina por consumir los restos afectivos, financieros y sociales de una situación límite, para una familia fracturada, mesocrática y monoparental. Lo que hasta ese punto era una precaria penetración psicológica en los caracteres de los miembros del elenco, ahora, ese factor dramático pasa a representar el desborde de un hombre mayor, atormentado por las deudas, y la nula preocupación que demostraba por su único hijo. Nostalgia, culpas, resignación mortal.
Un relato trunco en su consumación literaria, más no audiovisual, insisto. Las “tomas” siguen, continúan, estrechas, audaces, con el cielo fragmentado sobre la cordillera que titila próxima y abundante, desmesurada. Pero el relato ya se ha tornado monótono, y languidece, cuando todavía falta cerca de media hora, para su conclusión y final cronológico. El libreto es irregular, y corre por veredas opuestas a la valía netamente cinematográfica y estricta de la obra.
Aun así, el texto se atreve con tópicos “pesados”, densos, valientes. El desamor, la soledad “perra”, el abandono rodeado y en agrupación con otros seres. La cámara navega bajo las corrientes de esa carga emotiva, dialoga con aquellos sentimientos. Los convierte en imágenes tristes, frías, como las bajas temperaturas del norte de Santiago, ese sector ubicado al lado del río Mapocho, y de los cerros pelados y sin verde, sin forestación. Pablo recibe besos, energías, barbarie y traiciones. Una patada baja, en el corazón, cuando sólo pedía ayuda. Su orfandad, finalmente, protagoniza Nunca vas a estar solo.
El lente cumple una gran función: estamos todos solos, y a veces podemos ayudarnos, lo exhibe, se cuestiona. Y Anwandter, es cierto, talento como cineasta, tiene. Se necesita mucho más, sin embargo. A un buen guión, jamás se debe renunciar. Pese a que se perfilen planos bellísimos, intuitivos y notables. Como la fotografía de esos amaneceres, que muestran una capital metropolitana donde hasta un amor proscrito es posible de realizarse, más allá de las caricias brindadas, apuradas contra las paredes, y los abrazos a hurtadillas, pasión a escondidas, cerca de las canchas de tierra, de los edificios sin terminar, de las plazas y parques desprovistos de los ornamentos esenciales que las definen en su condición urbana.
Un ojo recordable. Una ficción inverosímil (el caso Zamudio, que removió el acontecer nacional hace cuatro años), revestida, debido a la firma de Anwandter, en un cuento de sueños frustrados, amores improbables, paternidad fracasada, redención social inadmisible. Santiago despierta y se acuesta. La música del compositor y director, empujan al elenco. Hay substancia temática, no obstante, carece de fuerza artística en ese argumento desolado.